III. CUMPUMIENTO DE LAS PROFECÍAS
SOBRE LA GRANDEZA TEMPORAL DE ISRAEL.
Las
observaciones hechas anteriormente, y la lectura de los pasajes más representativos
de las profecías nos dejan en el ánimo la impresión de que se anuncia para Israel
una grandeza temporal, que rebasa con mucho las realizaciones de la historia
hebrea pre-cristiana.
Por
otra parte, no nos satisfacen las explicaciones meramente simbólicas, que todo
lo refieren a la dimensión espiritual del futuro Reino mesiánico, ni esas soluciones
de compromiso que, considerando estos elementos como secundarios, no tienen
inconveniente en negar la realidad de su cumplimiento.
O sea,
que en las profecías se habla de una futura grandeza temporal de Israel, que
nos infunde vehementes sospechas de que aún no está realizada en su plenitud.
1.
Horizontalidad de la visión profética y consiguiente falta de perspectiva.
Ya
sabemos que en la visión profética se presentan los hechos futuros como en bloque.
El profeta ve que todo aquello se va a realizar en el futuro, pero no puede
medir las distancias; y de aquí la facilidad con que salta de un hecho
inmediatamente futuro a otro que lo separa del anterior un muro infranqueable
de años o de siglos.
Es
inútil buscar en los profetas una detallada determinación cronológica.
Así, pues,
cuando nos describen la futura grandeza de Israel, mezclan invariablemente
hechos contingentes, de inmediata realización, con otros acontecimientos grandiosos
de la época mesiánica, cuya realización quizá esté separada de aquellos hechos
inmediatos por una barrera de siglos.
Al
leer una de estas profecías, no podernos echar una línea divisoria entre lo que
se refiere exclusivamente a la vuelta de la cautividad babilónica y lo que se
atribuye a otra época esplendorosa, incrustada en plena era mesiánica.
Empieza
el profeta a describir la restauración de Israel en la época de Zorobabel,
y de tal manera va ampliando el horizonte, que ya los rasgos de la grandeza
futura del Israel restaurado rebasan por completo las realizaciones históricas
del Retorno.
Por
consiguiente, cuando decimos que en estas profecías se anuncia un porvenir
temporal para Israel que aún no está realizado, no nos referimos a ningún pormenor
exegético que, aisladamente considerado, podrá ser muy discutible, sino al
contenido nuclear de todos los vaticinios. Exprimiendo el jugo profético de
estos pasajes bíblicos, nos encontramos con una realidad tan grandiosa, que no
cabe en los marcos históricos verificados hasta el presente.
2. Los
dos ojos para interpretar estas profecías: San Pablo y la historia.
Del
solo estudio de las profecías solamente sacamos una vehemente sospecha de las
posibilidades de su cumplimiento, pero siembre nos queda un interrogante, que
de otra manera difícilmente pudiera cerrarse.
Pero,
para obviar este inconveniente, tenemos a nuestra disposición dos magníficos
subsidios exegéticos que, bien empleados, arrojan mucha luz sobre nuestra
interpretación.
Por
una parte, San Pablo. En su carta a los Romanos se plantea
el pavoroso problema de la reprobación de Israel, y con este motivo nos
descubre el velo del misterio secular de la futura situación de Israel dentro
de la nueva vertiente del mesianismo. Y, por otro
lado, el hecho de la supervivencia del pueblo israelita, que presenta a todas
las luces las características de un verdadero milagro histórico.
A)
San Pablo:
El
problema de la reprobación y retorno de Israel lo trata el Apóstol en el cap.
XI de su Epístola a los Romanos.
Las
enseñanzas de San Pablo podemos reducirlas a los siguientes puntos:
a)
Israel será bautizado como tal pueblo.
Así
como la reprobación o la exclusión de la Alianza comprendió a la mayoría colectiva
de Israel —pues sólo un resto aceptó la nueva Ley-, así también el retorno o la
reintegración en la Alianza afectará al pueblo israelita como tal:
“Porque
no quiero que ignoréis este misterio, -para que no seáis prudentes a vuestros
ojos—, que el encallecimiento ha sobrevenido parcialmente a Israel, hasta que la
totalidad de las naciones haya entrado; y así todo Israel será salvo, según que
está escrito: Vendrá de Sión el Libertador, removerá de Jacob las impiedades. Y
ésta será con ellos la alianza de parte mía cuando hubiere quitado sus
pecados”. (Rom. XI, 25-27).
b)
Su ingreso en la Iglesia producirá un crecimiento.
San
Pablo lo afirma
paladinamente. Israel no sólo será un pueblo más, agregado a los millones de
creyentes, sino que su conversión tendrá una influencia decisiva en la marcha
general de la Iglesia:
“Digo,
pues, ¿acaso tropezaron para caer? ¡Ni hablar! Mas por su caída ha venido la
salud a los gentiles. Pues ya si su caída es riqueza del mundo, y su mengua,
riqueza de los gentiles, ¿cuánto más lo será su plenitud?... Porque si su
repudio es reconciliación del mundo ¿qué será su acogimiento sino un retornar
de muerte a vida?” (Rom. XI, 11-12, 15).
Como
quiera que se expliquen estos versículos, es un hecho indiscutible que San
Pablo considera la conversión cristiana de Israel como un suceso cuya
influencia rebasará los límites del pueblo hebreo y trascenderá a toda la
Iglesia. Israel bautizado entrará en la Iglesia, no ya como un número más, sino
como un instrumento providencial en la marcha vital ascendente del
cristianismo.
Cómo
se producirá este fenómeno, San Pablo no lo determina; quizá aquella expresión
del vers. 15 “un retornar de muerte a vida”, se refiera a una nueva
época de esplendor insospechado para la Iglesia y en cuya aportación el pueblo
israelita tendrá una parte activa influyente.
B)
La historia:
No
podemos negar que nosotros, al cabo de dos mil años de cristianismo, estamos en
mejores condiciones para poder interpretar las profecías sobre la futura
grandeza de Israel, que todas las generaciones pasadas. La historia es la luz
de la profecía.
En
efecto, la permanencia de Israel en la historia moderna reviste todos los
caracteres de un hecho misterioso y providencial.
Ya lo
reconocía en su tiempo el propio San Agustín:
“A
los judíos probablemente se refiere aquello de “No los mates, no sea que se olvide
la Ley”. Es necesario que el pueblo judío permanezca y que así aumente la
multitud de los cristianos. Miradlos mezclados con todas las naciones, pero
permanecen judíos, sin dejar de ser lo que eran. Han entrado en la legislación
romana, sin perder la forma Judía. Sometidos a los romanos guardan sus leyes,
las leyes de Dios[1]”.
Israel
ha tenido que ser considerado como un verdadero misterio, “un misterio —escribe,
Journet[2]- sobrenatural, tan desconcertante
para el materialismo del mundo como el misterio sobrenatural de la Iglesia, que
está emparentado con el misterio de la Iglesia, y que no es sin embargo el
misterio de la Iglesia, sino relativo al misterio de la Iglesia como la
privación es relativa a la plenitud, la más grande privación a la más grande
plenitud”.
J. Maritain
ha llegado a afirmar que Israel, “a su manera, es un corpus mysticum”. El mismo pensamiento judío es consciente de
ello. El lazo que aprieta la unidad de Israel no es solamente el lazo de la
carne y de la sangre o de la comunidad ético-histórica; y no es tampoco el lazo
de la comunión de los santos, como el que constituye la unidad de la Iglesia en
la fe al Dios encarnado y en la posesión de su herencia. Es un lazo sagrado y
suprahistórico, pero de promesa, no de posesión; de nostalgia, no de santidad.
A los ojos de un cristiano, que recuerda que las promesas de Dios son sin
arrepentimiento, Israel continúa su misión sagrada; pero en la noche del mundo,
que él mismo ha preferido a la de Dios. Con sus ojos vendados, la Sinagoga
avanza en el mundo por el sendero ignoto de los designios de Dios. Este camino,
que ella emprende a través de la historia, ni ella misma acierta apenas a vislumbrarlo”[3].
A tres
podemos reducir las características de este hecho prodigioso de la pervivencia
histórica de Israel:
1) La
“amixía”.
Esta
es la palabra técnica para designar ese particularismo, ese separatismo de un
pueblo extendido en medio de todos los demás[4].
El
pueblo de Israel, por una parte, conserva unos rasgos fisonómicos perfectamente
diferenciados: es un pueblo único; pero al mismo tiempo se ha asimilado todas
las culturas y ha intervenido activamente en la marcha de todas las
civilizaciones. Es el único pueblo de la antigüedad que sobrevive inconfuso e
incontaminado, gozando de una perfecta e indesmontable unidad orgánica.
2) El
antisemitismo.
El
antisemitismo es tan antiguo como el propio pueblo de Israel. Mejor se le llamaría
antijudaísmo. No consiste en oponerse al judaísmo en tanto en cuanto es una
interpretación aberrante del Antiguo Testamento. Ni en levantarse contra las
injusticias que cometían ciertos judíos hacia otros pueblos (degüello de los
Gentiles, desprecio de los derechos de los árabes de Palestina) o hacia los
particulares (la usura); ni en ser más sensible a los defectos que a las
virtudes de los judíos.
Consiste
en el afán de pulverizar, como quiera que sea, el misterio sobrenatural que se
esconde en el fondo del destino de este pueblo, en el tiempo de su antigua
fidelidad o en el de su actual infidelidad[5].
Es
verdaderamente incomprensible la conjura de todos los pueblos e instituciones
de todos los tiempos contra la existencia de Israel en medio de ellos. Por los
motivos más disparatados, y con las ocasiones más diversas, los judíos han sido
siempre el objetivo de numerosas e inverosímiles persecuciones.
No es
de este lugar hacer un recorrido histórico del antisemitismo desde sus propios
orígenes bíblicos hasta nuestros mismos días[6].
Pero
de este hecho singular se deduce que un misterioso designio de la Providencia
pesa sobre los lomos acardenalados del viejo pueblo israelita. ¿Cómo se explica
que una tormenta tan fuerte y tan continuada no haya deshecho y pulverizado la
unidad orgánica del pueblo hebreo, siendo así que causas infinitamente menos
eficaces disiparon colectividades étnicas más fuertes y poderosas de la
antigüedad?
3)
La nostalgia del retorno.
Contra
un sionismo demasiado político y prosaico, que él mismo estima ilusorio,
Ahad-ha-´am levanta su sionismo espiritual: Palestina, claro está, no podrá
nunca ser un refugio temporal suficiente para Israel, y si es verdad no
obstante, que Israel la reclama, es por una más alta exigencia; es su refugio
espiritual, es la única capaz de curar su psicosis milenaria, es la sola fuente
“visible e inagotable que pueda desalterar su alma popular, repartir el calor y
la vida entre los miembros dispersos de la nación, purificarla de las manchas
que la devoran”[7].
Israel
siempre ha sido más próspero y feliz en las tierras de la Dispersión que dentro
de las fronteras reducidas de la Tierra de Canaán. Todos los judíos de
Babilonia en el siglo VI a. C., o los de Elefantina en el siglo V a. C., como
los sefarditas medievales que tanto influyeron en los reinos de Castilla y de
Aragón, o los modernos financieros multimillonarios de Nueva York o Chicago, no
han podido soñar en Palestina como en un país de promisión desde un punto de
vista exclusivamente crematístico. La sola propuesta de retorno es un sarcasmo
evidente.
Y,
sin embargo, en el alma israelita de todos los tiempos y bajo todos los cielos
ha vibrado siempre poderosa la nostalgia del retorno. El israelita, por muy
bien instalado que se halle en el país de adopción, es un extranjero y sus suspiros
se clavan como flechas en los muros derruidos de Jerusalén.
“Donde
quiera que hay judíos —escribe Ortega y Gasset[8]—, hay… sobre todo melancolía.
Tienen en los sótanos del alma recogida amargura bastante para anegar el
planeta: son profesores de melancolía. Lloran sus sabios como truenan los poetas,
y el sol llega sin jovialidad a sus bancas de París. Como dice Heine:
Lloran grandes y pequeños,
lloran hasta los más fríos;
mujeres y llores lloran
y los astros en el cielo.
Y todos los llantos fluyen,
fluyen todas y se vierten
allá abajo, en el Jordán.”
Terminabitur