V
IGUALDAD Y RANGO DE LOS OBISPOS EN EL COLEGIO
EPISCOPAL
Todo lo que hemos dicho
hasta aquí acerca del episcopado, asociado a su cabeza Jesucristo, nos lo presenta con una dignidad tan eminente en la
Iglesia universal[1], que no es posible concebir
otra más alta a no ser la de su cabeza.
Por debajo de esta cabeza
y por encima de todo el cuerpo de la obra divina reciben de Jesucristo los obispos la plenitud del
sacerdocio. Él mismo posee la plenitud «de la que todos reciben» (Jn. I, 16) lo que les conviene; a Él le
pertenece como a la fuente en que se halla la plenitud principal y soberana.
Pero Él mismo da a los
obispos una plenitud de participación, plenitud secundaria y dependiente,
pronta a su vez a derramarse por debajo en la diversidad de los ministros
inferiores.
Ahora bien, quien dice plenitud,
dice aquello a lo que no se puede añadir nada, por lo cual no se puede concebir
una comunicación más abundante del sacerdocio. Así pues, el episcopado no se
puede ampliar; y como, por otra parte, esta plenitud, recibida de Jesucristo y dependiente de Él solo,
constituye su esencia, nada se le puede tampoco sustraer, pues entonces dejaría
de subsistir.
Por ello el episcopado es uno y simple; subsiste igual en todos los
obispos, entero en cada uno, como un bien solidario e indivisible[2].
Por ello todos las obispos, en cuanto miembros de su colegio, son
esencial y necesariamente iguales entre sí en cuanto al fondo y a la sustancia
de su autoridad[3].
Ésta es la razón por la
que san Jerónimo dice que el obispo
de Gubio no es menor que el obispo de Roma[4],
en cuanto uno y otro son obispos. Porque en este pasaje no habla sino del episcopado
igual en todos sin considerar al obispo de Roma como cabeza de la Iglesia
universal, como lo hace en otros lugares[5];
en esta última cualidad hay sin duda
alguna que reconocer en él otro título que él sola posee y que no comunica en
modo alguno a sus hermanos. Él es el vicario de Jesucristo, cabeza del episcopado,
por sí solo más grande que el episcopado; y frente a los obispos que tienen la
plenitud de participación, él representa a la persona de aquel en quien reside
la plenitud principal soberana e independiente.
Así debajo de él solo están todos los demás; por esto en los concilios,
como antes hemos explicado, por bajo del Pontífice Romano o de su representante
local, todos los obispos tienen igual autoridad y un sufragio de igual valor.
Sin embargo, esta perfecta
igualdad de los obispos no excluye el orden ni se ve alterada por el rango que
guardan entre sí ni por las reglas que lo han fijado.
Entre estos hermanos
existen hermanos mayores y como un orden de primogenitura. Los hay antiguos, a
los que se da la precedencia sin alterar la indivisible unidad del episcopado.
Este orden de primacía de honor que existe entre los obispos se basa en
un triple fundamento.
En primer lugar, el Sumo Pontífice, por razón del esplendor que
proyecta sobre su persona y sobre su sede su calidad de vicario de Jesucristo y
de cabeza de la Iglesia universal es, en cuanto obispo, el primero de los
obispos.
A san Pedro se le nombra siempre el primero en el Evangelio (Mt. X, 2; XVII, 1; XXVI, 37; Mc. III, 16; IX,
2; XIV, 33; Lc. VI, 14; VIII, 51; IX, 28.32; XXII, 8; Jn. XX, 3; XXI, 2), y seguramente, en parte, para expresar esta
prerrogativa de su episcopado y del de sus sucesores, fue por lo que el segundo
concilio de Lyón proclamó distintamente, no sólo el principado, sino también la
primacía del Sumo Pontífice[6]: el principado, porque él es
la cabeza de los obispos por encima del episcopado; la primacía, porque él es el primero entre los obispos en el episcopado[7].
Por aplicación del mismo principio, los patriarcas y los metropolitanos,
que participan en grado inferior en el principado de san Pedro, tienen también
una prerrogativa de honor entre los otros obispos y poseen los primeros rangos
entre sus hermanos.
A esta causa de distinción
viene a añadirse una segunda. La Iglesia, por institución positiva,
quiso honrar ciertas sedes más ilustres.
En la Iglesia universal, desde los orígenes, el obispo de Jerusalén
simple sufragáneo del metropolitano de Cesarea, que a su vez dependía del
patriarca de Antioquía, fue situado en el cuarto rango del colegio episcopal,
inmediatamente después del Patriarca de Antioquía y antes de su propio metropolitano.
Así el obispo de
Jerusalén, en el concilio provincial, era convocado y presidido por el de
Cesarea, como se vio bajo el Papa san
Víctor con ocasión de la controversia pascual[8].
El obispo de Cesarea, cabeza del concilio, ocupaba un puesto superior al del
obispo de Jerusalén, por el hecho de comparecer allí no como obispo, sino como
depositario de la autoridad de san Pedro,
confiada a cada metropolitano en su provincia. Pero en el concilio general,
bajo la presidencia del Pontífice Romano, se reintegraba con todos los otros
metropolitanos e incluso patriarcas en el seno del colegio episcopal y todos
recibían allí el rango que les asignaban la tradición y la regla eclesiástica.
Entonces el obispo de Jerusalén, que no era metropolitano, se sentaba antes que
todos los metropolitanos, como cuarto obispo del mundo, precediendo con mucho
al de Cesarea, de cuya sede dependía. Esto
se observó en el concilio de Nicea[9]
y fue reconocido por un célebre canon de esta asamblea[10].
Es útil recordar este
hecho de la historia eclesiástica para mostrar que estas distinciones, en
apariencia sutiles, entre el principado y la primacía en el Papa, y en un grado
inferior en los patriarcas y metropolitanos, eran conocidas y practicadas desde
la más remota antigüedad.
Por lo demás, en las
diversas circunstancias eclesiásticas, análogas
instituciones positivas elevaron igualmente a ciertos obispos por encima de sus
colegas, en Oriente con el nombre de prototronos,
en Occidente con el de decanos.
Así el arzobispo de Tiro
era prototrono de la diócesis de Antioquía[11].
En Occidente, el obispo de Ostia es primer obispo o decano de la provincia de
Roma[12]; el obispo de Autún, de
la provincia de Lyón[13];
el obispo de Londres era decano de la provincia de Cantorbery[14]. En África, el obispo de Cirta
era a perpetuidad primer obispo o primado de Numidia.
Finalmente, y en tercer lugar, dondequiera que faltan razones particulares
para distinguir honoríficamente a los obispos, es decir, dondequiera que no se
puede alegar ni el honor debido a los representantes del principado de san Pedro,
ni el privilegio de la sede o de la persona, los obispos asumen entre ellos el
rango que corresponde naturalmente a los miembros iguales de un colegio, es
decir, el rango de antigüedad. Se
puede incluso decir que éste es el derecho común del episcopado[15].
Estas disposiciones no
deben ser tachadas de minucia e inutilidad. No tienen por objeto fomentar la
tendencia humana a gloriarse con vanas distinciones. Pero los miembros de la
Iglesia deben honrarse mutuamente y mostrarse mutuas consideraciones. Todo está
ordenado y debe estarlo en este admirable cuerpo en que la igualdad no es nunca
confusión.
Así también, como el
derecho de devolución hace que en los casos previstos por los cánones, el
ejercicio de ciertos poderes pase al colegio de los obispos de la provincia
para ser desempeñado por turno, es necesario que este orden sea determinado por
reglas comunes precisas o por auténticos privilegios.
Según estas leyes generales
el orden que se guarda entre los obispos se basa en tres causas de honor: el principado
de san Pedro comunicado a los
patriarcas y a los metropolitanos, privilegio de las sedes ilustres, y la
antigüedad de ordenación, que es el derecho común del episcopado.
[1] Como hemos hecho en toda esta parte, en este
capítulo seguimos considerando a los obispos como ministros de la Iglesia
universal; en la parte cuarta hablaremos de la jurisdicción limitada que
ejercen sobre sus greyes particulares.
[5] Id.,
Contra Joviniano, l. 1, n. 26; PL 23,
247; Carta 15, al Papa Dámaso, 1 y 2:
PL 22, 355: “Así me decidí a consultar a la cátedra de san Pedro y la fe que alabó una boca apostólica... Yo, por mi
parte, que no sigo otro primado que el de Cristo,
a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro,
me asocio por la comunión”.
[8] Concilio de Palestina (hacia 198), Labbe 1, 596; Mansi 1,
709. Cf. Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, l. 5, c. 23; PG
20, 491: «... Éstos (los concilios), que se reunieron entonces en Palestina y
que presidían Teófilo, obispo de la
cristiandad de Cesarea, y Narciso,
obispo de Jerusalén».
[10] Id.,
can. 7; Labbe 2. 31, Mansi 2. 671: «Como la costumbre y tradición comportan que el obispo de Aelia (= Jerusalén)
debe ser honrado, tenga la precedencia de honor, aunque sin perjuicio de la
dignidad que corresponde a la metrópoli»; cf. Hefele 1, 569 (léase el comentario de este canon, ibid., 569.576).
[11] Cf.
Labbe 8, 978.988.1005... Guillermo de Tiro, Gesta de ultramar, l. 14, c. 12; PL 201, 590: «Es cierto que entre
los trece arzobispos que desde los tiempos apostólicos estuvieron sometidos a
la sede de Antioquía, el de Tiro obtuvo el primer puesto, hasta tal punto que
en Oriente se le llamó prototrono.».