EL
CASO DE PEDRO
I
Para un hombre, el ser basura de Dios, el ser su
esclavo, el ser su estropajo, es ya sobrado honor y sobrada felicidad. Pero si
a Dios se le ocurre otra cosa, si la generosidad de su Corazón sobrepasa a
cuanto podemos imaginar de El, y si Jesús quiere sorprendernos llamándonos
amigos (Juan XV, 15), y si el Padre quiere hacemos sus hijos (I Juan III, 1) y
hermanos de su Hijo (Rom. VIII, 29), ¡cuidado con que una falsa humildad nos
haga rechazar el Don de Dios e insistir en nuestra opinión de que hemos de
seguir siendo esclavos! (Rom. VIII, 15).
El tener en principio esta opinión es ciertamente
bueno, porque ella es exacta desde nuestro punto de vista.
¿Qué otra cosa, sino basura y nada, podremos sentirnos nosotros, frente a
nuestro Creador, infinito en la sabiduría, en el poder y en la santidad? Es
este un punto de partida indispensable para que el hombre se niegue a sí mismo,
es decir, deje de confiar en la virtud propia como si ésta fuese suficiente para
salvarnos. Es este el punto de partida, pero no es todo, según lo veremos más
adelante.
San Pedro —o mejor Pedro, antes
de ser el santo-, reaccionó muchas veces según esa opinión primaria y puramente
humana de la humildad. De ahí que Cristo lo tomase como campo de
experimentación, para darnos, a costa de su apóstol, rectificaciones
fundamentales. Decimos a costa de él, por las muchas veces que tuvo que
avergonzarse de sus errores aunque de ellos había de sacar su gran provecho.
II
Cuando Pedro descubre que Jesús ha hecho el
portento de la primera pesca milagrosa, una reacción honrada de su sinceridad
le hace exclamar: “Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador” (Luc.
V, 8). Porque estaban, dice el Evangelista, llenos de estupor. Pero Jesús
lo tranquilizó como a los demás, con aquella palabra tan suya: “No
temáis"; y aún le agregó que desde ese momento se elevaría de pescador de
barca a pescador de hombres. Y entonces Pedro ya no insistió en aquel
temor inicial, que lógicamente lo habría llevado al mayor de los males, esto
es, a apartarse de Jesucristo, como sucedió a los gerasenos, cuando le rogaron
a El... que se retirase de entre ellos (!) “porque estaban poseídos de un gran
temor” (Luc. VIII, 37).
Otra vez, y otras muchas, se repite en Pedro esa
reacción nacida de un sentimiento que podía parecer plausible desde un punto de
vista puramente humano, y siempre recibe de Jesús la lección correspondiente:
cuando quiere oponerse a que el Maestro sufra su Pasión, merece que El le llama
nada menos que Satanás y que entonces sea El quien le diga “Apártate de Mí, que
me eres un tropiezo porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres”
(Mat. XVI, 21-23); y eso que Pedro acababa de confesar
expresamente que Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mat.
XVI, 16). Es que en aquel maravilloso reproche Jesús quiere enseñarnos,
con un vigor insuperable, que no le interesa nuestra compasión hacia su
Persona, sino nuestra adhesión a su causa, es decir, a los designios de su
Padre, cuya empresa, misericordiosa de redención se habría malogrado si
triunfaba la compasión de Pedro. Por donde vemos cómo Satanás disfraza siempre
de piedad sus intentos malditos. El que no medita el Evangelio nunca entenderá
estas cosas, ni podrá comprender por qué el espíritu de los fariseos,
honorables y ritualistas, es más odioso y repulsivo para Cristo que los más
grandes pecados, como el de la adúltera.
Lo mismo sucede cuando Pedro pretende defender al
Señor cortando la oreja a Malco (Juan XVIII, 10-11). Y más que
nunca se ve confundido ese pobre amor humano del Apóstol cuando pretende que ha
de dar su vida por Cristo... ¡y recibe la profecía de sus tres
negaciones!
Pero hay una escena especialmente aleccionadora para el
tema que estamos estudiando, y es la del Lavatorio de los pies de los
Apóstoles, hecho por el Señor antes de entregarse a la muerte. La reacción
de Pedro es siempre la misma: “¿Tú lavarme a mí los pies? ¡No será jamás!”.
Y aquí es cuando Jesús le da la lección definitiva: “Si Yo no te lavo,
no tendrás nada de común conmigo". Pedro se entrega entonces, aceptando
que el Señor lo lavase, aun todo entero (Juan XIII, 8 ss.).
Sin embargo, él no había de comprender esta lección hasta
después de recibir el Espíritu Santo (en Pentecostés), y la prueba es que
después de esto vinieron el abandono de Getsemaní (Mat. XXVI, 56), y las negaciones y la ausencia del Calvario. Por eso
el Señor le dijo: "Lo que Yo hago, (al descender hasta lavarte los pies),
no lo entiendes ahora. Pero lo sabrás después" (Juan XIII, 7). Pedro
llegó a saberlo solamente cuando la efusión del divino Espíritu, derramando en
él la caridad sobrenatural (Rom. III, 5), le hizo comprender que esa
caridad de Dios para con nosotros llega infinitamente más lejos de cuanto somos
capaces de interés con ese nuestro corazón carnal que tan falazmente le había
hecho alardear de generoso. Sólo entonces se operó en Pedro esa
"conversión" que Jesús le había anunciado como condición
previa para conferirle el Magisterio, cuando le dijo: "Tú, una vez
convertido, confirma a tus hermanos (Luc. XXII, 32).
III
Esto nos muestra cuán difícil es al hombre aceptar
ese "escándalo" del excesivo amor con que Dios nos amó. Creer en un
Dios justo es cosa razonable. Pero creer en un Padre capaz de empeñarse en darnos
su Hijo, tan sólo porque nos amó; creer en un Hijo capaz de entregarse con gozo
a la muerte más espantosa y vil, tan sólo porque nos amaba: creer en un Espíritu
Santo capaz de regalarnos la santidad, tan sólo porque nos ama, eso es la
cosa más difícil para el hombre. Y, como vemos, no es que
sea difícil a la humanidad[1],
sino a la falsa humildad, es decir a la soberbia, a la suficiencia del hombre,
que no quiere ser niño aunque así lo manda Cristo como condición indispensable
para entrar en su Reino (Mat. XVIII, 3-4).
Por eso anunció El mismo que su Cruz sería un gran
escándalo y que todos serían escandalizados por El. Y sin embargo, no tenemos
más remedio que aceptar ese exceso de felicidad nuestra, y creer en este exceso
de misericordia de Dios, so pena de vernos apartados de El para siempre.
Digamos, en abono del buen Pedro, que él tuvo, en medio
de tantas fallas de orden sobrenatural, un deseo grande de estar con Cristo
glorioso, como lo demostró en el Tabor; y un instinto de que sin Cristo
todo estaba perdido, como lo demostró ante otro escándalo análogo al de la
Cruz: cuando otros querían abandonar al Maestro a causa del excesivo amor con
que El quiso hacerse comida en la Eucaristía. Pedro fué entonces el que
le dijo, como un niño: "¿A quién iríamos, Señor? Tú tienes palabras de
vida eterna" (Juan VI, 69).
No hay nada tan edificante como las fallas de los
santos, porque esto nos muestra que nosotros podemos igualarlos y aún
superarlos con ser, no más fuertes, sino al contrario, más niños que ellos. Agradezcamos
al gran San Pedro las lecciones eternas que Dios nos dio por medio de él, y
honrémosle admirando y aprovechando en sus dos cartas y en sus discursos del
Libro de los Hechos la sublimidad del lenguaje con que, inspirado por el
Espíritu Santo, nos habla -ya sin sorpresa-, del amor de Aquel que según su
gran misericordia "nos regeneró en la esperanza viva por la resurrección
de Jesucristo de entre los muertos" (I Pedro I, 3), y nos anuncia "un
júbilo inenarrable y colmado de gloria para el día de la venida manifiesta de Jesucristo"
(I Pedro I, 7-8).