VII
El Terminus ad quem de la Profecía
I Parte
Así como en la Tercera Parte hablábamos de un terminus a quo de la
profecía, bueno será ahora dedicarnos a analizar el terminus ad quem.
Después de nombrar la salida
de la orden para restaurar y edificar Jerusalén, el v. 25 continúa:
“… hasta un Ungido, un
Príncipe, habrá siete semanas y sesenta y dos semanas…”.
Según este versículo, es
como que toda la profecía mirara a este Ungido, a este Príncipe, como a su fin
inmediato.
¿Quién es este Ungido, sino el mismo Jesucristo,
que luego de las sesenta nueve semanas será muerto?
¿Indica este versículo algún
momento preciso de la vida de Nuestro
Señor, o simplemente señala en general los tiempos aproximados de su primera venida?
Para responder a esta
pregunta dejemos hablar a Straubinger el cual, comentando el v. 26,
dice:
“Es muy difícil armonizar
esta grandiosa profecía con la cronología sagrada. Los exégetas católicos se
dividen dos opiniones: la primera de las cuales ve en este vaticinio una
profecía directamente mesiánica. Para sus representantes, el “Príncipe” y
“Ungido” no puede ser sino Cristo en persona y el número de las semanas
fijadas debe terminar con la vida y muerte del Mesías. Tomando como punto de
partida el año 445, año en que Artajerjes dio el permiso para reedificar
a Jerusalén (Neh. II, 1 ss) y teniendo en cuenta que Jesucristo
nació6-8 años antes de nuestra era, llegamos más o menos al año de la muerte de Cristo. La más exacta
coincidencia se consigue eligiendo como fecha inicial el año 458 en que Artajerjes
envió a Esdras a Palestina con plenos poderes (Esd. VII; cfr.
IX, 9). “Si tomamos como fecha del nacimiento de Jesucristo, el año
747 de Roma, es decir, siete años antes de la era cristiana, ese período (que
comienza con el año 458 a. C.) termina el año 39 del nacimiento de Jesucristo,
es decir, el año 32 de nuestra era. Las siete y sesenta y dos semanas deben
entenderse sin interrupción, formando un total de sesenta y nueve semanas; por
lo menos no hay necesidad de separarlas… por la importancia especial que
encierra la última semana y porque no ha de ser completa, la profecía la separa
de las demás… mas no es preciso buscar un
acontecimiento particular de la vida de Jesucristo, p. ej. el bautismo o el
principio de la vida pública” (Schuster-Holzammer)…”.
¿Será esto así?
Nos parece que la respuesta
debe ser una negativa absoluta.
Creemos que las profecías, además de ser literales, gozan de una gran precisión.
¿Realmente hemos de creer
casual el término “Príncipe” aplicado
a Jesucristo?
En varias oportunidades
Nuestro Señor rechazó ser aclamado por las turbas como Rey, y la razón que dio
es que “el tiempo no ha llegado aún
para Mí” (Jn. VII, 6).
¿En verdad cree el lector
que es una mera casualidad que los únicos relatos (hasta el domingo de
Ramos) en los cuales coinciden los cuatro Evangelistas, son la primera
multiplicación de los panes (Mt. XIV, 13 ss; Mc. VI, 31 ss; Lc. IX, 10
ss; Jn. VI, 1 ss), tras la cual quisieron proclamarlo Rey (Jn.
VI, 15) y la entrada triunfal el Domingo de Ramos en Jerusalén
(Mt. XXI, 1 ss; Mc. XI, 1 ss; Lc. XIX, 29-40; Jn. XII, 12-19)?
Pero esto no es todo. San
Lucas nos dejó las palabras de Nuestro Señor mientras bajaba del monte de
los Olivos cuando narró:
“Y cuando estuvo cerca,
viendo la ciudad lloró sobre ella y dijo: “¡Ah si en este día conocieras
también tú lo que sería para la paz! Pero ahora está escondida a tus ojos.
Porque días vendrán sobre tí, y tus enemigos te circunvalarán con un vallado, y
te cercarán en derredor y te estrecharán de todas partes; derribarán por tierra
a tí, y a tus hijos dentro de tí, y no dejarán en tí piedra sobre piedra,
porque no conociste el tiempo (τὸν καιρὸν[1]) en que has sido visitada”.
Como puede verse, Nuestro
Señor le reprocha a Israel no haber conocido el tiempo, el día, de su
visita, y si le reprocha ésto es porque debió haberlo conocido, y ¿de
dónde, preguntamos, si no es de las Setenta
Semanas de Daniel[2]?
Todo parece indicar que el día preciso
de la entrada del Rey de Israel estaba profetizado.
Por dos argumentos más se
verá que este día era especialísimo tanto en la vida del Mesías como en la del
pueblo de Israel:
1) En primer lugar tenemos que recordar que toda
la entrada triunfal está llena de alusiones al Salmo CXVII (CXVIII).
En efecto, allí se habla de la piedra que desecharon los constructores
(v. 22), se le aclama con las mismas palabras: “Bendito el que viene en el nombre de Yahvé” (v. 26), se
habla de una procesión de ramos frondosos
(v. 27), y sobre todo se hace alusión a un día específico, el día de Yahvé (v. 24)[3].
2) El llanto de Jesucristo sobre Jerusalén es
muy significativo. Dejemos hablar al P. Prat[4]:
“El Señor lloró (ἔκλαυσεν) sobre Jerusalén (Lc. XIX, 41). Κλαίειν
es “llorar” (un muerto), “lamentarse”; κλαύμα, lamentación. Por Lázaro, por el
contrario, San Juan había dicho (XI, 35) ἐδάκρυσεν “derramó lágrimas”. Esto es
más que un detalle”.
Esto nos indica que este día
revestía especial importancia para Jesucristo,
el cual lloró y se lamentó como nunca antes.
Ahora bien, tanto por Isaías (LXII, 11a)
como por Zacarías (IX, 9) sabemos que el Mesías iba a entrar
como Rey en Jerusalén, mientras que por Malaquías III, 1 sabemos que viene, más
precisamente, al Templo, pero en ningún caso sabemos el momento en que aparece.
¿De qué forma podían y debían saber los judíos que Nuestro Señor entraría ese día como
Rey?
Esto nos lleva a la segunda gran duda de este
versículo y es el cómputo de los años en la profecía, pero sobre esto
hablaremos en la segunda parte.
Vale!
[1] Comentando sobre el término griego Ὁ καιρὸς en Lc. XXI, 8, Fillion dice: “el tiempo por
antonomasia, el momento fijado para la inauguración del Reino mesiánico”.
[2] Nos parece que en vano se buscará en el resto de las Escrituras alguna
referencia a este día. La otra opción que queda es la Tradición (Kabbala), pero de esto no hay rastro
alguno, hasta donde sabemos.
[3] No se diga que este día es el Milenio, puesto que esto no hace más que
confirmar nuestra hipótesis, ya que si Israel hubiera reconocido al Mesías el Domingo
de Ramos, entonces hubiera tenido comienzo el Reino de facto de Jesucristo.
[4] Jésus-Christ, 1947, 16th edición, vol. II, pag. 203, nota 2.