LA
SABIDURIA CONSIDERADA COMO SERENIDAD
I
La sabiduría que imploró Salomón se sintetiza en
el "saber que ella trabaja con nosotros a fin de que sepamos lo que a
Dios agrada" (Sab. IX, 10). Al iniciar nuestro empeño por
buscarla, nos consuela el saber de antemano que la conseguiremos, porque
"el que la necesita no tiene más que pedirla a Aquel que da copiosamente,
sin zaherir a nadie” (Sant. I, 5).
Porque "todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que
llama se le abrirá” (Luc. XI, 10).
Más aún, la sabiduría "se anticipa a aquellos
que la codician, poniéndoseles ella misma delante”. Por tanto, quien la buscare
"no tendrá que fatigarse, pues la hallará sentada en su misma puerta”
(Sab. VI, 14-15). Y esto es porque el Divino Padre, que es bueno,
"dará el buen espíritu a quien se lo pida", así como nosotros,
"que somos malos, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, y no les damos
una piedra cuando nos piden un pan” (Luc. XI, 11-13).
Por donde se ve que el desear la sabiduría es ya la seguridad
de alcanzarla, y esto lo expone la Biblia en forma de sorites, en un pasaje
maravilloso que es quizá la única
argumentación silogística en el Antiguo Testamento (más marcadamente que en Rom.
V, 2-5 y I Ped. I, 5-7) y que denuncia la procedencia alejandrina
del autor del Libro de la Sabiduría.
Dice éste, en efecto: "El principio de la sabiduría
es el muy sincero deseo de instrucción; la premura de instrucción, es amor; el
amor es ya guardar sus leyes; la atención prestada a esas leyes, es signo de
incorrupción; la incorrupción (inmortalidad) da un lugar junto a Dios. Luego,
el deseo de la sabiduría conduce al Reino eterno” (Sab. VI, 17-20).
II
Vemos, pues, que el desear la sabiduría es ya el
comienzo de la misma. Y hay más: "No pudiendo obtenérsela sino como un
don, es ya señal de sabiduría el saber de quién viene tal gracia" (Sab. VIII,
21). Y aquí hemos de señalar una característica que hemos expuesto en la
Introducción al Libro de los Proverbios, donde decíamos: "Casi todos los
pueblos antiguos han tenido su sabiduría, distinta de la ciencia, y síntesis de
la experiencia que enseña a vivir con provecho para ser feliz. Aún hoy se
escriben tratados sobre el secreto de triunfar en la vida, del éxito en los
negocios, etc. Son sabidurías psicológicas, humanistas, y como tales, harto
falibles. La sabiduría de Israel es toda divina, es decir revelada, por Dios,
lo cual implica no sólo la infalibilidad, sino mucho más. Porque no es ya sólo
dar fórmulas verdaderas en sí mismas, que pueden hacer del hombre el autor de
su propia felicidad, a la manera estoica; sino que es como decir: Si tú me
crees y te atienes a mis palabras, Yo tu Dios, que soy también tu amantísimo
Padre, me obligo a hacerte feliz, comprometiendo en ello toda mi omnipotencia".
Esto decíamos para señalar el carácter y el valor
eminentemente religioso de los Proverbios, aún cuando ellos no tratan de la
vida futura sino de la presente, ni hablan de premios o sanciones eternos sino
temporales. Cuánto más no ha de aplicarse tal visión cuando se estudia la
sapiencia según el Libro de la Sabiduría, donde se la presenta, no ya como
virtud de orden práctico que desciende al detalle de los problemas temporales,
ni tampoco —según hace el Eclesiastés—, como un concepto general y
antihumanista de la vida en sí misma, sino como una sabiduría toda espiritual y
sobrenatural, verdadero secreto revelado por Dios.
Esa sabiduría es tal que “juntamente con ella nos
vienen todos los bienes, y recibimos por su medio innumerables riquezas” (Sab.
VII, 11). Y por ella nos vienen también "las grandes virtudes, por ser
ella la que enseña la templanza, la prudencia, la justicia y la fortaleza, que
son las cosas más útiles a los hombres en esta vida (Sab. VIII, 7).
Resulta, pues, evidente que conocer el modo de
llegar a la sabiduría, es tener la receta infalible para librarnos de toda
imperfección que pueda hacernos olvidar lo que agrada al Padre y alejarnos de
la perfecta unión con El, la cual se mantiene conservando la paz. Esa es la paz
que Jesús deseaba y comunicaba, al saludar a todos invariablemente con la
fórmula hebrea: "La paz sea con vosotros", o "La paz sea en esta
casa"; o al empezar el mayor de sus discursos (Juan 14, 1 s.) diciendo a
los suyos: "No se turbe vuestro corazón".
Esa paz prometió Cristo como un don genuinamente suyo y
procedente de El, pues que El se presentó como la Sabiduría encarnada: "La
paz os dejo, mi paz os doy... Que vuestro corazón no se turbe ni tema" (Juan
XIV, 27).
Así se manifiesta que Jesús consideraba la paz como
de una importancia espiritual absolutamente básica, condición previa para todo
lo demás. El, que no vino a destruir el Antiguo Testamento sino a confirmarlo y
perfeccionarlo, acentuaba así la norma que los Proverbios nos dejaron como suma
enseñanza: "sobre toda cosa
guardada, guarda tu corazón, porque de él manan las fuentes de la vida"
(Prov. IV, 23).
III
Para mejor apreciar el valor de la sabiduría, conviene
presentarla en claroscuro o contraste con la ordinaria condición de los
mortales, que el hijo de Sirac en el divino libro del "Eclesiástico"
nos señala con estas palabras: "Una molestia grande es innata a todos los
hombres y un pesado yugo abruma a los hijos de Adán, desde el día en que
salen del vientre materno, hasta el día de su entierro en el seno común de la madre”
(Ecli. XL, 1).
El miedo es la característica de ese estado
de naturaleza caída en que nos encontramos normalmente. No se trata del miedo
excepcional, característico de la mala conciencia que, como dice Moisés, huye
sin que nadie persiga (Lev. XXVI, 17), y, como dice David, tiembla de terror
donde no hay motivo (Salmo LII, 6). Se trata del miedo en su acepción más lata,
y de él poseemos una definición admirable que nos da el Sabio del Antiguo
Testamento.
El Libro de la Sabiduría, según la Vulgata, nos, dice
que “no es otra cosa el miedo sino el pensar que está uno destituido de todo
auxilio” (Sab. XVII, 17). El texto griego (v. 12) define el miedo como "el
abandono de los recursos que nos daría la reflexión”, cosa que, según sabemos, puede
llegar hasta el terror pánico que casi enloquece.
En contraste con tal situación de ánimo, el
Salmista nos muestra, como propia del sabio, esta característica: "No
temblará las malas noticias". Y agrega que su corazón es inconmovible y no
temerá ante sus enemigos, antes bien los despreciará hasta que los vea abatidos
(Salmo CXI, 7-8).
¿Es esto el valor estoico? No, pues no se funda en la
propia suficiencia, siempre harto falible, sino en la seguridad de una
indefectible protección. El miedo es, pues, contra la fe, esa fe de la cual
sabemos que es la vida del justo, como expresa el Apóstol de los gentiles en la
Epístola a los Romanos (I, 17).
IV
Otro aspecto de la sabiduría considerada como
serenidad, estriba en su carácter universalista (podría decirse totalista),
que no se altera, de alegría ni de tristeza, por acontecimientos cuyo interés
sólo es parcial. Su aspiración no tiene límites, busca lo supremo porque vive
en lo absoluto.
Así, pues, cuando las propias obras parecen
prosperar, ella no se entrega a la complacencia, según suele hacerlo el hombre
natural, en tanto sufre la humanidad entera. Ni tampoco se aflige demasiado al
ver que desborda lo que San Pablo llamó "el misterio de iniquidad” (II Tes. II, 7), por lo mismo que lo tiene ya
previsto según las profecías.
A este respecto, el Salmo XXXVI de David ofrece
una gran luz, que se aclara aún más si consultamos el original hebreo. En
efecto se nos exhorta a no envidiar a los que obran la iniquidad, aunque nos parezca
que los vemos triunfar, porque pronto se marchitarán y secarán como el heno. El
texto hebreo precisa más el concepto, diciendo: “No te acalores a causa de
los malos”. Y lo mismo más adelante (v. 8), en lugar de: “No quieras
ser émulo en hacer el mal”, el hebreo dice: “No te irrites, pues sería para
mal”. De ahí que S. Isidro de Sevilla recomiende la lectura y meditación
de este Salmo como medicina contra las murmuraciones y contra las inquietudes
del alma.
Vemos, pues, que aún la santa indignación que nos lleva a
alarmamos ante la maldad triunfante, es atemperada por la sabiduría.
Muchos otros Salmos, p. ej. el XLVIII , y
especialmente el LXXII explican igualmente el problema del mal que se
impone y de la prosperidad que suele gozar el malvado, para enseñarnos a no
turbamos y a no temer. Por lo que hace a esta actitud valiente del sabio frente
al mal, y aún a la persecución propia, pueden verse muchas otras sentencias
—cuya exposición aquí nos llevaría muy lejos,— en los Salmos III, 7; XXII,
4; XXVI, 1; LV, 5; CXVII, 6; Mat. X, 28; Rom. VIII, 31, etc.
V
Pero hay todavía otra enseñanza muy profunda de la
Sabiduría, para utilidad de todo hombre deseoso de cumplir esa misión que a
todos nos alcanza, de difundir la verdad y el bien entre sus semejantes.
Hallamos esa lección en la fórmula lapidaria de San Lucas: "Semen
est verbum Dei": la palabra de Dios es semilla.
Quiere decir que el sembrador ha de contentarse
con dejar caer la semilla. ¿Quién pensaría en golpear la tierra para apresurar
la germinación? La vida en germen, la planta, no está en la tierra, sino en el
grano, y de ahí el valor inmenso de la palabra, valor que depende de su calidad.
Pero la tierra no puede ser forzada, y si ella no es propicia, en vano pretenderíamos
cosechar.
Se revela aquí otro aspecto interesante y eminentemente
práctico de la sabiduría considerada como serenidad, porque aquí ella nos dice que,
aún en la materia más importante, como es el celo por la verdad, no hemos de querer
hacer violencia. Cuando los fariseos se escandalizan de su desnuda sinceridad,
Jesús, lejos de discutir con ellos, dice a los suyos: “Dejadlos: son ciegos que
guían a ciegos" (Mat. XV, 14). Y cuando El envía sus discípulos a evangelizar
“como corderos entre lobos", y, les anuncia la persecución como un sello
de autenticidad, no les manda imponerse, ni discutir, sino al contrario:
"Si no os reciben y no escuchan vuestras palabras, salíos de aquella casa
y de aquella ciudad, sacudiendo el polvo de vuestros pies” (Mateo X, 14).
VI
Agreguemos, para terminar, un capítulo más íntimo. El que
se refiere a la felicidad interna, cuya perennidad nos
garantiza la Sabiduría.
Empieza por la paz inconmovible de la conciencia, y nos
dice: “Si ves que has sido fiel, don de Dios es esa fidelidad que te llena
de gozo. No te gloríes”.
"Después que hubiereis hecho todas las cosas que
se os han mandado (por Dios), habéis de decir: “siervos inútiles somos"
(Luc. XVII, 10).
Si ves que has sido infiel, y estás de ello pesaroso,
también es don de Dios esa contrición que te pone tan cerca de El como cuando
eras fiel, porque el corazón contrito es el sacrificio grato a Dios (Salmo L).
Lo es por razón de amor paternal, pues El sabe esa gran paradoja de que ama
menos aquél a quien menos se le perdona" (Luc. VII, 47).
Sapientia sapida scientia,
dice S. Bernardo, esto es: la sabiduría es ciencia sabrosa, que entraña a un
tiempo el saber y el sabor. Es decir que probarla es adoptarla
pero también que nadie la querrá mientras no la guste; porque ni puede amarse
lo que no se conoce, ni tampoco se puede dejar de amar aquello que se conoce
como soberanamente amable.
Hay, pues, que buscarla, porque, “si alguno de vosotros
tiene falta de sabiduría, pídasela a Dios, que a todos da copiosamente sin
zaherir a nadie" (Sant. I, 5). Más aún, la sabiduría, "se
anticipa a aquellos que la codician, poniéndoseles ella misma delante”. Por lo
tanto, quien la buscare, "no tendrá que fatigarse, pues la hallará sentada
en su misma puerta" (Sab. VI, 14-15). Y esto es porque el Divino
Padre, que es bueno, dará el buen espíritu a quien se lo pida (Luc. XI, 15).