Los miembros del concilio.
Los concilios particulares
no ejercen su autoridad, por lo menos en materia de disciplina, sino en un
distrito restringido, y sus decretos no se dirigen sino a las Iglesias comprendidas
en esa circunscripción.
Sin embargo, la jurisdicción ejercida por estos concilios no deja por
ello de ser la aplicación del poder general que pertenece a los obispos como
miembros del colegio del episcopado.
En esta calidad participan en esas asambleas, y aun cuando son llamados
a ellas e introducidos en ellas por el título que poseen de cabezas de Iglesias
particulares de la provincia, en la asamblea ejercen esos derechos comunes del
episcopado, anteriores a su titulo, y que se extienden más allá de los límites
que fija el título a su jurisdicción pastoral.
Elaboran, en efecto, decretos que alcanzan a todas las Iglesias de la circunscripción;
y como cada uno de ellos toma parte en la confección de dichos decretos, cada
uno de ellos ejerce solidariamente la autoridad episcopal sobre las Iglesias de
sus colegas. Iglesias que no dependen de su título y sobre las qué este título
no le da ninguna jurisdicción.
Una vez más se trata,
pues, del mismo misterio del episcopado unido a su cabeza y cooperando con ella,
misterio que nos ha aparecido en su plenitud en el concilio ecuménico y que se
reproduce en las diversas partes del colegio episcopal, guardadas las
debidas proporciones. La «forma de
Pedro», es decir, la forma impresa a la Iglesia universal por su primado, aparece y se reproduce
en todas sus partes.
Los títulos de las
Iglesias particulares sirven, sin duda, para determinar la composición de estos
colegios parciales y para designar los obispos que formarán los concilios
particulares; sin embargo, la autoridad del obispo miembro del colegio
episcopal, y no la autoridad del obispo cabeza de una Iglesia particular, es la
que aparece y obra en cada uno de los miembros de estas asambleas.
La delimitación de los distritos eclesiásticos restringió la composición
de estos concilios a ciertos obispos determinados; y como los obispos no pueden
ser determinados entre sus hermanos sino por su título mismo, el título de la
Iglesia particular tiene naturalmente que ser el que dé acceso y puesto en los
concilios particulares.
Pero esta designación no es tan estrecha ni tan esencialmente exclusiva
que en la antigüedad no se admitiera con frecuencia a participar en el concilio
a obispos extraños a la circunscripción. La asamblea de los obispos les abría
comúnmente sus filas como a hermanos y a colegas. San Hilario de Poitiers (315-368), desterrado
de las Galias, participaba en los concilios de Asia[1]
y ejemplos análogos abundan en la historia. Y si bien en lo sucesivo se
extendió en sentido más estricto el derecho de asistencia, sin embargo, no
varió el fondo de la institución conciliar.
Tal es la naturaleza de
los concilios particulares, subordinados siempre en la extensión de sus
atribuciones y en su disciplina interior a la autoridad suprema del vicario de
Jesucristo, único por quien fueron establecidas y subsisten todas las
divisiones particulares del colegio episcopal.
Dos clases de concilios.
Esta autoridad del Sumo Pontífice
es tal que, cuando lo juzga oportuno y por alguna utilidad especial, puede
formar en el seno del colegio, fuera de las circunscripciones permanentes que
lo dividen en patriarcados y en provincias, colegios parciales que respondan a
circunscripciones extraordinarias trazadas accidentalmente, y reunir en
concilios a estos colegios extraordinarios. De ahí que les concilios
particulares puedan dividirse en dos clases, a saber, concilios ordinarios y concilios extraordinarios.
Los concilios ordinarios son
los que responden a las circunscripciones ordinarias de la Iglesia universal,
es decir, a las circunscripciones de los patriarcados y de las provincias.
Los concilios extraordinarios
son los que no responden a las circunscripciones ordinarias del gobierno
eclesiástico, sino que, por convocación especial, están formados por varias
provincias independientes entre sí, por llamamiento y bajo la presidencia del Soberano
Pontífice o de sus legados. Tales fueron, por ejemplo, los que reunió en las Galias san Bonifacio, tales fueron también los concilios de varias
provincias que convocaron en las mismas regiones san León IX (1048-1054) y san
Gregorio VI (1073-1085).
La historia nos muestra
numerosas asambleas análogas; y los concilios llamados nacionales no pueden
reunirse legítimamente en otras condiciones cuando a la cabeza de los obispos
de una nación no hay primado legítimamente instituido y provisto de una verdadera
jurisdicción primacial sobre todas las provincias del territorio.
Utilidad de los concilios particulares.
De todos estos concilios
particulares, los concilios provinciales son, con mucho, los más corrientes y
los más conocidos. La legislación canónica recomienda su celebración asidua y
periódica[2] y desde los orígenes deseó
la Iglesia su frecuente convocación y su práctica universal[3].
En efecto, estas asambleas no tienen únicamente por objeto hacer leyes y
decretos, cosa siempre relativamente rara en un gobierno sensato, por razón de
la estabilidad que conviene guardar en
las disposiciones legislativas sino también reunir a los colegios de los
obispos en la oración y en el consejo, estrechar entre ellos los vínculos de la
paz y de la caridad y llamar una y otra vez, como en el cenáculo, a los
sucesores de los apóstoles dispersos por el mundo por las necesidades del
Evangelio.
En este aspecto los concilios particulares ocupan un puesto importante
en la vida de la Iglesia católica[4] y principalmente por ellos es como se muestra incesantemente al mundo
el misterio del episcopado congregado.
Ahora bien, nada más venerable, nada más enraizado en los orígenes de la
Iglesia que el misterio de los concilios. Ha sido muy útil que en todos los
tiempos los miembros del colegio de los pontífices se unieran en la oración, en
el consejo, en el testimonio de la fe y en la autoridad pastoral.
Los apóstoles mismos, antepasados y ejemplares de los obispos, dejaron
en el tesoro de la tradición el legado de esta conducta. El Espíritu Santo que
los animaba y sigue animando a sus sucesores, los condujo a Jerusalén después
de los primeros trabajos de su misión (Act VIII, 14-25; XI, 2; XV, 2 ss) y
volvió a congregarlos junto a la tumba de la bienaventurada Virgen María para
dar testimonio de su gloriosa asunción[5].
La Iglesia católica ha
conservado estos ejemplos, y como no puede poner en conmoción al mundo con la
frecuente celebración de concilios ecuménicos, abre al colegio episcopal las
asambleas provinciales y, poniendo así al alcance de todos los obispos estas
reuniones fáciles, los invita a participar asiduamente en ellos y a hacerlas
florecer por su frecuencia y regularidad.
Así, por los concilios
provinciales es como más ordinariamente se manifiesta en el universo la acción
conciliar del episcopado, por lo cual las actas de estos concilios, en su
conjunto, son como el testimonio incesante del episcopado, y tienen tan gran autoridad
entre los monumentos de la tradición católica.
[1] Sulpicio Severo, Historia
sagrada, 1. 2, n. 42; PL 20, 153: «Acogido con gran honor en Seleucia, a
dondequiera que fue, había conquistado todos los espíritus y todos los corazones...
Habiendo expuesto su fe según las actas de los padres de Nicea, dio testimonio
de ella a los occidentales. Quedaron tan ganados los corazones de todos que fue
recibido en el conocimiento y hasta en la sociedad de su comunión y admitido en
el concilio.»
[2] Concilio
de Trento, sesión 24 (1563), Decreto de reforma, cap. 2; Éhses 919; Hefele 10,
567-568: «Si en alguna parte se había interrumpido el uso de tener concilios provinciales,
habrá de restablecerse; en ellos se tratará de arreglar las costumbres, de
corregir los abusos, de zanjar las diferencias, y en ellos se decidirá sobre
todas las cosas permitidas por los sagrados cánones. Así los metropolitanos mismos,
o en su lugar, si están legítimamente impedidos, el obispo más antiguo de la
provincia, no dejarán de reunir el sínodo provincial por lo menos durante el
año que siga a la clausura del presente concilio, y en lo sucesivo por lo menos
cada tres años. Deberán absolutamente hallarse presentes todos los obispos y
los otros que por derecho o por costumbre deben asistir a los mismos...». El Código de derecho canónico, can, 283,1
hace obligatorio el concilio provincial cada 20 años en todas las provincias
eclesiásticas.
[3] Cánones
Apostólicos c 38., J.B. Pitra, Iuris
ecclesiastici Graecorum historia et monumenta,
t. 1, p. 21: «Cada año deben celebrarse dos concilios para que los obispos profundicen
juntos los dogmas de la salud y arreglen las controversias eclesiásticas que se
produzcan». Es en realidad el canon 20 del Concilio de Antioquía (341). Concilio
de Nicea (325), can. 5; Mansi 2,
679; Hefele 1, 550: «Ha parecido
bien ordenar que en cada provincia se celebre dos veces al año un concilio
compuesto por todos los obispos de la provincia.» Concilio de Calcedonia (451),
can. 19; Labbe 4, 764-765; Mansi 7, 420; Hefele 2, 807: “El sagrado concilio ha decidido que, conforme a los
cánones de los santos padres, se reúnan dos veces al año los obispos de cada provincia
allí donde lo crea oportuno el metropolitano”.