Cooperación de todo el episcopado.
La cuarta condición que
requiere el concilio ecuménico respecta a la cooperación del cuerpo del
episcopado.
Todo el episcopado debe ser convocado y, aun cuando no acudan todos los
obispos, todos por lo menos pueden ocupar su puesto en el concilio y tienen
derecho a ello por institución divina, es decir, por lo que hay de divinamente
instituido en el orden episcopal y en las prerrogativas de su colegio, y en virtud
de la esencia misma de la jerarquía.
No podemos, por tanto, compartir la opinión de los que se niegan a comprender
a los obispos sin título e incluso a los obispos titulares de las Iglesias
ocupadas por los infieles, en el número
de los obispos admitidos al concilio por la divina constitución de la Iglesia y
como llamados por Dios mismo a tornar parte en él[1].
Al decir de los que sostienen tal doctrina, sólo pueden participar en el
concilio por derecho divino los que ejercen actualmente jurisdicción sobre una
grey particular y el derecho de participar en él depende precisamente de esta
jurisdicción.
Nosotros no podemos admitir tal punto de vista. Y en primer lugar esta
opinión va contra la antigua tradición y la constante práctica de la Iglesia.
En el primer concilio celebrado por los apóstoles en Jerusalén, que
debía dar la pauta y servir de modelo a todos los demás, sólo Santiago era
titular de una Iglesia particular; todos los demás Apóstoles eran obispos sin
título. El derecho de los obispos sin título se halla así declarado en sus personas
e inscrito por el Espíritu Santo en el libro de los Hechos (Act XV, 6-21).
Por lo que hace a los obispos llamados in partibus o simplemente obispos titulares, su estado parece
todavía más favorable, puesto que en el sentido mismo de esta opinión ocupan
una cátedra episcopal.
En efecto, ¿cómo sostener que un obispo expulsado violentamente de su
sede pierda, por el hecho mismo de la persecución, su calidad de miembro del
senado de la Iglesia universal? Pero si el obispo expulsado conserva esta calidad,
¿no es patente que sus sucesores tendrán un derecho no menor que el suyo,
puesto que serán todo lo que es él mismo, recibiendo a la vez de él la doble
herencia de su título y de su exilio?
Es cierto que el ejercicio
de la jurisdicción ligada a su título y conservada por ellos en su fondo, hecha
las más de las veces imposible por la tiranía de los infieles, les está además
actualmente vedada por el Soberano Sumo Pontífice, que se ha reservado la obra
de las misiones en las regiones de infieles[2].
Pero esta reserva no puede entenderse en sentido estricto y no afecta a la
acción conciliar.
Se ha querido mitigar la
opinión que estamos impugnando restituyendo el derecho de participar en el
concilio a los obispos que tienen cargos o mandatos de administradores o de
vicarios apostólicos; pero hay gran inconveniente en hacer depender un derecho
ordinario tan importante de un poder puramente delegado, y en hacer que el
primero y más augusto de los derechos divinos de un obispo surja de una simple
comisión o de una constitución puramente humana y eclesiástica.
Mas, si se va al fondo, se verá que esta opinión – por lo menos tal es
nuestro parecer — destruye la verdadera noción de la Iglesia universal y de sus
relaciones esenciales. En efecto, la Iglesia universal dista mucho de ser simplemente
la confederación de las Iglesias particulares y el resultado de su agregación,
sino que las precede en el designio divino y les comunica lo que ellas son,
lejos de recibir de ellas lo que es ella misma. Jesucristo, al enviar a los primeros
obispos al mundo, les dijo: «Id, haced discípulos de todas las naciones» (Mt. XXVIII, 19). Así los constituye en maestros de la Iglesia universal aun antes de que
hayan comenzado a formar sus greyes particulares; y precisamente en virtud de
esta palabra recibida indivisiblemente, antes del establecimiento de las
diversas Iglesias, por el entero colegio episcopal y sin distinción de los obispos
particulares, es como este colegio, en la sucesión de todos los siglos, enseñará
la fe en los concilios ecuménicos. La Iglesia universal fue fundada ya en ellos
antes de que establecieran ninguna Iglesia particular, y ellos son los maestros
del mundo entero por la institución divina aun antes de haber intentado erigir
ninguna cátedra episcopal distinta y propia de cada uno de ellos.
Por lo demás, los obispos en concilio hacen valer tan poco los títulos
de sus sedes particulares, que todos ellos tienen el mismo derecho de sufragio
en la perfecta igualdad que les corresponde como a miembros del mismo colegio
de la Iglesia universal; y la sentencia de los patriarcas de
Alejandría y de Antioquía, confundida con las de sus hermanos, no pesa más en
la decisión que la de un obispo de una sede oscura o de una ciudad sin
importancia.
Es cierto que se ha
tratado de demoler este principio de la igualdad de los obispos reunidos en
concilio y formando el colegio de la Iglesia universal.
En otro tiempo, en el
concilio de Calcedonia, los obispos de Egipto, asustados por el recuerdo de la
reciente tiranía y de las violencias de Dióscoro,
pretendían subordinar su sufragio al del patriarca de Alejandría y reclamaban
el derecho de abstenerse hasta la elección de éste, cuyo poder temían y cuya
dirección querían aguardar. Pero esta pretensión fue rechazada unánimemente sin
hallar un solo defensor[3].
En nuestros días se ha reclamado una especie de preponderancia mal definida
para los obispos de las grandes ciudades o de las grandes naciones, los que —
se decía —, en contacto más inmediato con el movimiento de las ideas y con las
exigencias de las sociedades modernas, conocían mejor las necesidades de los
espíritus y los imperativos de los tiempos. Se comparaba también, para sacar de
ello una ventaja, la cifra de los fieles confiados al cayado de los pastores,
como si los obispos asistieran al concilio como representantes o mandatarios de
las multitudes.
Es que, en efecto, la opinión que estamos impugnando, según la cual el
derecho conciliar de los obispos depende de su jurisdicción actual sobre una grey
distinta, ofrece sin duda alguna un peligro por este lado. En el fondo, si un
obispo no participa en el concilio sino porque ejerce actualmente el cargo de
un pueblo particular, será lógico que se dé mayor autoridad al pastor de
una grey más numerosa. El número, que
está abajo, autorizará a los prelados, y no la misión que viene de lo alto, y
la jerarquía se verá herida en su misma esencia.
Sin embargo, si afirmamos la igualdad absoluta de los obispos en el concilio
y su derecho de sufragio anterior a la jurisdicción particular de su sede e
independiente de ésta, no por ello pretendemos negar que el obispo de una sede
ilustre y destacada entre las otras pueda ser en el concilio un testigo más
considerable de la tradición, cuyo depósito se conserva con más esplendor en su
cátedra. Su testimonio tendrá mayor peso en la discusión de los dogmas atacados
u oscurecidos que haya que definir. Igualmente, el pastor de un pueblo numeroso
o, si se quiere, aquel cuya solicitud se extienda a una sociedad más
profundamente inquieta y turbada por las agitaciones de los tiempos, aportará
una expresión más viva de las necesidades de las almas, a las que la asamblea
quiere proporcionar remedio.
Pero hasta ahí esos obispos que parecen más autorizados no comparecen
sino como testigos; hasta ahí se limitan a aportar y a proponer los elementos
del juicio. Pero se invertirían todas las nociones si en este tribunal augusto
se confundiera la discusión con la sentencia, la aptitud de los testigos con la
autoridad de los jueces. Los obispos, desiguales en cuanto al valor de los testimonios,
son iguales en su autoridad de jueces de la fe y de la disciplina.
Así, cuando hay que pasar
a las definiciones y a los decretos, esos obispos que, por decirlo así, han
descendido de sus escaños para comparecer como testigos y proponer su sentir,
vuelven luego a subir a los mismos para convertirse en jueces.
Inmediatamente reaparece
la igualdad esencial del orden episcopal y, como hemos dicho antes, todos están
igualmente llamados y todos contribuyen igualmente a formar la sentencia,
desplegando esa autoridad que es absolutamente la misma en todos y que no sufre
distinción alguna entre los que están revestidos de ella.
[1] La opinión del autor no fue seguida por los
redactores del Código de derecho canónico,
que en el canon 223.1, no reconocen a los obispos in partibus el poder de asistir «por derecho» al concilio. El
Código expresa la disciplina y por lo regular no resuelve cuestiones de principios.
La opinión del autor es muy sugestiva por lo que hace a los fundamentos del derecho:
piensa que los obispos titulares, en virtud de su dignidad, tienen el derecho
de asistir al concilio y de deliberar en él, salvo restricción especial. Esta
restricción se pronunció en el canon 223.1, aunque con la facultad de
invitarlos y de devolverles así el poder deliberativo, canon 223.2.
[3] Concilio de Calcedonia (451), sesión 4; Labbe 4, 511-514; Mansi
7, 54; «El reverendísimo obispo de Egipto, Hiérax,
y los otros reverendísimos obispos de Egipto, dijeron por intermedio de este
mismo Hiérax: "… todos sabéis…
que en todas las cosas aguardamos el juicio de nuestro bienaventurado
arzobispo; pedirnos a Vuestra clemencia que aguarde el juicio de nuestro
presidente, pues nosotros le seguimos en todo. Porque los santísimos padres nos
dieron la regla de que todo Egipto debe seguir al arzobispo de Alejandría, la
gran ciudad, y que ningún obispo sufragáneo debe hacer nada sin él". El
reverendísimo obispo de Dorilea, Eusebio,
dijo: "Mienten". Él reverendísimo Obispo de Sardes, Florencio, dijo: "¡Prueben lo que
dicen!". Todos los reverendísimos obispos gritaron: "¡Rechazad
claramente la doctrina de Eutiques!...».
Cf. Hefele 2, 703-704, que refiere
esta intervención de Acacio obispo
de Ariaratia: «No conviene dar al que ha de ocupar el obispado de Alejandría más
autoridad que a todo el concilio».