IV
LA ACCIÓN EXTRAORDINARIA DEL EPISCOPADO
En qué consiste.
El poder del episcopado en
el gobierno de la Iglesia universal se ejerce de manera ordinaria por los
concilios y por el concurso menos llamativo que los obispos dispersos, unidos
siempre en la dependencia y bajo el impulso de su cabeza, se prestan sin cesar
para el mantenimiento de la fe y de la disciplina.
Pero este poder del episcopado ha tenido también en la historia manifestaciones
extraordinarias que conviene reducir a la misma subordinación y someter a las
mismas leyes esenciales de la jerarquía.
Queremos hablar aquí primeramente de la autoridad desplegada por los
apóstoles, sus discípulos y los obispos de los primeros tiempos, sus sucesores,
para anunciar por todas partes el evangelio y establecer la Iglesia y en
segundo lugar de las acciones extraordinarias por las que en lo sucesivo se vio
a obispos que no vacilaron en remediar las necesidades urgentes del pueblo
cristiano y en reanimar, con el empleo de un poder cuasi-apostólico, a Iglesias
puestas en peligro extremo por los infieles y los herejes.
Se ha abusado de estos hechos para ampliar desmesuradamente la autoridad
de los obispos y darles una como soberanía primitiva e independiente.
Es, por tanto, necesario
destruir este fundamento de error. Para hacerlo recordaremos sencillamente la
doctrina expuesta en nuestra parte segunda, donde hemos tratado de las
relaciones de dependencia esencial que unen a las Iglesias particulares y a la
Iglesia universal, y referiremos estos hechos a las leyes ya conocidas de la
jerarquía, leyes que siempre y en todas partes establecen la completa
subordinación de los obispos a su cabeza.
Y en primer lugar conviene recordar que la Iglesia universal, que
precede en todo a las Iglesias particulares, posee antes que éstas y conserva
siempre soberanamente la misión de predicar en todas partes el Evangelio y de
salvar las almas.
De aquí se sigue que la jerarquía de la Iglesia universal, que no se ve
despojada de su autoridad inmediata sobre las almas ni siquiera por el establecimiento
de las Iglesias particulares, es la única encargada de la salvación de los
hombres cuando éstas faltan, y despliega sus poderes para proporcionarles este
beneficio.
Esta jerarquía es la del Papa y de los obispos. Al Papa corresponde la acción
soberana y principal. Pero los obispos mismos, por cuanto le están asociados
como ministros de la Iglesia universal, están llamados a tomar parte en esta
acción. Entonces aparecen revestidos de un poder que no está limitado a sus
greyes particulares y que se ejerce en los lugares donde no se han fundado
todavía Iglesias particulares ni se han establecido obispos titulares, y en
aquellos en que las jerarquías locales han sido establecidas, pero se ven
atacadas en su existencia o heridas de importancia.
Este poder extraordinario del episcopado está, desde luego, siempre y
por su esencia misma absolutamente subordinado a Jesucristo y a su Vicario,
puesto que los obispos no son nada en la Iglesia universal al margen de esta
dependencia que es su orden mismo.
Si llamamos extraordinarias a
estas manifestaciones del poder universal del episcopado bajo su cabeza, el Vicario
de Jesucristo, contrariamente a lo que sucede en los concilios, donde este
poder es ordinario, es porque la necesidad que las origina no es, en modo
alguno, un estado de cosas ordinario y regular.
El establecimiento y la plena actividad de las Iglesias particulares es,
en efecto, el estado normal y habitual de la santa Iglesia católica. Ésta vive
de su existencia y se regocija de su buena salud; sufre de su debilidad y
recibe menoscabo cuando perecen; porque las Iglesias particulares no son, ni mucho
menos, una institución accidental y que pueda ser suplida en forma duradera por
el apostolado o la obra de las misiones. El apostolado no tiene otro objeto que
el de establecer estas Iglesias. Y cuando están formadas cesa y cede el paso a
su gobierno ordinario.
Pero si la falta de las
Iglesias particulares reclama la acción inmediata de la Iglesia universal y
puede abrir el paso a esta acción extraordinaria del episcopado, esto sucede
manifiestamente en dos ocasiones:
En primer lugar cuando las Iglesias particulares no están fundadas en absoluto,
y esto es propiamente el apostolado; luego, cuando las Iglesias particulares
están como abatidas por la persecución, la jerarquía o algún grave obstáculo
que anula y suprime enteramente la acción de sus pastores;
éste es el caso, más raro, de la intervención extraordinaria del episcopado que
acude en su ayuda.
Aquí proponemos modestamente
nuestro sentir, y aun respetando el de los autores que tratan de explicar por
otros medios estos hechos de la historia, pensamos que el poder del episcopado,
poder que le viene de su cabeza y actúa en dependencia de ella, basta para dar
plenamente razón de los mismos.
Pensamos que por debajo de
la soberana autoridad de Jesucristo,
confiada plenamente a su Vicario, no ha habido nunca en la Iglesia católica
otro poder jerárquico que el del episcopado, que fue el de los apóstoles, y no
creemos útil reconocer, ni siquiera a éstos, una soberanía particular situada
fuera de la sagrada jerarquía, tal como lo vamos a exponer.