Siempre tuvo al Paráclito
ante su pensamiento. ¿Se quiere un
ejemplo, que nos permite recordar, al mismo tiempo su manera de leer la Biblia?
(28 de enero de 1894). — Sexagésima. La liturgia de este día tan particularmente
dedicado a San Pablo nos inspira algunas reflexiones, sobre todo el Evangelio.
La "Simiente": el Padre; y su "Semilla"; el Verbo su Hijo,
que cae, en primer lugar, a lo largo del "camino", secus Viam, es decir sobre Él mismo, a
todo su largo; — en segundo lugar sobre la "piedra": La Iglesia;
después entre las "espinas" que son sollicitudines, divitiae et voluptates: La misma Corona de Jesús—;
por último en "buena Tierra": Canaán, la del Paráclito[1].
Y seguirá comentando de manera
translúcida el verso 26 del capítulo VII de la Primera Epístola a los
Corintios:
Escrito está en propios términos que este adorable Espíritu considerando
que no podemos saber lo que precisamos pedir o desear, "pide por nosotros
con gemidos inenarrables". "El Espíritu sopla donde quiere",
dijo Jesús, "y tú oyes su voz pero no sabes de dónde viene, ni adónde
va".
El Espíritu de Dios y las criaturas gimen pues a una, éstos porque
sufren de su degradación, o de su destierro, Aquél porque espera, con impaciencia
infinita, el cumplimiento de nuestra Redención, cumplimiento incomprensible que
no puede ser obrado más que por Él.
Pero está cautivo, a pesar de ser Dios. Tiene como "la intuición de
una especie de imposibilidad divina provisoriamente
concertada entre la Misericordia y la Justicia, en vista de alguna inefable
recuperación de Substancia dilapidada por el Amor[2]. Está cautivo, inconcebiblemente, hasta el momento en que reinará de
repente. Momento sublime que sorprenderá a todos los relojes y que el universo
espera desde millares de años.
¿Veis, al fondo del cielo
nocturno, esa estrella casi imperceptible que se asemeja a una gota de rocío o
a una chispa luminosa? Es un sol colosal, probablemente centro de atracción
para enormes globos invisibles. También él espera la hora, y puede que acabe
por extinguirse, a fuerza de esperar, no dejándonos más que la ilusión de su
luz a la distancia de un número incalculable de miles de millones de leguas. Si
tal ocurre tratándose de esa inanimada criatura, ¿qué habrá de pensarse del
hombre mísero, y de tantas generaciones como esperaron en gemidos o en
blasfemias continuas, sin siquiera saber claramente lo que ansiaban?
Los Patriarcas, los Profetas, los Santos esperaron la Hora divina.
También la ansiaron los criminales y la gente baja, pues es imposible no
haberla esperado. Esperáronla los que lloraron y los que hacían gemir, unos
porque ponían en ella su consuelo y los otros porque descontaban que con
ocasión de la misma, aumentaría su poder de hacer derramar lágrimas. Porque
todos, sin comprenderlo barruntaban al Dios de las Lágrimas. ¡El Dios de las
Lágrimas! ¿Qué significaban tales palabras? y ¿quién es ese Dios? No es otro
sino el Espíritu Santo[3].
He aquí algo, que
concuerda difícilmente con aquel ornato de destierro que atribuye a la
indefinible, sacrosanta, deslumbradora Schekhina,
la mística israelita, anterior según los rabinos, a Moisés en cuya inteligencia
estaba totalmente concentrada.
Acaso ¿no está condenada a
una especie de destierro la gloria de Dios hasta que el Mesías quede libertado
en su humanidad, hasta que Jesús cese de sufrir en sus miembros que son los
pobres o los inocentes torturados, hasta que haya llegado el fin de las
iniquidades y de la abominación social? Y pronto habremos de ver, al tratar de
la nación excepcional ("Non fecit taliter omni nationi") cuáles eran los
poderosos medios de liberación, previstos por León Bloy, siempre guiado por San
Pablo.
Queda por saber cómo el Espíritu Santo, que es la Tercera Persona divina
y por tanto el Desenlace del adorable proceso, viene a revelarse para muchos
cristianos (lo mismo que la Schekhina
para los Judíos) señalado con el sello del destierro y hasta parece según
testimonio del Apóstol, inclinado a las lamentaciones. Él, precisamente, de
quien se puede conjeturar que constituye algo así como la consumación del Ser
en la alegría, la embriaguez de Dios, la gloria y esplendor sagrado del Amor.
Él, cuya propiedad (personae proprietas) sería el puro triunfo,
¿puede ser objeto de una definición en la que se nos ofrece el aspecto de un
lamento ininterrumpido? Tal vez haya que suponer que este aspecto no se ofrece
sino en una creación caída, esto es, en condiciones formalmente hostiles. La gloria
adoptó la forma del dolor y todo quedó trastocado, en una situación de vuelco
inextricable[4].
Así como el tiempo huye de la eternidad, del mismo modo impiden el paso a la
luz del Amor los materiales carnales tras los cuales estamos encerrados. No reconocimos al Verbo cuando descendió a
este mundo, y, en cuanto al Espíritu Santo, ¿no resulta acaso normal el que
sea, a su vez un objeto de odio para el mundo? Esto es precisamente lo que
exponía León Bloy de modo algo vulgar cuando decía que habíamos hecho sufrir a
Jesús los más atroces padecimientos, pero que reservábamos otros,
ininteligiblemente más crueles para el Paráclito. Y, al comparar a Jesús con la pobreza y al Espíritu
Santo con la miseria, evocaba idénticas proporciones: ¿acaso no se confunde con
la miseria la pobreza cuando se la lleva hasta el extremo, es decir, hasta la
gloria?
Y ¿qué venían a ser el
deseo del exceso divino, y la súplica
diaria a Dios para que venga su Reino, su Gloria, y con ellos esa locura de la
Cruz, esa sed del martirio por ellos engendrada; qué venían a ser
efectivamente, sino la espera dolorosa del Pentecostés supremo, tal como era
adivinado por León Bloy?[5]
El aspiraba
inmoderadamente al consuelo universal, es decir a la beatitud y creía que nadie
podía ser verdaderamente consolado, mientras residiera sobre la tierra un Dios
que adopta el lenguaje angustiado de los hombres para decir, como el Salmista:
"Busqué a alguno que me consolara y no lo encontré".
Sobre la espera del Espíritu Santo se injertaba para León Bloy el dogma
de la Comunión de los Santos. Meditábalo todos los días y penetró sus repliegues,
con los ojos cerrados según su costumbre, pero con los ojos abiertos sobre los
resplandores interiores. Prolongaba la idea de la reversibilidad, formulada por
Joseph de Maistre, hasta el punto de hacer singularmente sensible su percepción.
Es cierto que su genio literario le ayudaba a ello. Pero nadie como él, que yo sepa, convence tanto del alcance de nuestras
acciones buenas o malas mostrando, bajo una luz terriblemente patética, la
contrapartida inmediata. No hay nada en este mundo de cuanto desaprovechamos en
materia de la carne, que no haya de ser pagado formidablemente en otra parte.
Nada de cuanto suprimamos de la totalidad,
por lo que no haya de subvenir aquí o allá alguien,
conocido o desconocido, pasado, presente o futuro.
Ahora bien, hasta en este terreno, recuerda León Bloy la inspiración
judía. Un mito de los hassidim[6] quiere que la Schekhina esté simbolizada por un carro: la Merkabah, el carro de la Gloria de Dios. Este es el carro que está
errante; es Él, el divino desterrado, el gran peregrino de la luz que llora.
Cuando se pide a un Judío iniciado lo que entiende por la Schekhina, "habitación" de Dios, puede responder:
"La Iglesia". Y el mito de los
hassidim es el siguiente: el carro de
la Gloria de Dios está constituido por la reunión de los fieles, aquellos que
guardan la Promesa; corresponde a un bloque necesariamente compacto en razón
del Dios que lo conduce y que le impone su propia unidad santa. No debe existir
en este bloque ningún hiato ni agujero. Pero, si una de las partes llegara a
pecar, inmediatamente se forma un vacío, que compromete la unidad del carro;
entonces es indispensable que los demás fieles produzcan un suplemento de
virtud, excediendo su medida de justicia, para llenar el vacío execrable y que
no falte nada, por defección de uno o de varios, a la composición de la Gloria
de Dios. Pues es tan grande la solidaridad del carro que los demás deben asumir
el trabajo de los desertores.
¿No podría ser representado por esta alegoría luminosa de los hassidim, el dogma entero de la Comunión
de los Santos, que proviene aparentemente de la misma fuente escrituraria que
las afirmaciones de San Pablo referentes al Cuerpo místico de Nuestro Señor Jesucristo,
esa Iglesia indivisible, sobrenatural compacta,
católica y una, en la cual somos llamados a ser las piedras vivientes o los
átomos materiales y que nos hace a los unos miembros de los otros, bajo el Jefe
sagrado y alrededor de un solo Corazón?
¡Y cuán profundo tenía
también Bloy el pensamiento de la repercusión de nuestras acciones en el
universo! ¡Ah! era muy católico en
esto, y toda la grandeza de su pensamiento y de su arte es el resultado
probante de ello. Como pensador no retrocedía ante ningún vértigo: su ceguera,
que le hacía titubear continuamente, le otorgaba derecho a ello. Como artista,
quería ante todo poseer la plenitud, y la escala de comparación no le parecía
nunca bastante titánica. Pasaba en pocas sílabas desde el reino del ángel a las
profundidades de la abyección. Siendo un coloso sopesaba todas las cosas, y
convengo en que a veces lo hizo sin mucho pudor; pero jamás envilecía el
espíritu; era como un changador que cargaba de todo...
Este ciego que empujaba en
su camino a los importunos y a los impacientes, comprendía, por el contrario,
en forma desmedida, la voz de las cosas y en particular los gemidos de toda
criatura fecunda que responde a los sollozos del Espíritu Santo. Era preciso
que tuviera oído fino y facultades de intuición maravillosos, para percibir el
ruido que, por ejemplo, hace a través de los mundos la caída de una moneda,
dada a regañadientes, a un pobre, "que atraviesa la mano del necesitado,
cae, perfora la tierra, horada las estrellas, traspasa el firmamento y compromete
al universo"...[7]
Oía también "el
clamor inmenso" de los Difuntos "que sacude los Tabernáculos del
cielo" y viene a juntarse espontáneamente a los gritos y lamentaciones de
todos los vivientes desheredados, para acompañar los suspiros voluptuosos de
los que gozan en su cuerpo.
"Sé muy bien, que me dirás que la vida sería imposible si se
pensara continuamente en todas estas cosas, y que no habría un minuto de
felicidad. No digo lo contrario. Depende de lo que entendáis por Felicidad.
El Sacramento, no lo ignoro, te autoriza a gozar de tu marido, y sería temerario
pretender que el acto por el que quizá concebirás un hijo, carece de
importancia en el rodar del mundo.
No pretendo, ¡oh heredera de la Eternidad, sino insinuarte una
percepción cabal de la hora que pasa! ¡La hora que pasa! Observa ese desfile de
sesenta Minutos frágiles, de talones de acero, cada uno de los cuales aplasta
la tierra...
¿Sabéis de qué está formado el silencio de vuestra cámara nupcial? Os lo
diré. Está formado de muchos miles de gritos de dolor por segundo, prodigiosamente
simultáneos y unidos que se neutralizan de una manera absoluta y eso equivale a
un inescrutable Silencio”[8].
Marchenoir, autor de este "sombrío epitalamio"
del que extraemos el fragmento anterior, lo tituló por dolorosa ironía, La Hermosa Hora de las Nupcias.
¡Cuidemos sin embargo de deducir de aquí un moralismo austero de León Bloy! Este romántico conocía
demasiado los huracanes de sangre, las tempestades de carne, para pretender que
se libra uno fácilmente de la naturaleza. Pero comprueba con su genio,
dirigiendo la luz sobre un punto de la vida cotidiana, que todo, hasta lo que
está permitido, es atrozmente deplorable a causa del pecado original y de la
Caída, su universal corolario.
Por consiguiente, no cabe para los hijos de Adán, sino
retirarse llorosos "sub umbra alarum tuarum", ¡oh Paloma palpitante de Dios!, ¡oh Schekhina eucarística!, ¡oh
Personificación del Amor mismo! Según Bloy, no hay otra salida.
[1] Le Mediant Ingrat.
[2] Esta frase ha sido extractada de Le Désespéré. Nos parece como la
"llave maestra" de la metafísica de León Bloy.
[3] Dans les Ténèbres, L'Avènement inimaginable.
[4] Por algo decía León Bloy que "el milagro
es la restitución del orden”.
[5] Laméntase su necesidad manifiesta de materializar exageradamente conceptos
que desde luego debieran haber permanecido en la abstracción. Pero el genio de Bloy acababa fatalmente en el drama
humano. Siempre veía las cosas en plena carne, lo mismo que un artista pinta a
plena pasta.
[6] Los hassidim o "piadosos" son una secta
que nació en Polonia en el siglo XVIII, alrededor del Baal-Chem-Tób y que luego
impregnó fuertemente las conciencias en las masas israelitas de la Europa
Oriental. En verdad se llamaba
ya hassidim a los compañeros de Judas el Hassid, quien arrastraba a
principios del mismo siglo, muchedumbres hacia Jerusalén donde pretendía que
había venido el Mesías. Les predicaba la penitencia y la mortificación. Pero
sus discípulos al no encontrar a nadie en Jerusalén quedaron decepcionados y se
dispersaron. Sin embargo, cuando se
habla del "hassidismo" trátase de la doctrina de Israel de Miedziboz,
Baal-Chem-Tob, según dice también el Besht. Compenetrado de la Sagrada
Escritura, el hassidismo se nutre de las fuentes de la Kabbala. No hace sino
tomar las enseñanzas del Zohar y las más elevadas
instrucciones de Isaac Louria, para aplicarlas a la vida, para ponerlas en
práctica. Los hassidim, no se
entregan menos a la alegría y al fervor que a un ascetismo muy cercano del de
los contemplativos. El Baal-Chem quiso libertar a los israelitas del rigor del
formulismo rabínico, invitándoles ante todo a un profundo trabajó interior; les
enseñó una sabiduría que no deja de tener analogías con la de nuestro San
Francisco de Asís, por la sencillez, por la pureza de las intenciones, el espíritu
candoroso y el sentimiento fraternal con la naturaleza. Para tener una idea
completa del hassidismo, debe leerse el hermoso libro de Juan de Menasce: Quand Israël aime Dieu.
[7] No puedo privarme de citar por entero el párrafo de Le Désespéré que contiene esta magnífica
aserción: "Nuestra libertad es
solidaria del equilibrio del mundo y eso es lo que hay que comprender para no
espantarse de la profundidad del misterio de Reversibilidad que es el nombre
filosófico del gran dogma."
[8] La Femme Pauvre, segunda parte.