Elección del Sumo Pontífice.
En cuanto a la elección del Sumo Pontífice, pertenece
tan exclusivamente a la Iglesia romana, que ningún poder, ninguna asamblea, ningún
concilio, ni siquiera ecuménico, podría sustituirla.
El elegido por la Iglesia romana es el único heredero
de san Pedro, porque sólo la Iglesia romana es la sede de san Pedro, en quien
residen su sucesión y todas sus prerrogativas. El elegido por cualquier otra
asamblea no puede pretender nada de esto, pues es extraño a esta Iglesia y no
recibe nada de ella[1].
Las formas de la elección
han sufrido en la Iglesia romana modificaciones análogas a las que en el
transcurso de las edades ha sufrido la elección en el seno de las otras
Iglesias.
En los primeros tiempos
toda la Iglesia romana se reunía para la elección y el pueblo mismo tomaba
parte en ella con sus oraciones y sus aclamaciones.
Más tarde fue hecha la
elección por los principales del clero y aclamada por el resto de los clérigos.
Finalmente, el sacro
Colegio Cardenalicio, en quien residen, como en su parte principal, todos los
derechos de la Iglesia romana, ejerció exclusivamente este cargo tan tremendo,
como se reservó también el ejercicio de las otras prerrogativas del presbiterio
romano.
Por lo demás, un
movimiento semejante de la disciplina en las otras Iglesias había puesto poco a
poco la elección en manos de los principales clérigos, es decir, de los
canónigos o principales titulares de la Iglesia catedral, con los que se confundieron
con frecuencia, como lo veremos en lo sucesivo, los antiguos cardenales de los
títulos de las ciudades episcopales.
A partir de fines del
siglo XIII una disciplina especial, que fue desarrollada poco a poco por los
decretos apostólicos, reglamentó en la Iglesia romana la celebración de los
cónclaves y la forma de los sufragios. Según esta disciplina, la elección se
hace por sufragios, por aclamación, por compromiso o por accesión.
En cuanto a la elección pasiva, la Iglesia romana es dueña soberana de
su determinación. Porque, si bien por el derecho común sólo los sacerdotes y
los diáconos, y desde Inocencio III los subdiáconos son los únicos elegibles para
el episcopado, la soberanía de la Iglesia romana implica con la designación del
sujeto la dispensa de las incapacidades canónicas.
Así no hay aquí lugar, como en las otras elecciones canónicas, para
distinguir entre la elección propiamente dicha y el postulado.
El sacro Colegio puede elegir a un obispo vinculado ya a otra sede y, aunque
la antigüedad censuró la elección del Papa Formoso, que hacía aparecer por primera
vez, se decía, en la sede de san Pedro una derogación de la regla prohibitiva
de las traslaciones, aquella elección no fue en modo alguno inválida.
El sacro Colegio puede, por la misma razón, elegir a un clérigo todavía
de órdenes menores e incluso a un simple fiel[2].
Pero de este poder soberano del sacro Colegio de los cardenales en la
elección no hay que inferir que este Colegio confiera propiamente la jurisdicción
al Pontífice, a la manera del superior que instituye al inferior.
En la Iglesia toda misión viene de arriba; Dios envió a su Cristo,
Cristo envía a los obispos, el obispo envía a los ministros de la Iglesia
particular. Es el fondo de lo que se llama institución en derecho canónico.
El obispo, como veremos, instituye a sus sacerdotes; el Sumo Pontífice,
que ocupa el lugar de Jesucristo, instituye a los obispos. Sólo Dios puede
instituir al Sumo Pontífice; sólo Jesucristo puede investir de su tremenda
autoridad a su vicario.
Lo propio de la elección
en la Iglesia es únicamente la designación o la presentación de la persona al
superior; esta designación no confiere la menor autoridad al elegido; toda la
autoridad viene del superior que da la institución.
La elección no liga
siquiera absolutamente al elegido, por lo menos por su esencia, por lo cual el
derecho positivo puede suprimirla en los grados inferiores.
La Iglesia romana es la única que no puede ser
despojada del derecho de elegir, y la única también cuya elección no puede ser
anulada, puesto que es la única que no tiene superior en la tierra.
Pero no por ello cambia de
carácter esta elección; no deja de ser lo que es en el fondo, una simple designación
del sujeto, al que no puede tampoco dar la misión y la institución.
Aquí interviene con toda
necesidad la verdadera acción divina.
El elegido por la Iglesia romana es instituido invisiblemente por Dios
en el momento en que consiente en su elección.
Y no se diga que esta
institución divina es, en cierto modo, algo forzado, porque Dios no ha
establecido signo alguno exterior de su libre y soberana aceptación del elegido.
Siempre libre para rechazarlo y siempre dueño de la última decisión, como conviene
al poder supremo, dueño de la vida y de la muerte, dueño de los espíritus y de
los corazones, en su Providencia todopoderosa tiene medios seguros de dirigir
las cosas a su arbitrio, y para asegurar su independencia no tiene necesidad,
como los superiores tomados de entre los hombres, de declararse después del
hecho.
Aquí es donde está oculto
el nudo divino, por así decirlo, que liga por su cúspide a la jerarquía entera
con la autoridad y la acción de Dios mismo y que une la dirección terrena y
visible de la Iglesia con este gobierno celestial e invisible. A continuación, la autoridad se transmitirá
a través del cuerpo de la Iglesia y por los canales visibles de la jerarquía;
pero en la cúspide es preciso que esta autoridad salga de las invisibles profundidades
de Dios.
Tal es el grande y principal misterio de la vida jerárquica de la
Iglesia. A fin de que la autoridad sea divina en sí es necesario que más allá
de todas las comunicaciones que de ella se hacen en las diversas partes y en
las que sin cesar y en todas partes pasa por las manos de los hombres, haya un
punto, único y supremo en el que Dios mismo la introduzca inmediatamente y de
donde se derrame como de una fuente inagotable e incorruptible hasta las
últimas extremidades. En este punto único es donde se encuentran y
se unen el cielo y la tierra, lo visible y lo invisible, Dios y la humanidad.
Ahora bien, este punto único del que dependerán todas las misiones e instituciones
visibles de la jerarquía, es con toda seguridad la misión y la institución
invisible del soberano Pontífice, vicario de Jesucristo y cabeza de la jerarquía.
Basta, en efecto, con que
esta cabeza reciba directamente de Dios la que va a comunicar por debajo de sí,
para que luego la autoridad sea en todas partes divina en su esencia.
Pero si esta misma cabeza
no estuviera instituida divinamente, toda la jerarquía se vería lanzada en una
especie de círculo vicioso; los canales, reducidos a tomar unos de otros lo que
ellos mismos no recibirían de esta fuente, se desecarían y no se sabría qué
hacer para hallar el primer origen del poder eclesiástico y para asegurar luego
la legitimidad de todas las comunicaciones y derivaciones particulares.
A esta confusión están
reducidos los griegos y los partidarios de las iglesias nacionales, por haber
querido hacer depender de un establecimiento eclesiástico y del derecho humano
la institución de la autoridad suprema en la Iglesia.
La Iglesia católica, liberada
de estas tinieblas y en la plena luz de la verdad, reposa sobre la misión
divina claramente manifestada.
Esta misión, invisible
pero auténtica, viene al vicario de Jesucristo,
cabeza de la jerarquía, y desciende luego visiblemente a través de todos los
grados hasta los miembros más distantes en el cuerpo de los pastores y de los ministros.
Así, en la elección del Soberano Pontífice se efectúa una obra divina y
misteriosa. La elección es visible; la misión que la sigue, invisible. Los
hombres aparecen en la elección, pero sólo Dios opera la institución.
El ilustre sucesor de san Francisco de Sales establece esta
importante doctrina: “No os engañéis, dice, el poder de la santa Iglesia viene
de arriba y no tiene otra fuente.
No son los príncipes del
sacro Colegio los que comunican al elegido la plenitud de la autoridad: sólo Jesucristo la confiere a su vicario.
El Pontífice elegido se entera, por boca de sus hermanos, de los
designios de Dios sobre él y tan pronto como los acepta es investido, por una
operación divina, de la jurisdicción inmediata,
episcopal y ordinaria sobre toda la Iglesia. Así, el día de la Encarnación la
omnipotencia divina aguardó el consentimiento de la Virgen inmaculada para
inclinarse hasta ella y darle el honor de la maternidad divina, en el instante
mismo en que, instruida por el ángel del misterio que se iba a realizar,
pronunció estas palabras: "Hágase en mí según tu palabra."
También el elegido pronuncia este "Hágase" misterioso; sin
demora se inclinan los cardenales ante su dignidad pontificia[3]”
porque no ven en él a su criatura, sino al hombre al que Dios mismo ha llamado
con un nombre nuevo (Is. LXII, 2),
como en otro tiempo a san Pedro (Jn I, 42), y porque reconocen que la autoridad del Pontífice no ha
emanado de ellos, sino que, viniendo inmediatamente de Dios, se extiende sin
reservas sobre los mismos que lo han elegido, como sobre toda la Iglesia y
sobre toda criatura humana.
[1] A la elección de Martín V (1417) concurrieron
cierto número de obispos designados por el concilio de Constanza; pero
sobrevino el consentimiento de los cardenales, y este consentimiento fue el que
dio fuerza y legitimidad a la elección. Cf. Baronius, loc. cit., año 1417, n. 2, t. 27, p. 460.
Nota
del Blog: No compartimos esta
opinión. La posibilidad de que ciertos
obispos participaran en el cónclave que eligió a Martín V se debe a un cambio
en la legislación hecha por el Papa Gregorio XII antes de renunciar. Como
bien lo indica Franzelin en su
macizo e impecable Scholion a la
Tesis XIII al explicar el modo en que
se solucionó el llamado Cisma de Occidente: “Es evidente que en Constanza, tanto en el modo de la elección cuanto a
los mismos electores, se establecieron y acaecieron muchas cosas que eran praeter y contra las leyes de la validez de la elección establecidas por la
suprema potestad de los Romanos Pontífices Alejandro III, Gregorio X y Clemente
V. Pero esta modificación y suspensión de las leyes de la suprema potestad no
pudo haber sucedido sino por la suprema potestad misma del Romano Pontífice…”.
(Theses de Ecclesia Christi, pag. 228).
[2] Ceremonial de la santa Iglesia romana, sec. 2,
cap. 1, Venecia 1582, p. 16: «Por lo demás, si el elegido para el pontificado
romano no estuviera revestido de las sagradas órdenes, como fue el caso del
monje Pedro de Morón...» (el futuro Celestino V). La constitución de san Pío X, Vacante Sede Apostolica (1914), cap. 7, n° 90, y la constitución de Pío XII, Vacantis Apostolicae
Sedis (1945), tit. 2, cap. 7, n.
107, dicen también: «Si el elegido no es todavía sacerdote ni obispo, será
ordenado y consagrado por el decano del colegio cardenalicio.” Cf. A. Molen, art. Conclave, en DDC, t. 3 (1942) col. 1319.1342; M. Noirot, art. Conclave,
en Catholicisme, t. 2 (1950) col. 1448- 1451.