LA
BIBLIA, MAESTRA DE LA VIDA
I
En la parábola de los dos hermanos (Mat. XXI, 28 ss)
vemos que el primero promete y no cumple; y el otro, que se niega, se
arrepiente luego y cumple. Jesús muestra aquí que lo que vale no es
el acto primero, la reacción del momento; pues ésta puede ser un impulso
irreflexivo de nuestro temperamento. Lo que vale es lo que hace uno después,
cuando está solo, frente a su conciencia. Y ¡oh misterio! el que dijo que
no obedecería, obedeció, y el que dijo que sí, desobedeció, como Pedro
cuando prometió dar la vida por Jesús, y a las pocas horas negó conocerlo.
Todos tenemos en nuestro interior dos hombres
distintos y contradictorios: carne y espíritu. Lo importante no es el
extravío del momento, del que luego nos compungimos en nuestro aposento (Sal. IV,
5). Lo grave es tomar en aquellos momentos de extravío, resoluciones
definitivas que coarten nuestra libertad ulterior, forzándonos a permanecer en
el error. Lo grave es "el estado de pecado", que nos aleja de Dios de
un modo permanente. De ahí que en estos momentos de meditación serena y lúcida,
no turbada por "la fascinación de la bagatela” (Sab. IV, 12) es cuando
hemos de resolver lo que afecta a nuestra conducta futura, y, si es necesario,
"quemar las naves", como hizo Hernán Cortés, para que no fuesen ellas
una ocasión de volver atrás.
En esto se conoce la recta intención del corazón,
y sobre ello estriba el ejercicio de meditación que San Ignacio de Loyola llama
de los "tres binarios". Es lo que en la Biblia se llama
"preparar el corazón para poder obedecer al Señor" (véase I Rey, VII,
3; Esdr. VII, 10).
Por eso la primera palabra que Jesús decía siempre
a todos, sin distinguir entre buenos y malos, era para prepararles el corazón,
diciendo: "La paz sea con vosotros"; "no se turbe vuestro
corazón". Porque sabía que ésta es la condición previa para todo lo demás,
ya que la gran arma del Maligno es llevarnos o a la soberbia, o a la
desesperación, a fin de apartarnos para siempre de nuestro Padre.
El primero que cayó en la trampa de la desesperación
fué Caín, quien "se apartó del Señor", aunque El le dijo que
nadie le haría daño. Nosotros debemos saber mucho más que Caín: que
nuestro Padre divino "es bueno con los desagradecidos y malos" (Luc.
VI, 53). Medítese la parábola del Hijo Pródigo (Luc. cap. XV) y se
verá con asombro cómo el Padre perdona generosamente al pecador, le da un traje
nuevo y le ofrece un banquete. Y aún hace que el más perdonado sea el que más
le ame (Luc. VII, 47). Recordemos ante todo que es la muerte
redentora de Cristo y los méritos de El, y no los nuestros, lo que borra
nuestras culpas. "La Sangre de Jesús nos limpia de todo pecado" (I
Juan I, 7; Efes. I, 7, etc.). Sólo necesitamos apartar nuestro pensamiento de
la desesperación, sabiendo que es Dios quien nos da este suavísimo consejo:
"No agites tu espíritu en tiempo de la oscuridad" (Ecli. II, 2).
II
La otra trampa del diablo es la soberbia, que
quita al hombre la humildad ante Dios y la confianza en su ayuda. Un famoso
poeta inglés dice que el hombre digno de ese nombre, es el que tiene una
sonrisa en los labios cuando todo anda muy mal. Pero esa doctrina estoica no
repara en que tal sonrisa puede ser también de orgullo, en cuyo caso sería como
un desafío que dijese a Dios: "No has de doblegarme". ¿Dónde quedaría
entonces toda la doctrina bíblica sobre las pruebas que Dios manda para humillarnos
saludablemente, sea corrigiéndonos, como a Israel, o santificándonos, como a Job?
En el Rostro de Cristo nunca se nos muestra esa
sonrisa, sino las lágrimas por la ciudad culpable (Luc. XIX, 41), y aun por el
amigo muerto (Juan XI, 35 y 38), o bien el silencio humilde ante los jueces. Es
que El no nos quiere héroes imperturbables, que luego fallan (cf. Juan XIII, 37
s), sino pequeños como niños (Mat. XVIII, 1 ss). El mismo nos da ejemplo de esa
infancia espiritual delante de su Padre. Por eso, lejos de ver
a Job alardear de fuerte, lo vemos lamentarse como un débil, y Dios no se lo reprocha.
De ahí que David anuncie mil años antes, las quejas de Cristo en
su Pasión, y le haga decir – ¡a Él!-: “El oprobio ha quebrantado mi corazón y
desfallezco" (Sal. LXVIII, 21).
Creemos, pues, que en el dolor nadie puede reír
sinceramente si no se lo da Dios en forma extraordinaria, como a ciertos
mártires. Aquella otra sonrisa que no es de El, quita al hombre el fruto de la
prueba y le da la triste compensación del amor propio satisfecho.
"En la quietud y en la confianza estriba vuestra
fuerza” (Is. XXX, 15), no en la actitud del hombre que se retira a
la caverna del misántropo o al tonel de Diógenes, ni en la del estoico,
que con Séneca repite "¡Sé hombre!", apelando con ello a la
fanática voluntad de vencer. No hay duda que tal actitud ha producido muchos
frutos, pero también muchos fracasos irreparables. Sólida, sólida sin
excepción, es solamente la confianza en Dios, porque, como dice el Salmista:
"Los que confían en el Señor, son como el monte Sión, que no será
conmovido" (Sal. CXXIV, 1). No olvidemos que el suicidio tiene por
padre al estoicismo, y por madre la desesperación.
III
¿Dónde hallamos tan saludables orientaciones para nuestra
actitud frente a la vida? En el libro de Dios, que se llama Biblia o
Sagrada Escritura. También los mahometanos creen tener un libro divino, el
Corán, que ellos toman como base de todas las ciencias, no solamente de la
religión, de modo que en los países mahometanos el Corán es el centro de los estudios
universitarios. Se narra que el Califa Amr, después de la conquista de
Alejandría, quemó la célebre biblioteca que allí había, diciendo: "Si los
libros de esta biblioteca concuerdan con el Corán, no son necesarios, y si no
concuerdan son malos. En todo caso conviene quemarlos”. Si los cristianos
tuvieran este mismo criterio, por lo menos en cuanto a los libros malos, se
reducirían algunas bibliotecas a un mínimum de su existencia, y habría menos
gastos y menos peligros para las almas. Pero, los cristianos somos muy
tolerantes, tal vez demasiado tolerantes.
Aun para nosotros la Sagrada Escritura debería ser
el libro de la vida, porque el que habla en él es el mismo Dios. Dios
pudo habernos hablado por medio de la pintura o de la música. Si así fuese,
nuestro interés debería estar en todo lo que se refiere a esas artes y las leyes
que las gobiernan, debido a que de ellas se habría valido Dios para expresar
sus pensamientos. Puesto que Dios ha visto como medio apropiado las palabras,
debemos interesarnos por esas palabras depositadas en la Sagrada Escritura y
estudiarlas aún en sus matices para descubrir en ellas todo cuanto rinda
plenamente y destaque al máximum la fuerza de cada expresión. Esto significa
adaptarse el hombre a Dios y no querer adaptarlo a El a nosotros, cosa en que
incurrimos quizás más a menudo de lo que suponemos. De ahí que S. S. Pío XII,
el "Papa Bíblico", en la Encíclica "Divino Afflante
Spiritu" insista tanto sobre el estudio de la Biblia. Hay para esto, según
Pío XII, dos motivos fundamentales. El primero es que el creciente dominio de
los idiomas y ciencias auxiliares ha permitido conocer mejor el texto, y en
consecuencia el sentido de las Sagradas Escrituras. El segundo es que Dios va
dando sus luces en la medida en que El quiere ("prout vult")
por lo cual, dice el Papa, lo que no entendemos nosotros, pueden verlo
nuestros sucesores. Y aún sabemos que hay cosas que sólo "se entenderán en
los últimos tiempos", como dice el profeta Jeremías (XXX, 24).
Pensemos lo que significa la nueva versión de los
Salmos hecha felizmente por nuestro Pontífice, según los textos originales, con
lo cual tantos textos de la
Vulgata comienzan a entenderse rectamente. E imaginémonos lo que será cuando
este progreso, que empieza por el Salterio del Breviario, penetre también en el
Misal, donde hay tantos textos de los Salmos: y cuando la nueva versión se
extienda a toda la Sagrada Escritura, y especialmente al Nuevo Testamento.
Serán inmensas las luces que esos divinos textos han de traer para un más
perfecto conocimiento de Dios, de sus misterios y de su Espíritu, en todos los
órdenes de la vida cristiana.
IV
En primer lugar han de dedicarse al estudio de la
Biblia los que tienen la obligación de predicar la Palabra de Dios.
Para mostrar la obligación de los ministros de Dios de estudiar la Sagrada
Escritura, además de los innumerables textos bíblicos, patrísticos y
pontificios (cf. nuestro libro “La Iglesia y la Biblia”, Guadalupe, Buenos
Aires), podemos invocar el Catecismo de los Párrocos, según el cual se requiere
de cada uno de ellos que sepa no sólo aquello que pertenece al uso y
administración de los sacramentos, sino también que esté tan instruido en la
ciencia de las Escrituras Sagradas que pueda enseñar al pueblo” (II, 7, 32).
Al pie de este pasaje se hallan las tres notas
siguientes: la primera es de San Pedro Damián contra los que,
insistiendo temerariamente en el culto de los sacrificios, ignoran el modo cómo
debe venerarse debidamente a Dios"; la segunda, de San Jerónimo,
dice: “Si ignora la Ley, él mismo demuestra que no es sacerdote del Señor. Pues
es propio del sacerdote saber la Ley, y cuando es preguntado, responder sobre
la Ley"; la tercera, de Tomás de Kempis, afirma que el que no
conoce las Escrituras es “muchas veces causa de error para sí y para los otros.
Pues el clérigo sin libros sagrados es como soldado sin armas, caballo sin
freno, nave sin remos, escritor sin pluma, ave sin alas, subida sin escalera,
artesano sin instrumentos, rector sin reglas, herrero sin martillo, sastre sin
hilo, saetero sin saetas, peregrino sin báculo, ciego sin guía, mesa sin
manjares, pozo sin agua, río sin peces, huerto sin flores, bolsa sin dinero,
viña sin racimos”.
También el laico, especialmente el culto, si sigue
las normas del Magisterio de la Iglesia, leyendo ediciones provistas de notas
explicativas, encontrará en la Biblia lo que se llama “la alegría
intelectual del estudio”. Esto es precisamente lo que en la Biblia se
satisface hasta un grado de plenitud inimaginable en ciencia alguna. Porque en
toda otra materia se necesita siempre completar la investigación de tal autor
con el testimonio de tal otro y con las opiniones de un tercero o las
constancias de aquella otra fuente, etc. En la Biblia, fuera de les textos discutidos
en su versión o interpretación, que son, prácticamente hablando, unos pocos,
uno puede nadar en el océano de la armonía intelectual y del goce de la verdad
plena, que jamás se halla entre los hombres. Y cuando quiere efectuar una
comprobación, ni siquiera necesita salir del mismo Libro, pues basta con pasar
al Antiguo Testamento y ver, por ejemplo, dicha por Isaías, o por David, o por
Moisés, tal o cual cosa que Jesús, o San Pablo, citaron o interpretaron al cabo
de ocho o diez o quince siglos. ¡Oh! ¿Quién podría describir la alegría
intelectual de la Biblia para el que de veras busca en ella la verdad? Puestos
en contacto dos o más textos de la Escritura, se iluminan recíprocamente
produciéndose entre ellos una divina armonía, simbolizada quizá -"per ea quae facta
sunt”- por la combinación de las notas musicales o la de los
colores, que nos hace descubrir un esplendor nuevo, por el cual ella penetra
más hondamente en el espíritu (véase Ecli. XXIII, 32 ss).
Este incomparable placer de la Biblia, está expresado por
el mismo David, que llama muchas veces a las palabras de Dios "más
dulces que la miel” y añade que en ellas mismas encuentra su galardón (Sal.
XVIII, 12), es decir, no solamente el premio futuro, sino también el que resulta
del trato con ellas y de su observancia. Esto tiene que ser así, pues de lo contrario
Dios no sería una cosa maravillosa, estupenda, "el Dios de nuestra
alegría" (Sal. XLII, 4). Sería un legislador como los demás.