viernes, 7 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. IV (II Parte)

Fundación de las iglesias.

En primer lugar, por lo que respecta al establecimiento mismo de las Iglesias, en un principio los apóstoles, y después de ellos los primeros discípulos, obraron en virtud de aquella misión general: «Id, haced discípulos de todas las naciones» (Mt. XXVIII, 19), puesto que el Evangelio no les da otra. Ahora bien, esta misión respecta constantemente al episcopado. En efecto fue dada propiamente al colegio episcopal, puesto que su eficacia debía durar hasta el fin del mundo, conforme a lo que sigue en el texto sagrado: «Y yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. XXVIII, 20). Es la doctrina de san Agustín, que nunca ha hallado contradictores.
Mas esta misión fue dada anteriormente a toda delimitación territorial y antes de que obispo alguno tuviera poder particular sobre un pueblo determinado. Precedió a la fundación de las Iglesias, que en lo sucesivo serían asignadas a cada miembro del colegio; así los obispos recibieron en la persona de los apóstoles una misión, verdadera y primitivamente general, de anunciar el Evangelio a las naciones infieles.
Ahora bien, estas palabras encerraban el precepto al mismo tiempo que conferían el poder, y como precisamente en virtud de esta primera misión fueron los apóstoles a sembrar el Evangelio por el mundo y a fundar las primeras Iglesias, parece ser que en éstas actuaron verdaderamente como obispos y en virtud de los poderes conferidos al  episcopado, y que por consiguiente no se pueden restringir a sus solas personas los poderes encerrados en esta misión misma y expresados por ella.
Mas, si por la misión apostólica no salían fuera del rango y de los límites del episcopado, lejos de ejercer en esto un poder soberano sin depender de ningún superior acá abajo ni tener que rendir cuentas de sus trabajos más que a Dios, por ello mismo y en su calidad de obispos estaban plena y perfectamente constituidos en toda dependencia de san Pedro, vicario de Jesucristo, dependencia que es la esencia misma del episcopado.
Estaban, por tanto, sometidos siempre enteramente a san Pedro, su cabeza, que ocupaba el lugar de Jesucristo en medio de la Iglesia naciente; debían darle cuenta de sus trabajos, le debían obediencia, recibían sus directrices y su aprobación, no fuera que corrieran en vano, como dice san Pablo (Gál. II, 2). Y si al exterior usaban de mayor libertad, era porque san Pedro, su hermano al mismo tiempo que su cabeza, les dejaba obrar así para el bien del mundo.
Y no se objete aquí que todos habían sido, como él, elegidos e instituidos por nuestro Señor mismo, como si por ello debiera quedar disminuida su dependencia; porque esto no cambia nada del fondo de las cosas. Una vez que la fuente de su autoridad, Jesucristo, había quedado desde entonces y para siempre situada aquí en la tierra indivisiblemente en el vicario que Él mismo se creó, esta autoridad, que dimana originariamente de Jesucristo, por esto mismo no cesaba de dimanar del vicario de Jesucristo en forma habitual y continua sobre ellos y sobre las otros obispos que ellos ordenaban; y por ello a este vicario, en su unidad con aquel a quien representa, se le llama «el origen del apostolado»[1].

Esto es tan cierto que san Pedro pudo desde el comienzo instituir un nuevo apóstol en lugar del traidor Judas (Act. I, 15-26); pudo instituirlo él solo por su propio poder dice san Juan Crisóstomo, aunque por pura condescendencia llamó a la asamblea a tomar parte en la designación de su persona[2] y este apóstol establecido por san Pedro no será en nada inferior a los que estableció Jesucristo mismo.
Porque, de la misma manera - para volver a una comparación que ya hemos propuesto anteriormente-, hasta en los rangos de las jerarquías inferiores no hay diferencia entre el clero instituido por el obispo y el instituido por el vicario del obispo; la institución del uno y del otro es igual y los somete igualmente al obispo y al vicario como a un solo e indivisible poder.
Y sin embargo, si proponemos por segunda vez esta comparación, nos damos bien cuenta de que los términos no son en modo alguno, plenamente equivalentes y que aquí tiene toda la ventaja el vicario de Jesucristo.
En efecto, la institución del vicario episcopal es siempre precaria; es puramente accidental, por decirlo así; la Iglesia particular no se funda en ella, nada en ella es necesario; es institución puramente humana que depende siempre de la voluntad de los hombres.
Sólo el vicario de Jesucristo posee su título por institución divina, que es eterna y sin arrepentimiento: y esta institución es además la institución principal en la Iglesia, el fundamento sobre el que reposa todo el edificio y sobre el que se eleva sin cesar «para  subir hasta los cielos»[3], es permanente, como la Iglesia misma que debe sostener, por lo cual es por excelencia la institución ordinaria;  por ello el Soberano Pontífice, aun siendo verdadera y puramente un vicario y el vicario de Jesucristo, es en toda plenitud y en todo el sentido de la palabra, el ordinario[4] de la iglesia universal.
Por lo demás, los apóstoles sometidos a san Pedro, que ocupaba a sus ojos el puesto de Jesucristo, no estaban expuestos al peligro de sustraerse a esta dependencia. Porque así como estaban confirmados en la gracia y en la santidad por un privilegio personal, estaban también singularmente confirmados en su comunión, que es inseparable de la santidad y que lleva consigo esencialmente esta dependencia.
Y si se quiere saber por qué obraban con más imperio que los obispos sus sucesores, aunque bastaría con lo que antes hemos dicho, a saber, que tenían para ello el consentimiento de su cabeza, sin embargo, todavía se pueden dar de ello varias razones  manifiestas y poderosas.
En primer lugar era necesario que en los primeros días de la Iglesia y por razón de las necesidades del Evangelio, se ejerciera con tal amplitud el poder de los apóstoles.
En segundo lugar, por entonces no se había impuesto ninguna restricción: había que conquistar la tierra. Los apóstoles tenían en ello todos los derechos de los primeros ocupantes, al mismo tiempo que tenían necesidad de plena libertad para fundar la religión. En las tierras que recorrían ellos y sus primeros discípulos no estaba todavía establecida ninguna Iglesia, no había jurisdicción particular, y la jurisdicción de la Iglesia universal se ejercía solamente por su ministerio. Actuaban no como pastores particulares sino únicamente como ministros de la Iglesia universal.
En tercer lugar, tal libertad estaba exenta de peligros, y los apóstoles usaban de ella con toda seguridad porque estaba garantizada contra las desviaciones y los abusos por la asistencia divina y por los dones personales de santidad y de inspiración con que habían sido agraciados.
Finalmente, también se puede decir que aquella gran latitud y aquel pleno ejercicio del poder tenían además la ventaja de honrar en la Iglesia ante los pueblos y en los siglos que habían de venir su singular vocación y las gracias especiales que Jesucristo había vinculado.
Sin embargo, lo que se manifestaba con tanto esplendor y plenitud eran precisamente los poderes mismos del episcopado realzados por aquellos dones singulares. Ésta es la razón por la que los apóstoles, que no podían transmitir sus dones personales, pudieron comunicar los poderes a los primeros obispos, sus discípulos, a los varones apostólicos mencionados en la Escritura, a san Marcos, san Tito, san Timoteo y a tantos otros después, enviándolos a predicar a las naciones infieles.
Los primeros sucesores de los apóstoles heredaron esta misión. «Otros muchos todavía además de estos, dice Eusebio eran celebrados en aquella época, poseyendo el primer rango de la sucesión de los apóstoles. Discípulos magníficos de aquellos hombres, edificaban sobre los fundamentos de las Iglesias que los apóstoles habían comenzado a establecer en todo lugar; incrementaban más y más la predicación y sembraban las semillas saludables del reino de los cielos en toda la extensión de la tierra habitada.
“En efecto, gran número de los discípulos de entonces, penetrados en sus almas por el Verbo divino con un amor muy vivo de la filosofía, cumplían primeramente el consejo del Salvador distribuyendo sus bienes a los indigentes; luego, abandonando sus países, realizaban la labor de evangelistas, con la ambición de predicar la palabra de la fe a los que no habían oído todavía nada de ella, y de transmitir los libros de los Evangelios divinos. Ellos ponían sólo los fundamentos de la fe en algunos lugares extranjeros, luego establecían allí a otros pastores confiándoles el cuidado de cultivar a los que acababan de introducir (en la Iglesia). Luego partían de nuevo a otros países y a otras naciones con la gracia y la ayuda de Dios, porque los numerosos y maravillosos poderes del Espíritu divino obraban por ellos todavía en aquel tiempo... Nos es imposible enumerar (y citar) por sus nombres a todos los que entonces, en la época de la primera sucesión de los apóstoles, fueron pastores o evangelistas en las Iglesias del mundo»[5].
Así con el episcopado se transmitía la misión de extender el Evangelio y de fundar las Iglesias. Era un hecho común en los albores de la religión; y aun cuando el establecimiento de las Iglesias en todo el universo hiciera cada vez más raras las ocasiones, el episcopado no cesó todavía en lo sucesivo de usar largo tiempo de aquella misma libertad. Así se vio a obispos exilados aprovechar su exilio para predicar el Evangelio a los bárbaros.
Es muy cierto, sin embargo, que desde los primeros tiempos, al lado de aquellas empresas de los varones apostólicos, fundadas en el poder común del episcopado, poder emanado, en su fondo, de san Pedro y sometido enteramente a su soberanía, aparecieron en la fundación de las Iglesias las delegaciones expresas conferidas por el Sumo Pontífice.
San Pedro y los primeros Papas enviaron verdaderos legados entre las naciones infieles. San Pedro delegó a los primeros obispos de Hispania; san Clemente, o san Pedro mismo, dio misión expresa a los primeros obispos de las Galias[6].
Pero estas delaciones explícitas, por muy frecuentes que se las suponga, no bastan para explicar naturalmente y sin violencia todos los hechos de la historia. Numerosos varones apostólicos no pudieron recurrir a ellas, y en su caso hay que volver al simple poder episcopal.
En lo sucesivo se hicieron los ejemplos cada vez más raros.
A medida que la fundación de las Iglesias particulares, sucediendo a la conquista evangélica, aplicó tal poder a aquellos rebaños particulares, restringió por el hecho mismo el campo de esa actividad más general que respecta a los pueblos por conquistar y que debe cesar con el establecimiento de las jerarquías locales.
Por lo demás, en esta explicación de las hechos primitivos no hay nada que pueda perturbar el orden: porque en esto, como en todo lo demás, el poder episcopal está por esencia enteramente subordinado, en su ejercicio como en su fuente, a la cabeza de la Iglesia, único centro y principio, único regulador soberano e independiente, de todo poder legítimo en la Iglesia. En la plenitud de su soberanía pudo en los primeros tiempos dejar a dicho poder toda esa latitud, como pudo luego restringirlo y ligarlo a su arbitrio.
Los primeros obispos, sucediendo al poder apostólico para extender la religión y predicar el Evangelio, le estaban, por tanto, enteramente sometidos en este ministerio, y a fin de que ninguna incertidumbre viniera a oscurecer esta dependencia, fue puesta a plena luz por las restricciones que, con el tiempo, pusieron los Soberanos Pontífices al ejercicio de la predicación episcopal en la obra de las misiones, retirándoles el cargo de anunciar el Evangelio a los infieles y reservándoselo.
En efecto, poco a poco, los ejemplos de los obispos que predicaban a los infieles por la simple autoridad del episcopado y como ministros de la Iglesia universal, fueron haciéndose más raros a medida que fue siendo más fácil recibir expresamente del jefe de la Iglesia, poderes e instrucciones. Poco a poco, los predicadores del Evangelio fueron comúnmente – bajo título de nuncios, legados, vicarios o misioneros apostólicos— revestidos de la calidad de enviados del Soberano Pontífice, calidad que había aparecido ya desde los tiempos de san Pedro, hasta que por fin la Santa Sede se reservó en tiempo ordinario toda la obra de las misiones, para el bien mismo del apostolado y a fin de hacer más eficaz y mejor ordenada la obra de los misioneros[7].
Mediante esta reserva, que es desde hace tiempo el derecho constante y general del apostolado entre los infieles, el vicario de Jesucristo ligó ya generalmente en su ejercicio el poder de los obispos para la propagación del Evangelio, aun cuando este poder siga siendo en el fondo propiedad habitual del colegio episcopal; y el efecto de esta reserva no puede ser suspendido sino por voluntad expresa del Soberano Pontífice o, en la imposibilidad de consultarlo, por circunstancias y necesidades extraordinarias que impliquen la presunción cierta de su consentimiento.
En cuanto al derecho que posee de ligar a su arbitrio el ejercicio de todos los poderes de los miembros de la jerarquía sin herirla en su esencia y sin afectar al fondo mismo de sus poderes, recordemos la doctrina expuesta en la parte segunda.



[1] Pseudo Cipriano (obispo africano anónimo). Contra los jugadores de dados (De aleatoribus), 3, 93. San Inocencio I (402-417), Carta 2, a Victoricio. 2; PL 20, 470: «Por quien el santo apóstol Pedro comenzaron el apostolado y el episcopado en CristoSan Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica, 4, PL 3, 499-500: «No estableció, sin embargo, sino una sola cátedra, y organizó con la autoridad de su palabra el origen, la modalidad y la unidad; Id., Carta 45, al Papa Cornelio, 14; PL 3, 818-819: «Osan navegar hasta la cátedra de Pedro y la Iglesia principal de donde salió la unidad del sacerdocio”; San Optato De Milevi (entre 365 y 385), Sobre el cisma donatista, l. 7, C. 3; PL, 11, 1087: “Sólo Pedro recibió las llaves del reino de los cielos que él debía comunicar a los otrosSan Inocencio I, Carta 29, al concilio de Cartago, 1; PL 20, 583: «Sabéis lo que se debe a la sede apostólica, de donde viene el episcopado mismo y toda autoridad de este nombre de obispo.» Id., Carta 30, al concilio Milevitano (416). 2; PL, 20, 500: «Cada vez que se agita una cuestión de fe pienso que todos nuestros hermanos colegas en el episcopado sólo deben dar cuenta de ello a Pedro como al autor de su  nombre y de su dignidad de obispos.»

[2] San Juan Crisóstomo, Homilía 3 sobre los Hechos: PG 600, 34-36: “Ved cómo Pedro lo hizo todo por unánime consentimiento, sin imponer nada por su autoridad o su poder supremo... Permitió a la asamblea que decidiera... ¿Pues qué? ¿Es que Pedro mismo no podía escoger por sí solo? Podía, sí, pero no lo hizo.» Cf. Pío VI, decreto Super soliditate (28 de noviembre de 1786).

[3] Concilio Vaticano, constitución Pastor aeternus, preámbulo; Dz. 3051: «Al anteponer el bienaventurado Pedro a los demás apóstoles, en él instituyó un principio perpetuo de una y otra unidad y un fundamento visible sobre cuya fortaleza se construyera un templo eterno, y a la altura de la Iglesia, que había de alcanzar el cielo.» Cf. San León, Sermón 4, en el aniversario de su consagración, 2, citado por la constitución apostólica Pastor aeternus (18 de julio de 1870). Sobre la misma idea vuelve Pío IX en  su alocución a una diputación católica internacional (7 de marzo de 1873).

[4] San Alberto Magno (1206-1280), Suma Teológica, p. 2, tr. 23. q. 141 memb. 3, ed. Borgnet, Vives, 1895, t. 33, p. 484: «El Papa es el ordinario de todos los hombres, porque ocupa el puesto de Dios en la tierra.» Concilio Vaticano, constitución Pastor aeternus, c. 3; Dz 3060: «Enseñamos, por ende, y declaramos que la Iglesia romana, por disposición del Señor, posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras.» Cf. Concilio de Letrán IV (1215), c. 5; Labbe 11, 163; Mansi 22, 991; Dz 811: «Después de la Iglesia romana, la cual, por disposición del Señor, tiene sobre todas las otras, la primacía de potestad ordinaria.» Pío VI (1775-1799), Respuesta a los metropolitanos, a propósito de los nuncios apostólicos: «La verdad tomada de las fuentes del dogma... es que este primado de origen divino... Tiene en sí el poder estable, perpetuo, absoluto en todas las cosas, de apacentar, de dirigir y de gobernar tanto a los pueblos como a los pastores de los pueblos.»

[5] Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, l. 3, c. 37; PG 20, 291-294.

[6] San Inocencio I, Carta 25, a Decencio de Gubio (marzo de 416), 2; PL 20, 552: «En efecto, ¿quién no sabe y no observa que debe ser respetado por todos lo que fue dado por Pedro, cabeza de los apóstoles, a la Iglesia romana y guardado hasta este día? Sobre todo cuando es claro que en toda Italia, en la Galia, en España, en Africa, en Sicilia y en las islas adyacentes nadie ha fundado Iglesias sino los que el venerable apóstol Pedro o sus sucesores establecieron como obispos (sacerdotes).» San Anselmo De Luca (1036-1086), Contra Guiberto, 2; PL 149, 456: «El muy bienaventurado apóstol, primer pontífice de la Iglesia, envió a los primeros pontífices primero a las sedes patriarcales de Oriente, luego a las ciudades de Occidente”. San Zósimo (417-418), Carta 1, a los obispos de la Galia, 1; PL 20, 645: «De esta sede (Roma), el soberano obispo Trotimo fue enviado a esa ciudad de Arlés; y de esta fuente recibió toda la Galia los ríos de la fe.» En antiguos manuscritos de Arlés se lee: «El apóstol Pedro envió a la Galia algunos discípulos para predicar a los pueblos la fe en la Trinidad: designó a estos discípulos para cada ciudad. Así Trófimo, Pablo, Marcial, Austremonio, Graciano, Saturnino, Valerio y otros más fueron elegidos por el bienaventurado apóstol para acompañarles».

[7] Código de derecho canónico, can. 1350, § 2: «En todos los demás territorios se reserva exclusivamente a la Sede Apostólica todo el cuidado de las misiones entre los no católicos.»