BIENAVENTURADO
EL RICO...
(Ecli.
XXXI, 8)
I
"Bienaventurado el rico que es hallado sin culpa, y
que no anda tras el oro, ni pone su esperanza en el dinero ni en los
tesoros" (Ecli. XXXI, 8). Es éste el único caso en que la
Sagrada Escritura elogia al rico. Y lo explica en seguida: “porque fué
probado por medio del oro y hallado perfecto por lo que reportará gloria
eterna; podía pecar y no pecó, hacer mal y no lo hizo" (Ecli. XXXI, 10).
Un caso raro, pero no imposible. Una excepción entre los ricos; pues casi todos
sucumben a los halagos del oro.
La Epístola del Común de Confesores que cita este
texto dice: Bienaventurado el hombre, en lugar de: bienaventurado el rico.
Sin embargo, solamente en su forma original se comprende el verdadero sentido del
"podía pecar y no pecó", y las alabanzas del Eclesiástico.
De la misma manera es elogiado en la Escritura el patrón,
el patrón justo y misericordioso de las parábolas del Evangelio, y una vez un
patrón humilde, que se ciñe y sirve a sus siervos (Luc. XII, 37). Ese
patrón es figura de Cristo, que de esta manera nos revela uno de los abismales
secretos de su humildad redentora. Se refiere que en una casa de insanos se
quería saber quién fuese el más demente de todos, y le dieron la palma a uno
que declaró estar esperando al rey para que le limpiase los zapatos. Pero mucho
más lejos llega, según vemos, la humildad divina en la parábola que acabamos de
citar. Y cuidado con querer rechazarla, porque ello sería falsa humildad, como
la de Pedro en el lavatorio de los pies (Juan XIII, 8 ss). Jesús
tiene derecho a que le creamos esta verdad inaudita que anuncia en la parábola,
porque ya nos dijo que El es nuestro sirviente (Luc. XXII, 27), y que no vino
para ser servido, sino para servir (Mat. XX, 28).
En el contexto de estos pasajes, Jesús revela
ampliamente la superioridad del que sirve sobre el que es servido. ¡Qué luz
para el problema social moderno! ¡Jesús obrero, pero no ya sólo como trabajador
del músculo, ni como miembro de un gremio, sino como servidor de todos!
Y por eso nos dice que entre nosotros el primero servirá a los demás (Mat. XX,
26 s; Luc. XXII, 26). En esto estriba sin duda el gran misterio escondido en la
Escritura que dice: "el mayor servirá al menor" (Gén. XXV, 23; Rom.
IX, 12).
II
Por otra parte, la Sagrada Escritura nos recuerda muchos
ejemplos de apego pecaminoso a los bienes materiales y nos hace ver sus
horrorosas consecuencias. El primer ejemplo es el de la mujer de Lot, la
cual Jesucristo alude con las palabras: "Acordaos de la mujer de
Lot" (Luc. XVII, 32). Si ella, como dice la Biblia (Gén. XIX,
26), se convirtió en estatua (el hebreo dice columna) de sal, no fué por causa
de curiosidad, sino por su apego a la ciudad maldita. En vez de mirar contenta
hacia el nuevo destino que la bondad de Dios le deparaba y agradecer gozosa el
privilegio de huir de Sodoma castigada por sus iniquidades, volvió a ella los
ojos con añoranza, mostrando la verdad de la palabra de Jesús: "Donde está
tu tesoro, allí está tu corazón" (Mat. VI, 21). La mujer deseaba a Sodoma,
y Dios le dio lo que deseaba, convirtiéndola en un pedazo de la misma ciudad
que se había vuelto un mar de sal, el Mar Muerto.
Con el mismo criterio dice Jesús de los que buscan
el aplauso del mundo: "Ya tuvieron su paga" (Mat. VI, 2, 5 y 16). Y
al rico Epulón: "Ya tuviste tus bienes" (Luc. XVI, 25). Es decir,
tuvieron lo que deseaban y no desearon otra cosa; luego no tienen otra cosa que
esperar, pues Dios da a los que desean, a los hambrientos, según dice la
Virgen, en tanto que a los hartos deja vacíos (Luc. I, 53; cfr. S. LXXX, 11).
De igual modo prefiere El a los humildes. Por eso
nos advierte que le esperemos ceñidos (Luc. XII, 35 ss), es decir, listos para
emprender el viaje, sin lamentar esta Sodoma del mundo (que dejaremos en ruinas
cuando El venga), ni pensar en recoger lo que hayamos dejado en casa (Luc. XVII,
31), pues eso demostraría que queremos mezclar los míseros afectos terrenales
con el bien infinito con que El nos colmará de felicidad para siempre. Ambas
cosas no pueden mezclarse en nuestro corazón.
Por eso añade Jesús que el que entonces quiera
conservar esta vida la perderá (Luc. XVII, 33), y nos previene que nos
defendamos "a nosotros mismos" contra lo que puede cargar nuestros
corazones con los cuidados de esta vida (Luc. XXI, 34), ya que ese día
nos sorprenderá “como una red” (Luc. XXI, 35: I Tes. V, 2-11), hallándonos,
como a las vírgenes necias, sin el aceite siempre renovado de la esperanza
cristiana (Mat. XXV, 1 ss).
Bien hacemos, pues, en amar la pobreza y dejar las
riquezas, el lujo, las necesidades ficticias, y todo lo que sea inútil o
innecesario. Todas esas cosas se transforman poco a poco en ídolos (cf. Ef. V,
5), es decir, en rivales de Dios, por cuanto tienden a atraer hacia ellos
nuestro corazón.
III
La pobreza es la virtud predilecta de Jesús
y la primera de las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña: “Bienaventurados
los pobres en espíritu”. (Mat. V, 5), es decir, aquellos que se desprenden interiormente
de los bienes materiales y los usan como si fuesen solamente administradores de
Dios, el que es dueño de todo. Es lo que dice el Eclesiástico: pueden pecar y
no pecan, hacer mal por medio del dinero, y no lo hacen; son probados por el
oro.
La pobreza es el distintivo de Jesús y de sus
discípulos. Solamente de uno de ellos sabemos que no
despreciaba el dinero, y éste fue el traidor. Vivían de la providencia, como
los pajarillos y con todo no perdían la alegría del corazón. Pablo, el pobre,
que trabajaba de día como tejedor y predicaba de noche, ganó para el Evangelio
un mundo entero; Pablo, rico y soberbio doctor de la ley, no hubiera convertido
siquiera a su mucamo. Francisco, el rico hijo del importador Bernardone, fué
una carga para su propio padre; Francisco, el “poverello”, alejó de la Iglesia
los más graves peligros.
Por eso el cielo pertenece a los pobres en espíritu, a
los cuales Jesús promete el Reino. De ahí que Él mismo predicara a los
pobres (Mat. XI, 5; Luc. VII, 22) el año favorable o de la
reconciliación, que señala en Luc. IV, 18 s, citando a Is. LXI, 1.
A continuación (Is. LXI, 2) el profeta vaticinó el día de la venganza,
en que los pobres verán el triunfo. No es otro el cuadro que la Virgen
describe en el Magnificat (Luc. I, 51 ss). Según Santiago “Dios ha
escogido a los que son pobres para el mundo (a fin de hacerlos) ricos en la fe
y herederos del reino que tiene prometido a los que le aman” (Sant. II, 5).
No es otra la enseñanza de los Padres. Todos ellos alaban
la pobreza y la practican, y la toman como característica del cristianismo
auténtico, en tanto que para los paganos la pobreza era una cosa odiosa.
“Ser pobre, dice Minucio Félix, no es una infamia,
sino una gloria. El que nada codicia, no es pobre: es rico en Dios”. San
Juan Crisóstomo predica a los ricos: "¡Qué locura, colocar vuestras
riquezas en donde no habéis de vivir, y no colocarlas en donde habéis de ir
para siempre! Colocad vuestros tesoros en vuestra patria, que es el cielo”.
“El que no tiene nada en la tierra, dice San Cipriano, es rico en el cielo;
es un ser celestial, angélico y divino. De lo alto del cielo, los bienaventurados
ángeles miran con desdén este pequeño punto que se llama tierra, sus bienes y
sus riquezas, y les causa risa; porque es propio de un alma grande y generosa
no admirar más que a Dios”.
Entonces, ¿cuál es la suerte de los ricos? ¿Son ellos los
marcados para el fuego eterno? No, por cierto. Se salvará el rico que pudiendo
pecar no peca y pudiendo hacer mal no lo hace (Ecli. XXXI, 10) o sea, el
rico que es pobre en espíritu (Mat. V, 3) y no apega su corazón a los
bienes de este mundo. A la inversa, no todos los que hacen alarde de su
pobreza, son pobres en espíritu. Hay una pobreza ficticia que es tal vez peor
que el amor a las riquezas. Vivir cómodamente y llamarse pobre es una contradicción
en si mismo.
Para ser pobre en espíritu ayuda mucho la reflexión
de que no somos dueños de nuestros bienes, sino administradores de lo ajeno,
que felizmente podemos aprovechar para ganar ventajas por medio de la limosna,
conforme a lo que dice Jesús en Luc. XVI, 9: “Granjeaos amigos (en el cielo)
por medio de la inicua riqueza, para que, cuando ella falte, os reciban en las
moradas eternas”.