sábado, 7 de septiembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Primera Parte: Espíritu y Vida, cap. VIII

DE GRECIA A CRISTO

Nadie es malo, mientras no se demuestre".
Derecho Romano (Orden natural).

Nadie es bueno, sino sólo Dios”.
Jesús (Orden sobrenatural).

Gnothi sauton” (conócete a ti mismo); Aforismo griego y pagano, de muchos admirado. No es esto lo que enseña la Escritura de la divina Revelación. Poco me importa, dice S. Pablo, ser juzgado por vosotros o por cualquier juicio humano. Ni yo mismo me juzgo. . . El Señor es quien me juzga (I Cor. IV, 3-4). “De tu rostro (oh Señor) salga mi sentencia”, dice David (Salmo XVI, 2), anhelando poder entregar por entero la suerte de su causa a Aquel que es la fidelidad, la luz y la sabiduría, la omnipotencia y sobre todo la bondad y la misericordia que perdona.
Para nosotros hay más aún que para David: la Redención, que justifica por los méritos de Cristo. Aún hallándome yo deudor insolvente, el divino Padre me perdona y para eso sé que mi seguridad es absoluta; pues Jesús “es la víctima de propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo" (I Juan II, 2).
"Conózcate yo, Señor, y conózcame yo a mí mismo”, dice San Agustín; pero este conocimiento propio, presentado así en parangón con el conocimiento de Dios, no tiene nada de esa "ciencia del bien y del mal", cuya ambición fué lo que corrompió a Adán. Esta oración, pues, del gran Doctor de la gracia, equivale a decir: sepa yo, Señor, vivir este gran dogma de que Tú lo eres todo y yo soy la nada.
Es que Jesús no dice, como el oráculo griego: "conócete a ti mismo", sino: "niégate a ti mismo". La explicación es muy clara. El pagano ignoraba el dogma de la caída original. Entonces decía lógicamente: analízate a ver qué hay en ti de bueno y qué hay de malo. Jesús nos enseña simplemente a descalificarnos a priori, por lo cual ese juicio previo del autoanálisis resulta harto inútil, dada la amplitud inmensa que tuvo y que conserva nuestra caída original. Ella nos corrompió y depravó nuestros instintos de tal manera, que San Pablo nos pudo decir con el Salmista: "Todo hombre es mentiroso" (Rom. III, 4; Salmo CXV, 2). Por lo cual el Profeta Jeremías nos previene: "Perverso es el corazón de todos, e impenetrable: ¿Quién podrá conocerlo?" (Jer. XVII, 9). Ese mismo profeta dice también: “Maldito el hombre que confía en el hombre" (Ibid. 5), y de Jesús sabemos que no se fiaba de los hombres, "porque los conocía a todos" (Juan II, 24).



II

La Iglesia católica ha sacado de esta doctrina revelada un conjunto acabadísimo de definiciones dogmáticas sobre la necesidad de la divina gracia, entre las cuales descuella el canon 22 del segundo Concilio Arausicano, confirmado por Bonifacio II, que hablando de la justificación por Cristo dice terminantemente: "El hombre no tiene de propio más que la mentira y el pecado" (Denz. 195). Es la misma doctrina que vemos expresada en la Secuencia de la Misa de Pentecostés, en la cual decirnos al Espíritu Santo:

Sine tuo numine
nihil est in homine
nihil est innoxium.

O sea, todo lo bueno y santo de que nos gloriamos, es vano, sino es lo que El nos dé. No otra cosa enseñó Jesús cuando dijo que "el espíritu está pronto, pero la carne es flaca" (Mat. XXVI, 41), por lo cual, para no caer, debernos velar y orar constantemente a fin de recibir ese buen espíritu que no es nuestro sino que nos viene de aquel Padre celestial que “dará el buen espíritu a quienes se lo pidan" (Luc. XI, 13).
A la luz de esta doctrina revelada y definida, se comprende ahora bien la suavidad de esa palabra de Jesús, que al principio parecía tan dura: "Niégate a ti mismo". Bien vemos que ella significa decirnos, para nuestro bien: líbrate de ese enemigo, pues ahora sabes que es malo, corrompido, perverso. Si tú renuncias a ese mal amigo y consejero que llevas adentro, yo lo sustituiré con mi Espíritu, sin el cual nada puedes hacer (Juan XIII, 5).
¿Y cómo será de total ese apartamiento que necesitamos hacer del auto-enemigo, puesto que Jesús nos enseña que es indispensable nacer de nuevo, para poder entrar en el Reino de Dios? (Juan III, 3). Renacer del Espíritu, echar fuera aquel yo que nos aconsejaba y nos prometía quizá tantas grandezas. Echarlo fuera, destituido de su cargo de consejero, por mentiroso, malo e ignorante.


III

He aquí lo que tanto cuesta a nuestro amor propio: reconocer que nuestro fulano de tal es "mentiroso" (Rom. III, 4), y de suyo digno de la ira de Dios. Oh, el diablo se opondrá terriblemente a dejamos entender esto, porque él –“padre de la mentira" (Juan 8, 44)-, sabe muy bien que aquí está toda la sabiduría y toda nuestra felicidad: en saber vivir de prestado; del valor que se nos da, a falta del propio.
Porque si bien miramos, todo el fruto de la Pasión de Cristo consiste en habernos conseguido esa maravilla de que el Espíritu de Dios, que es todo luz, y amor, y gozo, entre en nosotros, confortándonos, consolándonos, inspirándonos en todo momento. Pero va sin decirlo que para entrar ese nuevo rector es necesario que el anterior le ceda el puesto. Eso quiere decir simplemente el negarse a si mismo.
De ahí que, quien no lo hace, está impidiendo su salvación, rechaza la gracia, está diciéndole de hecho a Dios: yo no te necesito como rector, porque me basto y me sobro. Ese tal ya está juzgado: la palabra que él no quiso escuchar, esa es la que lo juzgará en el último día. (Juan XII, 48).
Dígnese nuestro Padre divino hacernos comprender estas luces a un tiempo simples y profundísimas, sencillas y sublimes, para inspirarnos esa fácil humildad que nos lleva sin esfuerzo al desprecio de nuestra opinión, una vez que hemos descubierto su falacia, pues que es Jesús quien lo enseña, y a El hay que creerle, creerle todo cuanto dice. "En esto consiste LA OBRA de Dios: en que creáis en Aquel que El envió” (Juan VI, 29). "A El habéis de escuchar" (Mat. XVII, 5).
El que abra su alma a esta inmensa luz, sentirá la necesidad de una humillación total, absoluta, delante del divino Padre, que nos dio a Jesús y con El la sabiduría y la gracia. Y se entregará apasionadamente al conocimiento del Evangelio para descubrir en esas palabras de Jesús, lo que El nos promete de ellas, esto es: el espíritu y la vida (Juan VI, 64), la verdad y la libertad (Juan VIII, 31-32); la plenitud del gozo (Juan XVII, 13).
Entonces verá cuán pobre y cuán falaz era aquella sabiduría sin Dios, que tanto se respeta todavía, entre los hombres más prestigiosos, en nuestra civilización que, aunque se llame cristiana, se inspira en gran parte en "el mundo", enemigo de Cristo.
Decir a un cristiano: "conócete a ti mismo -bien se ve que hablo en el terreno religioso y sobrenatural, único que aquí interesa—, es incurrir en la misma inconsecuencia que Kant (esta vez descendemos al terreno filosófico) al emprender la crítica de la razón pura con el propio instrumento de esa razón que, según él, era incapaz.

Los griegos no podían comprender esa incapacidad del hombre para juzgarse a sí mismo: Era esta una luz reservada a los discípulos del verdadero Dios.