sábado, 22 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. I (II de III)

Cooperación de todo el episcopado.

La cuarta condición que requiere el concilio ecuménico respecta a la cooperación del cuerpo del episcopado.
Todo el episcopado debe ser convocado y, aun cuando no acudan todos los obispos, todos por lo menos pueden ocupar su puesto en el concilio y tienen derecho a ello por institución divina, es decir, por lo que hay de divinamente instituido en el orden episcopal y en las prerrogativas de su colegio, y en virtud de la esencia misma de la jerarquía.
No podemos, por tanto, compartir la opinión de los que se niegan a comprender a los obispos sin título e incluso a los obispos titulares de las Iglesias ocupadas  por los infieles, en el número de los obispos admitidos al concilio por la divina constitución de la Iglesia y como llamados por Dios mismo a tornar parte en él[1].
Al decir de los que sostienen tal doctrina, sólo pueden participar en el concilio por derecho divino los que ejercen actualmente jurisdicción sobre una grey particular y el derecho de participar en él depende precisamente de esta jurisdicción.
Nosotros no podemos admitir tal punto de vista. Y en primer lugar esta opinión va contra la antigua tradición y la constante práctica de la Iglesia.
En el primer concilio celebrado por los apóstoles en Jerusalén, que debía dar la pauta y servir de modelo a todos los demás, sólo Santiago era titular de una Iglesia particular; todos los demás Apóstoles eran obispos sin título. El derecho de los obispos sin título se halla así declarado en sus personas e inscrito por el Espíritu Santo en el libro de los Hechos (Act XV, 6-21).
Por lo que hace a los obispos llamados in partibus o simplemente obispos titulares, su estado parece todavía más favorable, puesto que en el sentido mismo de esta opinión ocupan una cátedra episcopal.
En efecto, ¿cómo sostener que un obispo expulsado violentamente de su sede pierda, por el hecho mismo de la persecución, su calidad de miembro del senado de la Iglesia universal? Pero si el obispo expulsado conserva esta calidad, ¿no es patente que sus sucesores tendrán un derecho no menor que el suyo, puesto que serán todo lo que es él mismo, recibiendo a la vez de él la doble herencia de su título y de su exilio?
Es cierto que el ejercicio de la jurisdicción ligada a su título y conservada por ellos en su fondo, hecha las más de las veces imposible por la tiranía de los infieles, les está además actualmente vedada por el Soberano Sumo Pontífice, que se ha reservado la obra de las misiones en las regiones de infieles[2]. Pero esta reserva no puede entenderse en sentido estricto y no afecta a la acción conciliar.

Se ha querido mitigar la opinión que estamos impugnando restituyendo el derecho de participar en el concilio a los obispos que tienen cargos o mandatos de administradores o de vicarios apostólicos; pero hay gran inconveniente en hacer depender un derecho ordinario tan importante de un poder puramente delegado, y en hacer que el primero y más augusto de los derechos divinos de un obispo surja de una simple comisión o de una constitución puramente humana y eclesiástica.
Mas, si se va al fondo, se verá que esta opinión – por lo menos tal es nuestro parecer — destruye la verdadera noción de la Iglesia universal y de sus relaciones esenciales. En efecto, la Iglesia universal dista mucho de ser simplemente la confederación de las Iglesias particulares y el resultado de su agregación, sino que las precede en el designio divino y les comunica lo que ellas son, lejos de recibir de ellas lo que es ella misma. Jesucristo, al enviar a los primeros obispos al mundo, les dijo: «Id, haced discípulos de todas las naciones» (Mt. XXVIII, 19). Así los constituye en maestros de la Iglesia universal aun antes de que hayan comenzado a formar sus greyes particulares; y precisamente en virtud de esta palabra recibida indivisiblemente, antes del establecimiento de las diversas Iglesias, por el entero colegio episcopal y sin distinción de los obispos particulares, es como este colegio, en la sucesión de todos los siglos, enseñará la fe en los concilios ecuménicos. La Iglesia universal fue fundada ya en ellos antes de que establecieran ninguna Iglesia particular, y ellos son los maestros del mundo entero por la institución divina aun antes de haber intentado erigir ninguna cátedra episcopal distinta y propia de cada uno de ellos.
Por lo demás, los obispos en concilio hacen valer tan poco los títulos de sus sedes particulares, que todos ellos tienen el mismo derecho de sufragio en la perfecta igualdad que les corresponde como a miembros del mismo colegio de la Iglesia universal; y la sentencia de los patriarcas de Alejandría y de Antioquía, confundida con las de sus hermanos, no pesa más en la decisión que la de un obispo de una sede oscura o de una ciudad sin importancia.
Es cierto que se ha tratado de demoler este principio de la igualdad de los obispos reunidos en concilio y formando el colegio de la Iglesia universal.
En otro tiempo, en el concilio de Calcedonia, los obispos de Egipto, asustados por el recuerdo de la reciente tiranía y de las violencias de Dióscoro, pretendían subordinar su sufragio al del patriarca de Alejandría y reclamaban el derecho de abstenerse hasta la elección de éste, cuyo poder temían y cuya dirección querían aguardar. Pero esta pretensión fue rechazada unánimemente sin hallar un solo defensor[3].
En nuestros días se ha reclamado una especie de preponderancia mal definida para los obispos de las grandes ciudades o de las grandes naciones, los que — se decía —, en contacto más inmediato con el movimiento de las ideas y con las exigencias de las sociedades modernas, conocían mejor las necesidades de los espíritus y los imperativos de los tiempos. Se comparaba también, para sacar de ello una ventaja, la cifra de los fieles confiados al cayado de los pastores, como si los obispos asistieran al concilio como representantes o mandatarios de las multitudes.
Es que, en efecto, la opinión que estamos impugnando, según la cual el derecho conciliar de los obispos depende de su jurisdicción actual sobre una grey distinta, ofrece sin duda alguna un peligro por este lado. En el fondo, si un obispo no participa en el concilio sino porque ejerce actualmente el cargo de un pueblo particular, será lógico que se dé mayor autoridad al pastor de una  grey más numerosa. El número, que está abajo, autorizará a los prelados, y no la misión que viene de lo alto, y la jerarquía se verá herida en su misma esencia.
Sin embargo, si afirmamos la igualdad absoluta de los obispos en el concilio y su derecho de sufragio anterior a la jurisdicción particular de su sede e independiente de ésta, no por ello pretendemos negar que el obispo de una sede ilustre y destacada entre las otras pueda ser en el concilio un testigo más considerable de la tradición, cuyo depósito se conserva con más esplendor en su cátedra. Su testimonio tendrá mayor peso en la discusión de los dogmas atacados u oscurecidos que haya que definir. Igualmente, el pastor de un pueblo numeroso o, si se quiere, aquel cuya solicitud se extienda a una sociedad más profundamente inquieta y turbada por las agitaciones de los tiempos, aportará una expresión más viva de las necesidades de las almas, a las que la asamblea quiere proporcionar remedio.
Pero hasta ahí esos obispos que parecen más autorizados no comparecen sino como testigos; hasta ahí se limitan a aportar y a proponer los elementos del juicio. Pero se invertirían todas las nociones si en este tribunal augusto se confundiera la discusión con la sentencia, la aptitud de los testigos con la autoridad de los jueces. Los obispos, desiguales en cuanto al valor de los testimonios, son iguales en su autoridad de jueces de la fe y de la disciplina.
Así, cuando hay que pasar a las definiciones y a los decretos, esos obispos que, por decirlo así, han descendido de sus escaños para comparecer como testigos y proponer su sentir, vuelven luego a subir a los mismos para convertirse en jueces.
Inmediatamente reaparece la igualdad esencial del orden episcopal y, como hemos dicho antes, todos están igualmente llamados y todos contribuyen igualmente a formar la sentencia, desplegando esa autoridad que es absolutamente la misma en todos y que no sufre distinción alguna entre los que están revestidos de ella.



[1] La opinión del autor no fue seguida por los redactores del Código de derecho canónico, que en el canon 223.1, no reconocen a los obispos in partibus el poder de asistir «por derecho» al concilio. El Código expresa la disciplina y por lo regular no resuelve cuestiones de principios. La opinión del autor es muy sugestiva por lo que hace a los fundamentos del derecho: piensa que los obispos titulares, en virtud de su dignidad, tienen el derecho de asistir al concilio y de deliberar en él, salvo restricción especial. Esta restricción se pronunció en el canon 223.1, aunque con la facultad de invitarlos y de devolverles así el poder deliberativo, canon 223.2.

[2] Código de derecho canónico, can. 348, § 1: «Los  obispos titulares no pueden ejercer potestad alguna en su diócesis, de la cual ni siquiera toman posesión.»

[3] Concilio de Calcedonia (451), sesión 4; Labbe 4, 511-514; Mansi 7, 54; «El reverendísimo obispo de Egipto, Hiérax, y los otros reverendísimos obispos de Egipto, dijeron por intermedio de este mismo Hiérax: "… todos sabéis… que en todas las cosas aguardamos el juicio de nuestro bienaventurado arzobispo; pedirnos a Vuestra clemencia que aguarde el juicio de nuestro presidente, pues nosotros le seguimos en todo. Porque los santísimos padres nos dieron la regla de que todo Egipto debe seguir al arzobispo de Alejandría, la gran ciudad, y que ningún obispo sufragáneo debe hacer nada sin él". El reverendísimo obispo de Dorilea, Eusebio, dijo: "Mienten". Él reverendísimo Obispo de Sardes, Florencio, dijo: "¡Prueben lo que dicen!". Todos los reverendísimos obispos gritaron: "¡Rechazad claramente la doctrina de Eutiques!...». Cf. Hefele 2, 703-704, que refiere esta intervención de Acacio obispo de Ariaratia: «No conviene dar al que ha de ocupar el obispado de Alejandría más autoridad que a todo el concilio».