viernes, 20 de septiembre de 2013

La restauración de Israel en los Profetas. V de VI

III. CUMPUMIENTO DE LAS PROFECÍAS
SOBRE LA GRANDEZA TEMPORAL DE ISRAEL.

Las observaciones hechas anteriormente, y la lectura de los pasajes más representativos de las profecías nos dejan en el ánimo la impresión de que se anuncia para Israel una grandeza temporal, que rebasa con mucho las realizaciones de la historia hebrea pre-cristiana.
Por otra parte, no nos satisfacen las explicaciones meramente simbólicas, que todo lo refieren a la dimensión espiritual del futuro Reino mesiánico, ni esas soluciones de compromiso que, considerando estos elementos como secundarios, no tienen inconveniente en negar la realidad de su cumplimiento.
O sea, que en las profecías se habla de una futura grandeza temporal de Israel, que nos infunde vehementes sospechas de que aún no está realizada en su plenitud.

1. Horizontalidad de la visión profética y consiguiente falta de perspectiva.

Ya sabemos que en la visión profética se presentan los hechos futuros como en bloque. El profeta ve que todo aquello se va a realizar en el futuro, pero no puede medir las distancias; y de aquí la facilidad con que salta de un hecho inmediatamente futuro a otro que lo separa del anterior un muro infranqueable de años o de siglos.
Es inútil buscar en los profetas una detallada determinación cronológica.
Así, pues, cuando nos describen la futura grandeza de Israel, mezclan invariablemente hechos contingentes, de inmediata realización, con otros acontecimientos grandiosos de la época mesiánica, cuya realización quizá esté separada de aquellos hechos inmediatos por una barrera de siglos.
Al leer una de estas profecías, no podernos echar una línea divisoria entre lo que se refiere exclusivamente a la vuelta de la cautividad babilónica y lo que se atribuye a otra época esplendorosa, incrustada en plena era mesiánica.
Empieza el profeta a describir la restauración de Israel en la época de Zorobabel, y de tal manera va ampliando el horizonte, que ya los rasgos de la grandeza futura del Israel restaurado rebasan por completo las realizaciones históricas del Retorno.
Por consiguiente, cuando decimos que en estas profecías se anuncia un porvenir temporal para Israel que aún no está realizado, no nos referimos a ningún pormenor exegético que, aisladamente considerado, podrá ser muy discutible, sino al contenido nuclear de todos los vaticinios. Exprimiendo el jugo profético de estos pasajes bíblicos, nos encontramos con una realidad tan grandiosa, que no cabe en los marcos históricos verificados hasta el presente.


2. Los dos ojos para interpretar estas profecías: San Pablo y la historia.

Del solo estudio de las profecías solamente sacamos una vehemente sospecha de las posibilidades de su cumplimiento, pero siembre nos queda un interrogante, que de otra manera difícilmente pudiera cerrarse.
Pero, para obviar este inconveniente, tenemos a nuestra disposición dos magníficos subsidios exegéticos que, bien empleados, arrojan mucha luz sobre nuestra interpretación.
Por una parte, San Pablo. En su carta a los Romanos se plantea el pavoroso problema de la reprobación de Israel, y con este motivo nos descubre el velo del misterio secular de la futura situación de Israel dentro de la nueva vertiente del mesianismo. Y, por otro lado, el hecho de la supervivencia del pueblo israelita, que presenta a todas las luces las características de un verdadero milagro histórico.

A) San Pablo:

El problema de la reprobación y retorno de Israel lo trata el Apóstol en el cap. XI de su Epístola a los Romanos.
Las enseñanzas de San Pablo podemos reducirlas a los siguientes puntos:

a) Israel será bautizado como tal pueblo.

Así como la reprobación o la exclusión de la Alianza comprendió a la mayoría colectiva de Israel —pues sólo un resto aceptó la nueva Ley-, así también el retorno o la reintegración en la Alianza afectará al pueblo israelita como tal:

“Porque no quiero que ignoréis este misterio, -para que no seáis prudentes a vuestros ojos—, que el encallecimiento ha sobrevenido parcialmente a Israel, hasta que la totalidad de las naciones haya entrado; y así todo Israel será salvo, según que está escrito: Vendrá de Sión el Libertador, removerá de Jacob las impiedades. Y ésta será con ellos la alianza de parte mía cuando hubiere quitado sus pecados”. (Rom. XI, 25-27).

b) Su ingreso en la Iglesia producirá un crecimiento.

San Pablo lo afirma paladinamente. Israel no sólo será un pueblo más, agregado a los millones de creyentes, sino que su conversión tendrá una influencia decisiva en la marcha general de la Iglesia:

“Digo, pues, ¿acaso tropezaron para caer? ¡Ni hablar! Mas por su caída ha venido la salud a los gentiles. Pues ya si su caída es riqueza del mundo, y su mengua, riqueza de los gentiles, ¿cuánto más lo será su plenitud?... Porque si su repudio es reconciliación del mundo ¿qué será su acogimiento sino un retornar de muerte a vida?” (Rom. XI, 11-12, 15).

Como quiera que se expliquen estos versículos, es un hecho indiscutible que San Pablo considera la conversión cristiana de Israel como un suceso cuya influencia rebasará los límites del pueblo hebreo y trascenderá a toda la Iglesia. Israel bautizado entrará en la Iglesia, no ya como un número más, sino como un instrumento providencial en la marcha vital ascendente del cristianismo.
Cómo se producirá este fenómeno, San Pablo no lo determina; quizá aquella expresión del vers. 15 “un retornar de muerte a vida”, se refiera a una nueva época de esplendor insospechado para la Iglesia y en cuya aportación el pueblo israelita tendrá una parte activa influyente.

B) La historia:

No podemos negar que nosotros, al cabo de dos mil años de cristianismo, estamos en mejores condiciones para poder interpretar las profecías sobre la futura grandeza de Israel, que todas las generaciones pasadas. La historia es la luz de la profecía.
En efecto, la permanencia de Israel en la historia moderna reviste todos los caracteres de un hecho misterioso y providencial.
Ya lo reconocía en su tiempo el propio San Agustín:

A los judíos probablemente se refiere aquello de “No los mates, no sea que se olvide la Ley”. Es necesario que el pueblo judío permanezca y que así aumente la multitud de los cristianos. Miradlos mezclados con todas las naciones, pero permanecen judíos, sin dejar de ser lo que eran. Han entrado en la legislación romana, sin perder la forma Judía. Sometidos a los romanos guardan sus leyes, las leyes de Dios[1]”.

Israel ha tenido que ser considerado como un verdadero misterio, “un misterio —escribe, Journet[2]- sobrenatural, tan desconcertante para el materialismo del mundo como el misterio sobrenatural de la Iglesia, que está emparentado con el misterio de la Iglesia, y que no es sin embargo el misterio de la Iglesia, sino relativo al misterio de la Iglesia como la privación es relativa a la plenitud, la más grande privación a la más grande plenitud”.
J. Maritain ha llegado a afirmar que Israel, “a su manera, es un corpus mysticum”.  El mismo pensamiento judío es consciente de ello. El lazo que aprieta la unidad de Israel no es solamente el lazo de la carne y de la sangre o de la comunidad ético-histórica; y no es tampoco el lazo de la comunión de los santos, como el que constituye la unidad de la Iglesia en la fe al Dios encarnado y en la posesión de su herencia. Es un lazo sagrado y suprahistórico, pero de promesa, no de posesión; de nostalgia, no de santidad. A los ojos de un cristiano, que recuerda que las promesas de Dios son sin arrepentimiento, Israel continúa su misión sagrada; pero en la noche del mundo, que él mismo ha preferido a la de Dios. Con sus ojos vendados, la Sinagoga avanza en el mundo por el sendero ignoto de los designios de Dios. Este camino, que ella emprende a través de la historia, ni ella misma acierta apenas a vislumbrarlo”[3].

A tres podemos reducir las características de este hecho prodigioso de la pervivencia histórica de Israel:

1) La “amixía”.

Esta es la palabra técnica para designar ese particularismo, ese separatismo de un pueblo extendido en medio de todos los demás[4].
El pueblo de Israel, por una parte, conserva unos rasgos fisonómicos perfectamente diferenciados: es un pueblo único; pero al mismo tiempo se ha asimilado todas las culturas y ha intervenido activamente en la marcha de todas las civilizaciones. Es el único pueblo de la antigüedad que sobrevive inconfuso e incontaminado, gozando de una perfecta e indesmontable unidad orgánica.

2) El antisemitismo.

El antisemitismo es tan antiguo como el propio pueblo de Israel. Mejor se le llamaría antijudaísmo. No consiste en oponerse al judaísmo en tanto en cuanto es una interpretación aberrante del Antiguo Testamento. Ni en levantarse contra las injusticias que cometían ciertos judíos hacia otros pueblos (degüello de los Gentiles, desprecio de los derechos de los árabes de Palestina) o hacia los particulares (la usura); ni en ser más sensible a los defectos que a las virtudes de los judíos.
Consiste en el afán de pulverizar, como quiera que sea, el misterio sobrenatural que se esconde en el fondo del destino de este pueblo, en el tiempo de su antigua fidelidad o en el de su actual infidelidad[5].
Es verdaderamente incomprensible la conjura de todos los pueblos e instituciones de todos los tiempos contra la existencia de Israel en medio de ellos. Por los motivos más disparatados, y con las ocasiones más diversas, los judíos han sido siempre el objetivo de numerosas e inverosímiles persecuciones.
No es de este lugar hacer un recorrido histórico del antisemitismo desde sus propios orígenes bíblicos hasta nuestros mismos días[6].
Pero de este hecho singular se deduce que un misterioso designio de la Providencia pesa sobre los lomos acardenalados del viejo pueblo israelita. ¿Cómo se explica que una tormenta tan fuerte y tan continuada no haya deshecho y pulverizado la unidad orgánica del pueblo hebreo, siendo así que causas infinitamente menos eficaces disiparon colectividades étnicas más fuertes y poderosas de la antigüedad?

3) La nostalgia del retorno.

Contra un sionismo demasiado político y prosaico, que él mismo estima ilusorio, Ahad-ha-´am levanta su sionismo espiritual: Palestina, claro está, no podrá nunca ser un refugio temporal suficiente para Israel, y si es verdad no obstante, que Israel la reclama, es por una más alta exigencia; es su refugio espiritual, es la única capaz de curar su psicosis milenaria, es la sola fuente “visible e inagotable que pueda desalterar su alma popular, repartir el calor y la vida entre los miembros dispersos de la nación, purificarla de las manchas que la devoran”[7].
Israel siempre ha sido más próspero y feliz en las tierras de la Dispersión que dentro de las fronteras reducidas de la Tierra de Canaán. Todos los judíos de Babilonia en el siglo VI a. C., o los de Elefantina en el siglo V a. C., como los sefarditas medievales que tanto influyeron en los reinos de Castilla y de Aragón, o los modernos financieros multimillonarios de Nueva York o Chicago, no han podido soñar en Palestina como en un país de promisión desde un punto de vista exclusivamente crematístico. La sola propuesta de retorno es un sarcasmo evidente.
Y, sin embargo, en el alma israelita de todos los tiempos y bajo todos los cielos ha vibrado siempre poderosa la nostalgia del retorno. El israelita, por muy bien instalado que se halle en el país de adopción, es un extranjero y sus suspiros se clavan como flechas en los muros derruidos de Jerusalén.

“Donde quiera que hay judíos —escribe Ortega y Gasset[8]—, hay… sobre todo melancolía. Tienen en los sótanos del alma recogida amargura bastante para anegar el planeta: son profesores de melancolía. Lloran sus sabios como truenan los poetas, y el sol llega sin jovialidad a sus bancas de París. Como dice Heine:

Lloran grandes y pequeños,
lloran hasta los más fríos;
mujeres y llores lloran
y los astros en el cielo.
Y todos los llantos fluyen,
fluyen todas y se vierten
allá abajo, en el Jordán.”

Terminabitur



[1] Enarrat. in Ps. 58, ML 11, 12.

[2] Journet, o. c., p. 303.

[3] Questions de conscience, p. 60.

[4] Journet, o. c., p. 237.

[5] Journet, o. c., p. 200.

[6] Cfr. Zolli E.: L'Antisemitismo. Roma, 1945.

[7] Anthologie juive, pp. 251-252.

[8] Obras Completas, I, p. 517 s.