2. NUESTRA PREDESTINACION
Respecto a nuestra
predestinación, sin necesidad de detenernos a estudiar su realidad, alcance y
causalidad eficiente, bastará atender al orden en que ella se verifica y a su
término inmediato, indicados claramente por San Pablo cuando escribe: Quos praescivit et praedestinavit conformes fieri
imaginis Filii sui, ut sit ipse
primogenitus in multis fratribus (Rom. VIII, 29).
Nuestra predestinación se verifica en
Cristo, por Cristo, como un complemento
de la predestinación de Cristo, y en
orden a participar ya en el tiempo de la vida divina de Cristo.
Todo esto con anterioridad y muy por encima de la permisión del pecado
de origen.
A) Predestinación en Cristo.
Téngase en cuenta, ante
todo, que la predestinación abarca juntamente con el hecho y los medios el plan
providencial dentro del cual habrá de realizarse. Es lo que denomina Santo Tomás modus et ordo de la predestinación; indicando quedan comprendidas
en ella[1]. Este modo y orden se cifra,
según el Angélico, en que tenga por fundamento, causa y coronamiento a Jesucristo.
Tenemos a este respecto un
magnífico testimonio de San Pablo.
Vamos a reproducirlo íntegro, según la versión directa del Padre Bover:
"Bendito sea el Dios
y Padre del Señor Nuestro Jesucristo,
quien nos bendijo con toda bendición espiritual en las celestes mansiones en Cristo, según nos eligió en Él antes de
la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia por su
amor, predestinándonos a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad para alabanza de la
gloria de su gracia, con cuya plenitud nos agració en el Amado. En el cual
tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados según las
riquezas de su gracia que hizo desbordar sobre nosotros en toda sabiduría e
inteligencia; notificándonos el misterio de su voluntad, según su beneplácito
que se propuso en Él, en orden a su realización en la plenitud de los tiempos:
de recapitular todas las cosas en Cristo,
las que están en los cielos y las que están sobre la tierra. En el cual fuimos
además constituidos herederos, predestinados según el propósito del que todo lo
obra según consejo de su voluntad, para que seamos encomio de su gloria,
nosotros los que antes habíamos esperado en Cristo, en el cual también vosotros, habiendo oído la palabra de la
verdad, el Evangelio de vuestra salud, en el cual, habiendo también creído
fuisteis sellados en el Santo Espíritu de la promesa, que es arras de nuestra
herencia, para el rescate de su patrimonio, para alabanza de su gloria" (Ef. I, 3-14).
Recojamos por ahora estas
afirmaciones fundamentales:
a) Toda
"bendición espiritual en las celestes mansiones", equivalente a todos
los bienes sobrenaturales, que en el orden de los hechos nos proporcionan la
eterna bienaventuranza, lo tenemos "en Cristo", o por nuestra unión
sobrenatural con Cristo. Así que, en el orden y modo de nuestra predestinación
se incluye fundamentalmente el que sea en Cristo, o formando unidad
sobrenatural de vida y de destino con Jesucristo.
b) Nuestra eterna predestinación en la mente divina es en unión con
Jesucristo. "Nos eligió en Él antes de la creación del
mundo para ser santos e inmaculados en su presencia por su amor."
Esa unión deberá ser la de
la causa a su efecto. Contentémonos por ahora con recoger que esa elección es
"por su amor". El amor que
Dios tiene a Jesucristo obtiene el que al vernos unidos a Él, como sarmientos a
la vid y miembros a la cabeza, extiende su amor hasta este complemento de
Jesús, predestinándonos en Él y por Él. Al amar a Jesús, ama cuanto pertenece a
Jesús y le está unido.
c) La tercera verdad enunciada por el Apóstol es que
"nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo según el beneplácito de su voluntad para alabanza de la
gloria de su gracia, con cuya plenitud nos agració en el Amado".
De modo que Dios no nos predestinó meramente como seres racionales; ni
siquiera en abstracto, como seres elevados al orden sobrenatural; sino como
hijos adoptivos, por nuestra unión con el Hijo consustancial, Jesucristo.
La fecundidad del Padre en la vida trinitaria tiene un
Hijo, en el que también es infinitamente fecundo produciendo al Espíritu Santo.
En la vida extratrinitaria también tiene un Hijo, que en cuanto hombre subsiste
en la persona divina del Hijo y Verbo. También en ese Hijo, Hombre-Dios, es
fecundo, obteniendo por un derramamiento de su vida divina otros hijos, ya que
no consustanciales con Él, participantes de su vida divina. Somos hijos
adoptivos de Dios en el Hijo y por el Hilo natural de Dios, y sin esa
fecundidad del Padre en el Verbo y en el Hombre-Dios, no seríamos llamados a la
participación de la vida divina.
No seguimos analizando el
pasaje del Apóstol, por cuanto lo que sigue se refiere a los bienes derivados
de nuestra predestinación en Cristo,
de los que luego habremos de ocuparnos. Bastará dejar aquí consignado que, según el Apóstol, nuestra predestinación y
todos los beneficios incluidos en ella nos vienen "en Cristo", y como
"hijos suyos por Jesucristo"; en cuanto Él es hijo natural, y como
tal, nos merece y comunica la gracia que nos constituye en hijos adoptivos.
Bien se verá, por todo lo
expuesto el solidísimo fundamento sobre el que se asienta la sentencia, según
la cual la permisión del pecado original cae dentro de la economía reparadora
en la cual de hecho la contemplamos.
B) Predestinación a participar de la vida de Cristo.
Nuestra predestinación a la gloria será en el orden de los hechos previa
participación de la vida divina de Jesucristo. Es lo que la tradición
patrística, singularmente la oriental, denomina "deificación".
Aunque la palabra
específica "deificación" no aparezca ni en el Antiguo ni en el Nuevo
Testamento, tenemos sus equivalencias y la noción precisa de ella.
Según San Juan, los que creen en Jesucristo reciben de Él "la
capacidad de llegar a ser hijos de Dios" (Jn. I, 14). La lógica lleva a
San Pablo a la confirmación de que "si somos hijos de Dios, somos también
sus herederos; herederos de Dios, coherederos con Jesucristo" (Gal. IV,
5). San Pedro nos mostrará que los regenerados en Jesucristo llegamos a ser divinae consortes naturae (II Petr. I,
2-4).
Consiguientemente, la idea
de la deificación, en su sentido de participación formal y entitativa de la
vida divina insinuada con claridad en el Antiguo Testamento, tiene su pleno
desenvolvimiento en los escritos neotestamentarios. Fácil sería demostrar que
la noción de la deificación obtiene una clamorosa acogida y alcanza espléndidas
manifestaciones entre los Padres latinos. Han sido, sin embargo, principalmente
los Padres griegos lo que han experimentado singular complacencia en exponer
este aspecto (theopoiesis) de la obra
de Cristo. Ya San Ireneo es muy expresivo a este respecto:
Propter immensarn suam dilectionem, factus est quod nos
sumus, uti nos perficeret esse quod ipse est". "Propter hoc Verbum
Dei homo, et qui Fillius Dei est, filius hominis factus est, commistus Verbo
Dei, ut adoptionem percipiens (homo) fiat filius Dei"[2].
Con parecida energía y
claridad se expresarán los padres de los siglos posteriores, vinculando
indefectiblemente la acción deificante a las actividades del Verbo encarnado[3].
Para ellos el coronamiento
de la deificación es la inmortalidad gloriosa. Hacia ella se orientarán todas
las actividades de Cristo,
constituyendo nada menos que el fin de su venida. Contentémonos con aducir el siguiente
testimonio de San Ireneo:
Non enim poteramus
aliter incorruptelam et immortalitatem percipere, nisi adunati fuissemus
incorruptelae et immortalitati. Quemadmodum autem adunari possemus
incorruptelae et immortalitati, nisi prius incorruptela[4] et immortalitas facta
fuisset id quod et nos; ut absorberetur quod erat corruptibile, ab
incorruptela; et quod erat mortale ab immortalitate, ut filiorum adoptionem reciperemus?[5].
Según este texto, sólo haciéndose hombre el Verbo podía llegar el hombre
a ser hijo de Dios. Su incorrupción e inmortalidad en segundo grado, o
capacidad de no morir, eran tan precarias que únicamente por la inmortalidad
del Verbo podían llegar a la incorruptibilidad e inmortalidad del primer grado,
o imposibilidad de morir.
Ha sido muy corriente
presentar a Gregorio de Autum como
un mero precursor de Escoto, cuando
en realidad no hizo sino recoger la tradición patrística respecto a la
deificación del hombre por el Verbo encarnado. Su doctrina puede quedar
sintetizada en este párrafo:
"Peccatum primi hominis non fuit causa incarnationis Christi, sed potius
fuit causa mortis et damnationis. Causa autem Christi incarnationis fuit
praedestinatio humanae deificationis: ab eterno quippe erat a Deo
praedestinatum, ut homo deificaretur, dicente Domino: Pater, dilexi eos ante
constitutionem mundi (Jn. XVII, 23- 24), subaudi per me deificandos. Sicut enim
Deus est immutabilis oportuit ergo hunc incarnari, ut homo possit deificari. Et
ideo non sequitur, peccaturn fuisse causam ejus incarnationis; sed hoc magis
sequitur, peccatum non potuisse propositum Dei immutare de deificatione
hominis. Siquidem auctoritas sacrae Scripturae et manifesta ratio declarat, Deum
hominem assumpsisse, etiam si homo nunquam pecasse”[6].
Confróntese esta doctrina, eco fiel de los Padres y teólogos orientales,
con las enseñanzas de los teólogos occidentales, que comienzan por preguntarse
al principio de su Cristología si de tal suerte se ha encarnado el Hijo de Dios
para remedio del pecado que no consta se encarnara de no darse semejante
catástrofe, y se comprobará el bajo nivel de las discusiones en torno a esta
pregunta.
Debemos bendecir al Señor
en el hecho de no haber participado los teólogos orientales en las discusiones
de los occidentales acerca de esta cuestión. Su fidelidad a la enseñanza de los
Padres les permite una visión inmensamente más amplia de los planes divinos
sobre el universo. El decreto de la
encarnación flota sobre todas las contingencias del hombre. Ni depende de
ellas, ni ellas caen a su margen. Sin el
Verbo hecho carne no hay posible deificación de la carne, y toda vez que
también los teólogos occidentales colocan la deificación de Adán con anterioridad a la permisión de
su pecado, aquella deificación se verifica de lleno en Cristo y por Cristo, y
consiguientemente dentro de la economía reparadora en que se nos revela
realizada la encarnación del Verbo.
[1] I, 23,
4.
[2] Adv.
Haer., L. 5, praef. PG 7, 1004.
[3] Cf.
San Atanasio, Or. de Incorn., n. 54; PG 15, 958.
[4] Nota del Blog: el texto del
P. Basilio de San Pablo lee “corruptela”.
[5] Adv. Haer, L. 3, c. 18, n. 7; PG 7, 937-938.
[6] De gloria et honore Filii Hominis, super Matth., L. 13; PL 168, 1628.