V
COMUNICACIÓN DEL PRINCIPADO DE SAN PEDRO
Por la voluntad de la sede de Pedro.
San Pedro, vicario de Jesucristo, es la cabeza única y el monarca
universal de la Iglesia católica. Está por encima del episcopado, porque ocupa
el lugar y ejerce el poder del príncipe de los obispos.
Todos los obispos se inclinan bajo su cetro pastoral y soberano; pero en
la plenitud de su sacerdocio y en la sublimidad de su orden no reconocen por
encima de ellos más autoridad que la suya, que es la de Jesucristo mismo.
De aquí se sigue que por sí mismos son todos iguales bajo esta única soberanía.
Sólo el vicario de Jesucristo puede, pues, establecer distinciones y cierto
orden en su colegio, porque estando sólo él en posesión de una autoridad
superior a la de ellos, puede elevar a algunos de los miembros de este colegio
encima de los otros, comunicándoles, en la medida que a él le place determinar,
alguna parte de su principado.
Desde los orígenes usó de
este poder y dio así toda su perfección a la constitución de la Iglesia
universal.
En efecto, fácilmente se
echa de ver que el gobierno de este inmenso imperio de las almas no puede
ejercerse útilmente si todos los pastores del mundo sólo forman una multitud
confusa por debajo de su única cabeza. Conviene
en gran manera que esta cabeza distribuya su acción por medio de intermediarios
que sean sus auxiliares y sus lugartenientes, llamados por él mismo, «no ya a
la plenitud del poder, sino a una parte de la solicitud»[1].
Así el vicario de Jesucristo hace que algunos rayos de su
primado se proyecten sobre algunos de sus hermanos, a los que eleva por encima
de los otros obispos, pero sólo en cuanto son como imágenes de él mismo y como
otros él mismo y le representan en la medida de poder superior que les
comunica.
Con esta sabia disposición
está distribuido el episcopado en regiones y en provincias bajo los jefes
locales que están a su cabeza; todo se ordena así sabiamente, y el gobierno no
crea ninguna confusión.
Por lo demás, al misterio de la Iglesia conviene que cada una de sus
partes reproduzca como en pequeño y como en compendio la economía de la figura
del cuerpo entero.
Dejemos la palabra a san León: “Todos los apóstoles son iguales, y sólo a san Pedro se le dio presidir
a todos los demás. Así se imprime a la Iglesia la forma de Pedro (forma Petri)”. Ahora bien, continúa este
santo doctor, «de esta forma» primera de la Iglesia universal «salió la
distinción de los obispos; y con una sabia y grande reglamentación se
estableció que no esté todo confusamente abandonado a todos, sino que, por el
contrario, en cada provincia un obispo distinto posea la primera autoridad y que,
análogamente, en las grandes ciudades reciban otros una solicitud más extensa,
a fin de que, siendo como el vínculo del mundo, hagan confluir todo el cuidado
de la Iglesia universal en la única cátedra de Pedro y ningún miembro de este
gran cuerpo pueda jamás separarse en nada de su cabeza”[2].
Tales son la sustancia y
el fundamento de las grandes sedes y de las metrópolis. Los obispos que las
ocupan reciben todo lo que son por encima de sus hermanos, no del episcopado,
sino de san Pedro mismo. El obispo de
Jerusalén, sucesor de un apóstol, no tenía en la antigüedad ninguna jurisdicción
superior en medio de sus hermanos: dependía de un metropolitano; y Santiago
sólo había dejado en su sede el honor del episcopado a fin de que se hiciera
patente que toda primacía tiene otro origen y es una irradiación del principado
de san Pedro. Los patriarcas y los metropolitanos no son, pues, sino sus
órganos y hacen presente su primacía en la medida que él mismo juzga oportuno
determinar.
Por lo demás, esta
doctrina fue declarada expresamente por el Papa
Benedicto VI: «Los sucesores de san
Pedro fueron quienes establecieron, según las necesidades de los lugares,
arzobispos cabezas de los obispos para ocupar su lugar en las Iglesias, ya que
ellos no podían gobernarlas todas por sí mismos»[3].
El Papa Pío VI estableció
fuertemente la misma doctrina escribiendo a los obispos alemanes, electores del
imperio: «Decidme, os ruego, vosotros
que en calidad de metropolitanos estáis elevados por encima de los otros obispos,
decidme de dónde provienen esas distinciones en el episcopado. ¿Será por
derecho divino? Pero el orden del episcopado es único e igual en todos los
obispos. ¿Acaso de un concilio universal? Pero mucho antes de que se pensara en
reunir tales concilios había obispos a la cabeza de otros obispos. ¿Acaso de
los concilios provinciales? Pero éstos no habrían podido reunirse si no hubiera
habido ya provincias con metropolitanos a su cabeza ¿Acaso de un acuerdo mutuo?
Pero ningún obispo tenía derecho a rebajar una autoridad divinamente instituida
para sujetarla a un metropolitano. Así pues, sólo la autoridad suprema de Pedro
y de sus sucesores fue capaz de dar a unos obispos poder sobre otros obispos»[4].
Y no se objete aquí la
dificultad de hallar en cada erección de una sede principal un acto positivo de
la autoridad del Sumo Pontífice.
San Pedro estableció las sedes patriarcales, como lo proclama toda la antigüedad,
y en lo sucesivo bastaba con el consentimiento de los patriarcas para el
establecimiento de los metropolitanos inferiores. Pero hay más: una ley
eclesiástica general bastó para este establecimiento en toda la Iglesia; y en
virtud de esta ley desde los primeros tiempos los varones apostólicos pudieron
ordenar por todas partes sedes principales sin que por ello cambiara de
carácter la institución. Porque es patente que semejante ley no tiene fuerza
sino por la autoridad o la voluntad soberana del cabeza de la Iglesia, tanto
que al fundar estas sedes en virtud de esta ley primitiva, los apóstoles
mismos, si es que hay que remontarse hasta ellos, y después de ellos sus
primeros discípulos, daban a san Pedro representantes, que solo por razón de
esta cualidad venían a ser superiores a sus hermanos.
Esta ley general permitía
atribuir una primacía local a ciertas Iglesias, más tarde, por analogía con
estas primeras y más antiguas instituciones, se trató de extender este
privilegio a todas las capitales de las provincias civiles; pero la Iglesia
declaró más de una vez que no estaba obligada a seguir las disposiciones
políticas de los Estados y que había que atenerse a las primeras antiguas
instituciones o recibir de ella misma la institución de las nuevas metrópolis[5].
Es lo cierto que, sin gran
dificultad, se puede comprobar la existencia de esta ley común desde el tiempo
mismo de los apóstoles, por lo menos en su aplicación general. En efecto, toda
la antigüedad nos declara que san Pedro
estableció por sí mismo y expresamente las tres sedes principales de Roma, de
Alejandría y de Antioquía. Hallamos luego las grandes sedes de Asia, del Ponto
y de Tracia. Es posible que en un principio no hubiera otras sedes principales.
En esta hipótesis, y para
dar comienzo a este pequeño número, basta con la institución positiva y
especial de san Pedro, y no hay
necesidad de recurrir a una ley universal para explicarlo.
Sin embargo, ya en tiempos del Papa Víctor I (189-199)[6] y en vida de los discípulos inmediatos de los apóstoles, vemos por
todas partes a las metrópolis en posesión de su primacía local. Pensamos,
por tanto, que esta institución de las sedes superiores, considerada como una
ley de la Iglesia universal, comenzada con la institución positiva que hizo san Pedro de las primeras entre estas
sedes y que debía ser común a toda la
Iglesia, forma parte del depósito de las tradiciones apostólicas. El
tiempo no ha hecho sino desarrollarla, ya por disposición expresa de los
obispos de las primeras grandes sedes, que determinaría poco a poco las
circunscripciones inferiores, ya en lo sucesivo
por la aplicación, convenida tácitamente, de una forma semejante a todas
las provincias.
Esta ley apostólica
universalmente recibida y practicada es la que celebra san León en el texto que antes hemos citado y que habla de una
«grande reglamentación». En la aplicación que se hizo de ella reconoce él la forma Petri impresa a todas las provincias[7].
Aquí se descubren ciertamente los caracteres de las leyes y de las
instituciones apostólicas. Es una institución universal y tan antigua que no se
le puede asignar ningún comienzo en la sucesión de la historia de la Iglesia ni
se designa ningún pontífice ni concilio que la estableciera. Los antiguos
hablan de ella como de la regla antigua de los padres, sin designación particular.
Es, dice el concilio de Antioquía, «el canon en vigor desde los comienzos»[8].
Este estatuto antiguo y
general es el que el Concilio de Nicea, después de los cánones apostólicos[9] y los monumentos de la tradición
primitiva[10]; proclama y prescribe que
se observe inviolablemente[11].
Pero es necesario observar con el Papa san Bonifacio que este concilio,
constituyendo en ley conciliar — por su célebre canon 6 — esta antigua institución
de las sedes principales, no se permite reglamentar nada a propósito de la Santa
Sede apostólica de su primado sobre el universo. Es que este primado, por ser
de derecho divino, no podía ser objeto de una ley conciliar.
«El gobierno y todo el estado de la Iglesia reposa sobre esta sede, dice
este gran Papa. Las disposiciones del concilio de Nicea no atestiguan otra
cosa, de tal modo que este concilio no pretendió establecer nada a propósito de
dicha sede, viendo que no podía conferirle nada que no estuviera por debajo de
sus derechos, pues sabía que la palabra de Dios se lo había dado todo»[12].
Así el canon del concilio guarda silencio a propósito de la prerrogativa
pontificia; o, si se quiere leer como fue leído en el concilio de Calcedonia,
se limita a una simple declaración: «La Iglesia romana tuvo siempre la primacía»,
y reserva el estilo imperativo del legislador para el resto del canon que es de
derecho eclesiástico[13].
Esta diferencia de estilo fue quizá la que hizo desaparecer de la mayoría de
los ejemplares —como algo que no pertenecía a la ley o al canon propiamente
dicho— esta declaración que, por lo demás, no fue discutida en Calcedonia.
Esta distinción entre la
institución divina del Sumo Pontificado y la institución eclesiástica de las
otras grandes sedes es necesaria al comienzo de este tratado, y es hermoso ver
al Espíritu Santo, según la doctrina de este antiguo Papa, declararlo por la
voz del primer concilio ecuménico en el decreto mismo en que este concilio
formula la constitución apostólica de las Iglesias.
[1] San León, Carta 14, a Anastasio, obispo de
Tesalónica, 1; PL 54, 671: “Hemos
confiado nuestras funciones a tu caridad para que seas llamado, no a la
plenitud de nuestro poder, sino a una parte de nuestra solicitud”.
[5] San Inocencio I (401-417), Carta
24, a Alejandro, obispo de Antioquía, 2; PL, 20, 548-549; Labbe 2, 1269: “Me preguntas si después
de la división de las provincia, establecida por el emperador, así como hay dos
metrópolis, hay que nombrar también dos obispos metropolitanos; pero has de
saber que la Iglesia no debe sufrir de las variaciones que introduce la necesidad
en el gobierno temporal, que los honores y los departamentos eclesiásticos son
independientes de los que el emperador juzga oportuno establecer por sus
intereses. Por consiguiente, es preciso que el número de los obispos
metropolitanos siga conforme al antiguo trazado de las provincias”; cf. Pío VI, carta Quod aliquantum, al
episcopado francés (10 de marzo de 1791). Cf. Concilio de Calcedonia (451)
sesión 4, Labbe 4, 544; Mansi 7, 90: “Ningún rescripto imperial
valdrá contra las reglas, síganse las reglas de los padres”.
[7] Id., Sermón 4, en el aniversario de su consagración, 3; PL 34, 151: «El
derecho del poder, de su poder (de Pedro)
pasó también a los otros apóstoles, y la constitución de este decreto se
extendió hasta todas las cabezas de Iglesia; pero no en vano se confió a uno
solo lo que fue comunicado a todos. En efecto, esto es confiado personalmente a
Pedro porque la forma de Pedro está puesta por encima de todos
las otros cabezas de Iglesia.»
[8] Concilio de Antioquía (341), can. 9; Labbe 2, 566; Mansi 2,
1311; Hefele 1, 717: «Los obispos de
cada provincia deben saber que el obispo puesto a la cabeza de la metrópoli
está igualmente encargado del cuidado de la provincia entera...
Consiguientemente se dispuso que ocupara el primer rango en cuanto a los
honores, y que los otras obispos (de acuerdo con el antiguo canon promulgado
por nuestros padres y que tiene siempre fuerza de ley) no pudieran hacer nada
sin él...».
[10] Concilio de Laodicea (entre 343 y 381), can. 12; Labbe 1, 1498; Mansi 2, 565: “Debe ponerse a los obispos al frente del gobierno de
la Iglesia según la decisión del metropolitano y de los obispos vecinos, aunque
después de que se tenga suficiente convicción de su ortodoxia y de sus buenas
costumbres»; cf. Hefele 1, 1005.
[11] Concilio de Nicea (325), can. 6; Labbe 2, 31; Mansi 2,
670-671: «Manténgase la antigua costumbre en uso en Egipto, en Libia y en la
Pentápolis, es decir, que el obispo de Alejandría conserve la jurisdicción
sobre todas (estas provincias), pues se da la misma relación que en el caso del
obispo de Roma. Deben igualmente conservarse sus antiguos derechos a las
Iglesias de Antioquía y a las otras eparquías (provincias)»; cf. Hefele 1, 554.