VI
INSTITUCIÓN DE LOS OBISPOS
Dependencia de la sede apostólica.
Después de haber expuesto
la constitución de la Iglesia universal y de haber mostrado cuáles son en ella
la soberanía de la cabeza y la dependencia de los miembros, nos queda por
explicar la doctrina concerniente a la transmisión del episcopado.
Aquí no hallamos ninguna
dificultad, y lo hasta aquí expuesto basta para darnos a conocer como con
evidencia que el episcopado no tiene otra fuente sino a Jesucristo y al vicario de Jesucristo,
en la indivisible unidad del mismo principado.
En efecto, como nuestra
jerarquía imita la sociedad divina de Dios y de su Hijo, Cristo Jesús, no puede,
al igual que este tipo augusto, admitir en sí misma otro orden de las personas
que el de la procesión, es decir, de la misión dada y recibida.
Si, pues, el episcopado es
dependiente de san Pedro, esta dependencia
basta para mostrar que procede de san
Pedro y que los obispos reciben de él su misión.
Esta doctrina resultará
más clara todavía si tenemos presente que la
dependencia en el episcopado no es sino la misión misma, en cuanto ésta es
recibida en forma continua y habitual por los obispos.
Ya dijimos que la misión
no es un acto puesto una vez y que ya no tiene existencia sino en sus efectos,
sino que constituye una relación permanente, fuera de la cual dejan de
subsistir los poderes conferidos por ella. Es una fuente que no puede cesar de
manar sin que acabe por desecarse la tierra, un sol que no puede retirar sus
rayos sin que las tinieblas invadan el espacio.
Esto es, por lo demás, la aplicación
de una ley general de las obras de Dios: las criaturas, en efecto, no persisten
en el ser que tienen recibido de Él sino por el acto conservador que es la
creación misma continuada. O más bien se trata aquí de una imitación de las
leyes augustos de la vida que hay en Dios mismo: en Él es eterno el nacimiento
del Hijo y le constituye en una dependencia de origen que no tiene principio ni
fin y que no puede ser suspendida ni destruida.
Asimismo, y por una semejanza fiel de este tipo impreso en la jerarquía,
los poderes de los pastores, recibidos por ellos al comienzo en la misión legítima,
no pueden subsistir fuera de esta misión que opera en ellos en forma continuada
y habitual.
Así pues, su origen constituye indudablemente toda su dependencia, y por
ello sus poderes están incesantemente de tal manera vinculados al que los ha
conferido, que sólo él puede siempre retenerlos, suspenderlos, moderar su
acción o destruirlos, como que es el principio siempre operante en ellos; por
ello la dependencia y la relación de origen son ciertamente en el fondo una
misma y única cosa.
Así, depender de san Pedro es para el episcopado, con toda claridad,
tener de él el origen de la misión; y por la naturaleza misma del episcopado,
que es esta dependencia, es preciso que los obispos sean instituidos por él y
sólo por él.
No es, por tanto, por una disposición arbitraria, sino por la necesidad
misma del orden divino de la Iglesia por lo que sólo san Pedro puede crear un
obispo y por lo que no hay episcopado legítimo o posible fuera de este único
origen.
Esto lo declara con estas
bellas palabras un autor griego citado bajo el nombre de san Gregorio Niseno: «A
Pedro corresponde procurarse colegas en el apostolado y elevarlos a esta alta dignidad,
y sabemos que esto no corresponde a ningún otro, exceptuando sólo a Jesucristo:
porque este poder rebasa toda dignidad y toda soberanía; y entre todos los
mortales sólo Pedro lo obtuvo, porque sólo él ha sido constituido por Jesús cabeza
y príncipe en lugar de Él mismo, y sólo él ocupa el lugar de Cristo con
respecto al resto de los hombres»[1].
Los textos análogos forman
como la trama de la tradición y este autor no es aquí sino el eco de todos los
padres.
Escuchemos a estos
antiguos doctores:
San Inocencio I: «De la sede apostólica dimanan el episcopado y
toda su autoridad»[2]. «Pedro es el autor del nombre y de la dignidad de los obispos»[3].
San León: «Todo lo que Jesucristo ha dado a los otros obispos, se lo ha dado por Pedro»[4].
«De él como de la cabeza, se derraman sus dones por todo el cuerpo»[5].
Tertuliano: «El Señor dio las llaves», es decir, la
jurisdicción, «a Pedro, y por él a
la Iglesia»[6].
San Optato de Milevi: «Sólo san
Pedro recibió las llaves para comunicarlas a los otros pastores»[7].
San Gregorio Niseno: «Jesucristo
dio, por Pedro, a los obispos las
llaves de los bienes celestiales»[8].
Otros todavía: «El Señor
dio el cargo de apacentar sus ovejas a ti primeramente», sucesor de san Pedro, «y luego, por tí, a todas
las Iglesias esparcidas por el universo»[9].
«Esta sede transmite sus derechos a toda la Iglesia»[10].
Podríamos multiplicar las
citas.
Como consecuencia de esta
doctrina recibida universalmente se decía que los obispos, que reciben de Pedro su institución y toda su
jurisdicción, en esa unidad que tenían con él ocupaban “el puesto de Pedro»[11],
sucedían a Pedro[12],
eran «los vicarios de Pedro»[13], porque, dice un concilio
de Reims, «su poder no es sino la autoridad divinamente conferida a los obispos
por el bienaventurado Pedro»[14].
Y nosotros podemos notar, de paso, que si el poder de instituir los
obispos pertenece a Pedro, a él también pertenece necesariamente el poder de juzgarlos
y de deponerlos. Estos dos poderes se corresponden: es evidente que al que da
la misión le pertenece retirar o más bien retener este don; quitar es aquí
propiamente retener o cesar de dar; y como la misión constituye una comunicación
permanente de poder y de vida que va de la cabeza a los miembros, basta con que
la cabeza cese de derramar este don de vida sobre los miembros para que éstos
se vean heridos de impotencia y de muerte; y en el fondo hasta tal punto
corresponde al vicario de Jesucristo, fuente del episcopado, deponer a un
obispo, que con ello no hace más que retirarse de uno de sus hermanos para
dejarlo inerte y sin vida en la jerarquía.
Estas nociones son tan
evidentes por la relación que tienen con los fundamentos del orden jerárquico,
que no se pueden negar u oscurecer sin destruir estos mismos fundamentos o
sacudirlos haciendo así incierta toda la economía divina de la Iglesia.
Así la historia de todos
los siglos, en un lenguaje diferente según los tiempos, pero siempre
suficientemente claro para quien procure entenderlo, está de acuerdo con la teología
para proclamar estas nociones y ponerlas a plena luz.
Ha habido autores
católicos que, a nuestro parecer, han concebido con demasiada facilidad que la
disciplina de los primeros siglos de la Iglesia en la institución de los
obispos no era tan favorable al poder del Soberano Pontífice como la de los
tiempos modernos, como si esta grave materia perteneciera enteramente a la legislación
humana o propiamente eclesiástica.
Pero aquí están implicados
los principios inmutables de la jerarquía y es necesario mostrar que siempre se
han enseñado claramente y se han mantenido por una tradición pública y
universal y que han constituido el fondo de la disciplina de todas las edades,
las cuales los han proclamado con la misma unanimidad.
[5] Id.,
Carta 10, a los obispos de la provincia
de Viena de la Galia, 1; PL 54, 629: «El Señor quiso que el misterio de
este cargo fuera ligado al oficio de todos los apóstoles, aunque poniéndolo
principalmente en el muy bienaventurado Pedro,
soberano de todos los apóstoles; y
quiso que de él, como de una cabeza, se derramaran sus dones por el cuerpo
entero.» Cf. Gregorio XVI, Encíclica
Commissum divinitus (17 de mayo de
1835).