Sección segunda
EL COLEGIO EPISCOPAL UNIDO AL VICARIO DE
JESUCRISTO
I
LOS CONCILIOS GENERALES O ECUMÉNICOS
Doble poder del episcopado.
La jerarquía de la Iglesia
católica, conforme al tipo divino de la sociedad de Dios y de su Cristo, de Dios, cabeza de Cristo, está formada por una cabeza que
es Jesucristo y, bajo esta cabeza,
por el cuerpo sacerdotal, el colegio de los obispos, que procede de Él y en el
que está encerrada místicamente toda la asamblea de los fieles.
Con la primera sección de
esta parte hemos terminado el estudio de esta jerarquía en la persona de su
cabeza; hemos conocido al vicario en quien se hace visible la cabeza; luego hemos
visto a esta cabeza representada en las diversas partes de la Iglesia por la
institución de los patriarcas y de los metropolitanos, e imprimiendo a estas
partes la forma y las analogías del gobierno universal. Nos queda por considerar
el colegio episcopal, y en este colegio, el cuerpo cuya cabeza es Jesucristo y la esposa cuyo esposo es Él
y le comunica sus bienes, su poder y su majestad.
Todavía no debemos
considerar a los obispos a la cabeza de sus Iglesias particulares, lo que formará
el objeto del libro siguiente, en el que estudiaremos la jerarquía de estas
Iglesias, sino únicamente en cuanto, asociados entre sí en la solidaridad del
episcopado, forman el colegio y el presbiterio o «senado de la Iglesia»[1] universal.
Lo que son en esta
calidad, que respecta a la Iglesia universal, precede en ellos, por la
naturaleza de las cosas, a lo que son como cabezas de las jerarquías que les
son propias: en efecto como dijimos antes, la
Iglesia universal precede, en la intención de Dios y en el orden de sus obras,
a la Iglesia particular, que no es sino la apropiación del misterio del todo a
cada una de las partes.
Los obispos tienen, pues, anteriormente a cualquier otra concepción de
su pontificado, un poder universal, que se extiende por su naturaleza a la Iglesia entera. Este poder es la comunión misma del
orden episcopal y es distinto de su título por el que están establecidos como
obispos de un pueblo particular.
Recordando estas nociones no vacilamos en afirmar, como hemos establecido
en la segunda parte de esta obra, que este poder, siendo por su esencia
anterior al título, es independiente de él y pertenece igualmente a todos los
obispos que tienen la comunión de su orden, es decir, a todos los obispos
católicos, sea cual fuere su sede y hasta en el caso en que no tengan actualmente
el título de ninguna Iglesia particular.
Este poder universal del episcopado, distinto del poder que cada obispo
posee sobre su grey particular, este poder en virtud del cual son todos
igualmente los doctores y los pastores de la Iglesia católica entera, tiene su
manifestación más solemne cuando están reunidos en el concilio ecuménico.
Allí aparece en toda su
verdad y en su sencillez el misterio de la jerarquía: Jesucristo presente en su vicario y comunicando a su Iglesia, contenida
en el colegio episcopal, una misteriosa emanación de su autoridad soberana[2].
En el concilio general
definen los obispos con el Soberano Pontífice, hacen leyes con él, juzgan con
él y entonces se declara al mundo todo lo que es su cabeza y todo lo que son con
él y en él.
El concilio es, por tanto, a no dudarlo, la manifestación más espléndida
de la constitución de la Iglesia y del misterio de la cabeza y de los miembros
que hay en ella.
Detengámonos a considerar
este gran hecho de la vida de la Iglesia.
Condiciones del concilio ecuménico.
El concilio ecuménico es verdaderamente el misterio de la cabeza y de
los miembros.
La cabeza comunica a los miembros toda la acción, y los miembros, recibiéndola
de él, se unen y se asocian a él para obrar en su virtud, que viene a ser la de
ellos, enseñando con él en el mismo magisterio la única doctrina de la verdad
dando órdenes con él en la misma autoridad, haciendo leyes y pronunciando
sentencias con él.
De esta noción de concilio
ecuménico, tomada de las profundidades del misterio de la jerarquía y de las
fuentes mismas de la ida de la Iglesia, dimanan naturalmente las cuatro
condiciones que debe reunir para expresar plenamente su esencia.
Estas condiciones atañen a
la acción de la cabeza y a la cooperación del cuerpo del episcopado.
Por lo que hace a la
acción de la cabeza, es preciso que el Soberano
Pontífice convoque la asamblea; en segundo lugar, debe presidirla por sí mismo
o por sus legados; en tercer lugar, debe confirmar las decisiones del concilio.
Son las tres primeras condiciones requeridas por la naturaleza del concilio
ecuménico[3].
Como todo debe venir de la cabeza, su acción no puede en modo alguno ser
suplida. Y si, por un imposible, el entero colegio episcopal se reuniera sin
él, tal asamblea no sería concilio y sus decisiones no tendrían valor alguno,
pues se habría separado de la fuente
misma de la autoridad. En tal caso no sería ya más que una multitud confusa y
sin lazo que la uniera y se hallaría despojada de la institución divina que
hace de ella un solo colegio por la presencia y la incesante operación de su
cabeza.
Así la acción de la cabeza
es absolutamente la acción principal, es decir: se requiere absolutamente que
los actos del concilio sean actos propios de esta cabeza, a fin de que puedan
tener su valor, por un como influjo interior del poder principal y propio de
ella[4].
Eso es lo que el Soberano Pontífice expresa excelentemente, ya mediante
la confirmación dada separadamente a los decretos conciliares, ya mediante esa
forma solemne, que contiene la confirmación en los decretos mismos y que emplea
el Soberano Pontífice cuando preside en persona y promulga los decretos en su
propio nombre: sacro approbante concilio.
Esta última forma pone del mayor relieve la autoridad de la cabeza y la
cooperación de sus miembros. Es muy propia para expresar una y otra, y
significa enérgicamente su relación mutua; así como el misterio de la vida de la Iglesia, misterio que es el alma del
concilio, no se manifiesta nunca más solemnemente que cuando el Papa preside
personalmente al episcopado congregado.
[1] San Ignacio de Antioquía llama así al colegio apostólico: Carta a los Filadelfios 5. PG 5, 701.
[2] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia
católica PL 4, 500: «El comienzo tiene su punto de partida en la unidad.»
El primado se da a Pedro y se (nos)
muestra una Iglesia única, una cátedra única. Todos son pastores, pero se nos
señala que no hay más que un rebaño, al que apacientan los apóstoles en unánime
acuerdo. San Cirilo de Jerusalén llama
a los apóstoles «cabezas del mundo entero, jueces del universo».
[3] Código
de derecho canónico, can. 222, 1:
«No puede haber concilio ecuménico si no ha sido convocado por el Romano Pontífice.
2. Pertenece al mismo Romano Pontífice presidir, por sí o por otros, el
concilio ecuménico, determinar y señalar las cosas que en él han de tratare y
el orden que hay que seguir, así como ver el concilio y confirmar sus decretos”.
[4] San Nicolás I (858-867), Carta 12, a Focio;
PL 119, 788; Labbe 8, 285: “(La
Santa Sede de la Iglesia romana), por cuya autoridad y sanción se consolidan y
reciben consistencia todos los sínodos y sagrados concilios”. Id... Carta 45, al emperador Miguel; PL 119,
858; Labbe 8, 291: “¿Qué se decide
definitivamente y se aprueba perfectamente que no haya sido aprobado por la
sede del bienaventurado Pedro, como
la sabéis vos mismo? Cómo, por el contrario, sólo lo que esta sola sede ha
condenado, queda condenado hasta ahora”.