La prueba de Abraham, por G. Dore. |
Canónigo
Beaudenom, Práctica
progresiva de la confesión y de la dirección, Edit. Difusión, 1943, pag.
311 ss.
Prácticamente
la acción de Dios sobre nosotros se confunde con su voluntad; conocer la una
es, pues, conocer la otra.
Que el
soberano Maestro tenga una voluntad sobre todas las cosas; que esta voluntad
necesariamente buena y sabia, sea la regla segura del bien, fácilmente se
concibe; pero lo que es menos comprensible, es que podamos conocerla. En
efecto, Dios no da sus órdenes de viva voz; está mudo e invisible para nosotros.
San Pablo nos representa al hombre buscándole a tientas en las tinieblas; del
mismo modo buscamos con ansiedad su voluntad. Sin embargo, la conoceremos de
manera suficiente si estamos atentos. Esta condición forma parte de
nuestros deberes, de nuestras virtudes y de nuestros méritos.
1) Dios nos manifiesta su voluntad
por los mandamientos, que imponen deberes ciertos. El deber nos
revela algo de su plan; una parte que nos confía de su obra. ¡Insensato
aquél que buscase en su alrededor algún partido mejor! Engañado por las
apariencias, abandonaría la elección del maestro por la suya propia. Generalmente
no se aprecia bastante el deber: se le estima menos que una obra facultativa
como si Dios no hubiese precisamente mandado lo que más vale. De la fidelidad
de un soldado en el puesto en el cual se cree inutilizado, depende quizás el
éxito de una batalla. El error proviene de que comprendemos mejor
nuestra propia elección. Justamente el mérito de la obediencia consiste en
preferir a esta elección personal y conocida, la de Dios, cuyo fundado bien no
alcanzamos a comprender.
2) Dios nos manifiesta su voluntad
de manera suficiente por ciertas señales, confiándolas a nuestra
diligencia. Nos da las señales en cierta manera por las circunstancias. Esta conclusión
deriva del principio de que nada ocurre a no ser por orden suya o con su permiso. Colocados en el centro de su plan en
vías de ejecución, cedemos a la presión de los acontecimientos; elegimos la
solución que nos parece mejor: obramos o nos resignamos según los casos. Si lo
hacemos fijos los ojos en la gloria de Dios, no nos equivocaremos; mientras que
la preocupación de nuestros gustos y de nuestros intereses inmediatos
obscurecerá nuestra vista y desviará nuestra dirección. Lo que las circunstancias
exigen y aconsejan, he ahí lo que Dios exige y aconseja. Bendigámoslas cuando
son imperiosas; y en lugar de considerar sobre todo las dificultades en que nos
envuelven, saludemos en ellas a la voluntad de Dios que, a pesar nuestro
quizás, prepara nuestro propio bien.
3) Tiene otra manera de hablar más
íntima y tan segura cuando está prudentemente constatada: es el llamamiento
interior, el atractivo.
Esta
regla está fundada sobre el principio,
que un ser sabio hace concordar el fin que asigna, con las disposiciones que
concede. El atractivo interior, cuando viene de Dios está pues en armonía con
lo que Dios quiere de nosotros. Ese infalible discernimiento, ese sentido
maravilloso que se llama instinto en el reino animal, está reemplazado en nosotros
por el atractivo que con más respeto de nuestra dignidad, deja en libertad el
cuidado de consultar a la razón y el mérito de seguirla.
Si
Dios maneja en el exterior las circunstancias para que nos inviten, hace surgir
en el interior los atractivos que nos inclinan. Un atractivo puro, tranquilo
y penetrante, sólo de El puede venir.
4) Al lado del atractivo, que es el
impulso de Dios hacia fin general, distinguimos otro impulso de Dios, este
particular a cada acto y que se llama la inspiración del bien. Todo
buen pensamiento, todo buen deseo, todo remordimiento saludable, son tan acción
de Dios como las inspiraciones heroicas. No exijáis que sea sensible; obra de
ordinario a manera del principio vital, que sin revelar su presencia,
hace circular nuestra sangre y crecer nuestros miembros.
5) Si Dios nos hubiese colocado
sobre la tierra independientes y solos, no hubiésemos tenido más que esos tres
medios de conocer su pensamiento; pero al formar la sociedad en común, la ha
dotado en cierto modo del poder de guiarnos en su nombre. La autoridad y
el consejo son las dos formas en que nos llegan ciertas indicaciones
divinas. La obediencia y la docilidad son las dos virtudes que las acogen
¡Dichosas las almas que siguen su dirección! Cuando se consulta humildemente,
cuando se obedece por Dios, es raro el equivocarse y el resultado final nunca
es desfavorable.
Lo que
acabamos de exponer, deja entrever dos métodos para descubrir la voluntad de
Dios. El uno la busca en los mandamientos (voluntad significada) o en los acontecimientos
(voluntad manifestada): es el método objetivo. El otro la pide a
los movimientos interiores de la gracia: es el método subjetivo.
Desde luego se unen y no pueden contradecirse si prudentemente se los consulta.
El
segundo hay que emplearlo con mayor delicadeza; exige un alma desprendida de sí
misma, instruida y ya formada. El recogimiento es su condición esencial: tiene
en tensión nuestras facultades y reúne nuestros pensamientos, dispersos entre
los objetos de este mundo. Es la mirada atenta que sola, poco a poco, atraviesa
las sombras; es el silencio que escucha los acentos del cielo. Si es habitual,
crea como un sentido especial que descubre todo el dominio de la virtud y
escudriña hasta las profundidades del mismo Dios.
Esta
manera de conocer, digámoslo bien alto, no es ni universal, ni constante. Muchas
almas hermosas no tienen ordinariamente para guiarse más que motivos de
reflexión; y aun aquellas mismas que conduce la gracia sensible, se ven con
frecuencia privadas de sus luces y de sus movimientos.