Fuente: Estudios Bíblicos XI (1952), pag. 157 ss.
Autor: P. González Ruiz, José M.
II. AMPLITUD Y ALCANCE DE LA
GRANDEZA FUTURA
DEL PUEBLO DE ISRAEL.
Todas
las profecías referentes a la suerte futura de Israel coinciden en anunciar una
situación privilegiada para el pueblo escogido, que
a) se refiere al menos a primera
vista, a la colectividad etnográfica de la descendencia de Abrahán,
b) tiene siempre una intención
final religioso-mesiánica, aun cuando las profecías estén envasadas en promesas
de prosperidad material, y
c) incluye constantemente la
destinación de la tierra de Canaán, como el lugar de citas de todas las
promesas divinas.
Este
hecho nadie lo niega. Basta, para convencerse, una lectura somera de todas las
profecías. La divergencia surge cuando se trata de la interpretación.
Como
acabamos de decir, partimos de la base de la inspiración. Y por tanto, sólo tenemos
en cuenta las soluciones cristianas y judías.
1. Diversas
soluciones.
Las
diversas soluciones que se han propuesto del difícil enigma de la
interpretación de las profecías referentes a la futura grandeza de Israel, se
pueden reducir cómodamente a dos grupos: judío el uno y cristiano el otro.
A)
La solución judía: Israel tendrá una hegemonía política mundial.
La
corriente dominante entre les hebreos ha sido siempre y continúa siéndolo en
nuestros días, el suponer que las viejas profecías prometen a Israel un vasto
imperio político que aún está por realizar. Como resumen autorizado de la interpretación
judía, hacemos a continuación un extracto de la interpretación del Dr.
Klausner, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén[1].
El
Mesías se esfuma ante Israel, y no ocupa más que un puesto secundario y accidental.
Un judío, perfectamente adherido a sus creencias ortodoxas, podría excluir de
su espíritu la idea del Mesías (p. 10).
Sin el
Mesías, el judaísmo está sin duda mutilado, pero subsiste aún (p. 20).
En
realidad, es Israel como pueblo el que ocupa el proscenio de la historia. Es él
el que, fiel a su Dios, confiado en sus buenas obras, debe ir a la cabeza del
progreso y apresurar así el tiempo de la conversión del mundo entero (pp.
21-22).
Se puede
admitir un Mesías secundario, hijo de José, que congregará los ejércitos
de Israel en la lucha contra Gog y Magog
y que morirá luchando (pp. 8 y 20).
Pero
el verdadero Mesías será hijo de David. Aparecerá como un rey victorioso.
Por lo demás no sobrepasará la esfera de un simple mortal. Será un justo dotado
del espíritu de sabiduría y de temor de Dios, revestido de poder y valor. Filón
se lo imagina como el super-hombre del judaísmo. Representa, en el movimiento
ascensional de la humanidad, el concepto-límite que el judaísmo propone del
puro hombre (p. 11).
Su
reino será de este mundo. Encarnará en sí el ideal de la nación judía, su ardiente
deseo de sacudir por fin el yugo de la dispersión y de reagruparse en la Tierra
de sus padres (p. 12).
En el
momento en que se realice este retorno, empezarán los “días del Mesías”. Israel
será recogido desde los cuatro ángulos del mundo y congregado en su patria, en torno a Jerusalén
(p. 9).
La
lengua hebrea volverá a florecer. El reino de la casa de David será realzado
(p. 13).
El
Mesías gobernará no solamente a Israel, sino, en cierto sentido, a todos los pueblos
(p. 105).
La
restauración de Israel arrastrará, en efecto, en pos de sí la del mundo entero.
Será el fin de la idolatría y de todos los males que ésta engendra. No se reconocerá
en la tierra ni pobreza ni dolores ni guerras. La paz reinará entre los hombres
y entre los pueblos (p. 8).
La
misma naturaleza exterior será rescatada. El lobo pastará con la oveja; ya no
habrá serpientes venenosas ni bestias salvajes; o mejor, dejarán de dañar al
hombre. La tierra se recubrirá de mieses y de recolecciones. La edad de oro,
que el helenismo colocaba en el atrio de la historia, será finalmente establecida
sobre la tierra. (pp. 9 y 13).
Pero
el rasgo esencial de todo este cuadro, aquél con el que muchos parecen contentarse
por necesidad, y con el cual termina Klausner su obra, es que por fin
Israel será librado de la opresión. (“La sola diferencia que separa este mundo
de los días del Mesías, es la tiranía de las naciones”, p. 22).
Termina
diciendo: “La fe mesiánica es la semilla del progreso, dispensada por el judaísmo
y proyectada al mundo entero” (p. 22).
No es
necesario acudir a la interpretación neotestamentaria para refutar este concepto
judaico sobre el sentido de las profecías referentes a la futura grandeza de Israel.
Sin salir del Antiguo Testamento, la interpretación judía causa una decepción inevitable
a los lectores de la Biblia. La grandeza de la Escritura queda rebajada a un
nivel bajísimo: toda la omnipotencia divina empleada a fondo para realizar un
mísero, mezquino y problemático programa de una efímera prosperidad material[2].
¡Qué sarcásticas resonarán estas pretendidas promesas divinas en los oídos del
multimillonario neoyorquino, fantásticamente instalado en la metrópolis del
progreso! ¿Cómo convencer a este judío de la excelencia de la Tierra de
Promisión sobre la espléndida zona de la Diáspora en la que le ha cabido en
suerte vivir?
Además,
“¿cómo un ideal tan inmergido en las cosas de este mundo es conciliable con el
anuncio ardiente que hacen los profetas de esas maravillosas efusiones de santidad
y de pureza que dejan ya vislumbrar toda la espiritualidad evangélica del Reino
que “no es de este mundo?”[3].
B) Las
soluciones cristianas:
a) Se trata de Profecías
condicionadas a la conducta del pueblo (entre los antiguos passim y
algunos modernos).
Todas
las promesas de felicidad temporal hechas a los judíos estaban expresa o implícitamente
condicionadas a la buena conducta de éstos. Las ideas contenidas en el cap. XXX
del Deuteronomio se repiten instantemente después en la literatura profética[4].
En los
comentarios a los Profetas no se suele exponer ésta como la única y suficiente
solución del problema, sino como una aportación colateral unida a otros puntos
de vista.
En
efecto, la condicionalidad de la profecía se puede llevar hasta ciertos
límites, pero ante la insistencia machacona de la promesa de un futuro feliz,
descartando a veces explícitamente la posibilidad de una condición subrepticia
que todo lo derrumbe, esta explicación no resuelve prácticamente nada.
b) Se trata de expresiones meramente
simbólicas, cuyo profundo sentido se agota en la Iglesia (muchos antiguos y
Knabenbauer, Dürr, Peters, etc).
Esta
ha sido, por así decirlo, la explicación tradicional en la exégesis católica.
La profecía es un árbol frondoso, recargado de hojas y de flores, y hay que
entrar a saco en esa selva florida y descubrir en su interior el fruto seco y
sólido de la única realidad prometida.
Alápide reúne en una fórmula concisa
toda esta exégesis, encerrándola en el octavo de sus Canones Prophetis facem praeferentes:
“Solent Prophetae felicitatem bonorum
spiritualium et gratiam Evangelii Christi comparare cum ubertate terrena legis
veteris et priorum temporum, illamque per hanc significare, ut dicant Deum per
Christum daturum abundantiam olei et vini, et copiam pecorum et pascuorum, aurum et argentum, domos et
palatia ; per quae non haec ipsa materialia, sed spiritualia bona et charismata
intelligunt, idque feciunt, tum quia horurn erant typus, tum quia judaei,
quibus loquebantur prophetae, fere alta bona non norant, nec aestimabant”.
Sin
embargo, esta exégesis se puede llamar tradicional, solamente en algunos rasgos
fundamentales, o sea en la admisión del hecho indudable de que las profecías están
empedradas de metáforas, por medio de las cuales se apunta frecuentemente a
bienes de orden superior espiritual.
En
esto, sí hay un acuerdo absoluto, pero no en la determinación concreta del alcance
y amplitud de tal o cual metáfora o expresión simbólica.
En
concreto, nos preguntamos: el futuro glorioso prometido al pueblo de Israel,
¿es exclusivamente espiritual? ¿Se refiere al Israel de Dios, y de ninguna
manera al Israel racial?
He
aquí el problema planteado bajo una forma nueva, que no se propusieron los seguidores
de esta exégesis tradicional.
Este
principio de interpretación simbolista ha sido recientemente recomendado por Dürr[5],
N. Peters[6],
y parcialmente con mucha reserva por Touzard[7].
Ciertamente,
las descripciones, a veces tan exuberantes, del bienestar material y de la
gloria nacional de que gozarán un día los israelitas, no hay que tomarlas en un
sentido estrictamente literal. Pero, aunque los profetas emplean locuciones
metafóricas, como cuando por ejemplo, describen la santidad admirable y la
longevidad de los elegidos, la fertilidad prodigiosa de la tierra el predominio
de Israel en el mundo, etc.; en definitiva, lo que quieren prometer son
solamente bienes de orden material, pues los bienes espirituales son predichos
por ellos mismos, casi siempre simultáneamente y en términos no menos claros[8].
c) En las profecías se habla
ciertamente de una grandeza temporal de Israel, pero se trata de rasgos
secundarios que nunca se cumplieron ni se cumplirán (Dennefeld, Lagrange,
Touzard, Fisher y la mayoría de los más recientes exégetas católicos).
Hoy,
en la exégesis moderna tanto de católicos como de protestantes conservadores, se tiende a una solución
ecléctica, que se puede reducir a estos dos puntos:
1) En las
profecías se promete ciertamente una felicidad de orden temporal.
“El
mesianismo —escribe Dennefeld[9]—,
ha llevado siempre consigo tantas aspiraciones hacia la gloria de Israel como
hacia la gloria de Yahvéh. El establecimiento del Reino de Dios se concibe casi
siempre como idéntico al establecimiento del reino de los judíos. El Mesías se
vislumbra en primer lugar como un rey poderoso que restablecerá el poder de su
pueblo. Los videntes prometen no sólo bendiciones espirituales, sino también
bienes materiales. Anuncian, para la plenitud de los tiempos, todo lo que el
hombre puede soñar con respecto al bienestar terrestre, y no hablan jamás
explícitamente de la salvación y del bienestar ultraterrestre. Siempre enfocan
la era mesiánica como el estado definitivo de la humanidad; solamente en los
dos últimos apocalipsis, ambos compuestos en la era cristiana, el tiempo mesiánico
se considera como intermediario entre la vida actual de la humanidad y la vida
trascendente. Para explicar este contraste no basta naturalmente decir que las
promesas habían sido dadas a condición de que Israel permaneciera fiel a su
Dios. Sin duda, los judíos, por su endurecimiento, perdieron sus favores y el
derecho de ver realizada la esperanza de un bienestar terrestre. Sin embargo,
los profetas habían anunciado la llegada de la salvación material de una manera
tan cierta como la de la salvación espiritual”.
2)
Estas profecías referentes al orden temporal, en su calidad de envases caducos
de las promesas de orden moral y religioso, no se han cumplido ni se cumplirán
jamás a la letra.
“Pero
entonces —continúa Dennefeld-, ¿cómo comprender esos oráculos de contenido
material y terrestre en vista del carácter exclusivamente espiritual del Nuevo
Testamento? No hay más que un solo medio: concebirlos como elementos secundarios
del mesianismo que, como el mismo judaísmo, llegarían un día a convertirse en
caducos. Durante mucho tiempo fueron indispensables, como envoltura de la
expectativa de la salvación espiritual: solamente por ellos pudo Dios hacer
accesible esta sublime perspectiva al espíritu carnal y temporal de los judíos.
Ellos rodeaban, como una cáscara, a esta nuez preciosa: mientras que ésta no
estuvo madura, la cáscara le estaba inseparablemente unida; pero debería
desprenderse en el momento en que las revelaciones del Nuevo Testamento sobre
la otra vida hicieran considerar como mezquina toda aspiración material y
nacional”.
De la
misma manera opinan Lagrange, Touzard, J. Fischer y otros.
Como
vemos, la tesitura del problema ofrece síntomas de gravedad. La exégesis
contemporánea ha tenido que llegar a verdaderas zonas de compromiso.
En definitiva,
ambas posturas, cristiana y judía, se encuentran en un campo común, para partir
desde aquí en direcciones opuestas. Ambos sostienen que en las profecías se
le promete a Israel una cierta grandeza temporal.
La
solución cristiana ve en estas promesas de grandeza temporal solamente el envoltorio
de otras promesas de bienes espirituales, pero en realidad tales grandezas
nunca sobrevendrán a Israel; en este punto no se han cumplido ni se cumplirán
las profecías.
Los
judíos, por el contrario, parten de la misma premisa o sea el hecho de la profecía
sobre la futura grandeza de Israel, y llegan a la conclusión de que en ellas se
anuncia la existencia de un imperio político mundial para su pueblo.
¿Cuál
de las das posturas es más lógica? Creemos sinceramente, libres de prejuicio,
que la postura judía, a pesar de su absoluta discutibilidad, está vinculada con
más lógica a las premisas establecidas.
Continuabitur
[1] Klausner, J.: Der jüdische Messias und der christlicher
Messias, trad. del hebreo al alemán.
Nota del
Blog: Nos parece exagerado decir
que la opinión del Dr. Klausner es representativa de los judíos. ¿Hasta qué
punto los judíos ortodoxos, ya que de los liberales no tiene sentido hablar,
comparten la idea de que la persona del Mesías queda relegada a un segundo
plano hasta llegar a prescindir de él, o que Israel es separable de su Mesías,
o que debe confiar en sus buenas obras y no en Dios, etc?
[2] Nota del Blog: Aún con los puntos enumerados por Klausner,
no es cierto decir que todo se reduce a una prosperidad material. Decir que
el Mesías terminará la idolatría y todos los males que esta engendra, que no
habrá más guerras, etc. no nos parece que sean bienes puramente
materiales. Además, que el reinado del Mesías traerá también estos
bienes materiales creo que no podría ponerse en duda.
[4] “The predictions of the prophets were conditional. They were made
to enforce the appeal for righteousness in the present. They foretold the
consecuences of sin on the one hand, and of righteousness on the other.
Judgments might be averted by repentance. Blessings might be forfeited by
disobedience. This principle is clearly laid down in Jer. XVIII, 7-10
and is of universal application. The “if” is implied even when it is not
expressed. Thus Jonah's prediction that Nineveh woud be destroyed in
forty days was not fullfilled, yet Jonah was not a false prophet,
because the threat was only made on the supposition that Nineveh remained
impenitent”. Dummelow, J.R.: A commentary on the Holy Bible. New
York, 1920; p. LXIV.
[5] Ursprung und Ausbau der Heilandserwartung, 1925; p. 74.