martes, 11 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. IV (IV Parte)

Dones constitutivos del apostolado.

De toda esta exposición resulta que el episcopado ha heredado, en toda su plenitud, la jurisdicción ordinaria y transmisible dada a los apóstoles en la Iglesia universal - jurisdicción que depende esencial y plenamente del vicario de Jesucristo- y que en todo el rigor y extensión de los términos son los obispos los sucesores de los apóstoles.
No pretendemos, sin embargo, negar que los apóstoles recibieran de Jesucristo dones especiales que no están comprendidos en el tesoro del episcopado[1]. Los teólogos modernos distinguen en ellos el apostolado propiamente dicho y el episcopado que debían transmitir[2].
Nosotros admitimos sin dificultad esta distinción; pero, a nuestro parecer, el privilegio de los apóstoles y el don incomunicable que se les habían otorgado no comprendían la misión ordinaria de predicar el Evangelio y de establecer las Iglesias, puesto que comunicaron esta misión a los primeros obispos, sus discípulos, sino más bien las prerrogativas admirables con que fueron honrados por la operación divina y que les eran necesarias  para la función de la Iglesia.
Y, por lo pronto, los apóstoles estaban confirmados en gracia; tenían el don de hacer milagros, la inspiración e infalibilidad personal por una asistencia especial del Espíritu Santo.
Estos preclaros dones les eran de gran ayuda para el establecimiento de la religión; pero no tienen el carácter de institución jerárquica.
En efecto, la autoridad conferida a la Iglesia por su divino Esposo no implica en sus ministros la santidad personal, el don de hacer milagros ni la inspiración, pero se extiende hasta sobre estos mismos dones.
A la Iglesia es a quien compete declarar con autoridad la inspiración de los libros sagrados y fijar el canon de las Escrituras; a ella le corresponde determinar el carácter milagroso de los hechos extraordinarios y discernir entre las obras de la potencia divina y los prestigios y las ilusiones; a ella sola le incumbe reconocer y afirmar la santidad de los siervos de Dios y canonizar a los santos.
Éste es el poder ordinario y verdaderamente jerárquico del que es depositaria, y este poder se extiende, no vacilamos en decirlo, hasta sobre los escritos y los milagros de los apóstoles mismos.
Por lo demás, a estas señales extraordinarias de la santidad y de la asistencia divina añadían todavía los apóstoles el cargo de promulgar, de parte de Dios, las verdades reveladas por Jesucristo y el Espíritu Santo, e incluso aquellas de las que había dicho Jesucristo: «Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero ahora no podéis llevarlas. Cuando venga el Espíritu de verdad, Él os conducirá a la verdad entera… porque tomará de lo mío para daros parte de ello» (Jn. XVI, 12-14).

Era éste, a no dudarlo, un privilegio singular y magnífico, que ellos solos poseían, pues ellos solos eran los primeros testigos de la palabra de Dios y como la fuente de donde debía brotar el río de la tradición para correr por todos los siglos.
De ahí la inmensa autoridad moral de que estaban revestidos en el orden sobrenatural y frente a la Iglesia naciente. Esta autoridad moral se extendía a sus discípulos, a los que ellos habían elevado al episcopado haciéndolos en esto sus iguales en el orden jerárquico. Eran sus directores por una como paternidad augusta y por la asistencia del Espíritu Santo, al que la Iglesia reverenciaba en ellos, y los discípulos no podían negarse a obedecer los oráculos de su boca divinamente inspirada.
Tal es sin duda, a nuestro parecer, el apostolado en cuanto se distingue del episcopado en la persona de los apóstoles, es decir, el conjunto de los privilegios y de los dones incomunicables que habían recibido y que no debían transmitir a sus sucesores los obispos.
Pero, repitámoslo, en estos dones no comprendemos la misión misma de anunciar el Evangelio y de fundar Iglesias; esta misión debían, en efecto, transmitirla. En vida la comunicaron a sus discípulos que debían ser sus sucesores, y a nuestro parecer reposa ahora ya en ese tesoro del episcopado que se conservará en su integridad hasta el fin de los tiempos.
En virtud de esta misión, en calidad de primeros obispos — en toda la plenitud de este título y en toda la sumisión que implica con respecto al vicario de Jesucristo — fue como ejercieron los apóstoles su ministerio sin otros límites de territorio que los que ellos mismos se impusieron cuando san Pedro les distribuyó el mundo, y de que habla el apóstol san Pablo cuando declara que ya no hay lugar para su apostolado en los sitios en que ha sido anunciado Cristo (Rom XV, 23).
Así los dones recibidos por los apóstoles en su misión se descomponen en dos elementos: por una parte el poder que debían transmitir a sus discípulos, venidos a ser sus hermanos en el episcopado; por otra parte los privilegios personales que debían terminar con sus vidas.
Algunos teólogos modernos han dado quizá demasiada extensión a estos últimos privilegios. Han hecho del apostolado un poder soberano que se ejerce como con cierta independencia sobre la Iglesia universal, tan extenso, en ciertos aspectos, como el del vicario de Jesucristo, y, como él, divinamente instituido con sus caracteres de plenitud y de soberanía[3]. Según este modo de ver, los apóstoles, enviados por el Hijo de Dios como san Pedro, no estaban sometidos a éste por el origen y la esencia misma de su misión, sino únicamente por una disposición positiva del Salvador y para el bien de la unidad. Así, por ejemplo, Suárez se pregunta si los apóstoles que sobrevivieron a san Pedro debían obediencia a sus sucesores, desde entonces meros cabezas de la jerarquía eclesiástica y despojados de la aureola de los privilegios personales que ellos mismos conservaban. Resuelve la cuestión afirmativamente[4], pero a sus ojos, la pregunta es suscitada por la naturaleza misma del apostolado tal como él lo contiene.
Fácilmente se echa de ver que en este sistema tenía la mayor importancia distinguir entre un poder tan extenso y el episcopado mismo. Había que resistir al abuso que, sobre este fundamento, los adversarios de la Santa Sede y los perturbadores de la jerarquía iban a hacer del título de sucesores de los apóstoles dado constantemente a los obispos por la tradición.
Marco Antonio de Dominis, partiendo, como de un punto incontrovertido, de la soberanía universal de los apóstoles, daba al episcopado la autoridad principal en la Iglesia, y a cada obispo un poder universal y soberano, error monstruoso que fue condenado por la Sorbona[5].
Las grandes discusiones que en la época del concilio de Trento tuvieron lugar sobre el origen del poder episcopal indujeron a separar todavía más la causa de los apóstoles de la de los obispos. Para establecer la dependencia de origen que vincula todo el poder de éstos al vicario de Jesucristo, se distinguió su misión de la de los apóstoles y se concedió demasiado fácilmente a nuestro parecer, que ésta, emanada directamente  de Jesucristo, no procedía en modo alguno de san Pedro. Nosotros, por el contrario, pensamos que todo el poder de los apóstoles dependía actualmente de san Pedro, que dimanaba de él habitualmente y es su ejercicio por el hecho mismo de tener su fuente en Jesucristo, ya que a nuestro parecer no se debe distinguir al vicario de aquel a quien representa plenamente en todo lo que concierne a la economía y a la distribución del poder[6]. Por lo demás, la distinción establecida entre el origen de estas dos misiones no hallaba fundamento sólido en el ejemplo de los apóstoles: en efecto, al lado de este poder particular del apostolado había evidentemente que otorgarles también el episcopado y reconocer que no lo habían recibido del Señor menos inmediatamente que el apostolado mismo.
Pero si este poder apostólico se declaraba soberano por su extensión, y de origen divino como la jerarquía misma, aunque distinto de ésta, instituido colateralmente y sin deber confundirse con ella, su naturaleza resultaba más oscura, y así los mismos teólogos han variado por lo que hace a la noción que han dado de dicho poder.
El gran Belarmino hace de él una simple delegación, independiente de todo poder de orden, conferida a los apóstoles anteriormente a su episcopado y semejante por su esencia a los poderes delegados de los legados de la Santa Sede y de los vicarios apostólico[7].
Otros, por el contrario, lo consideran como un poder verdaderamente ordinario que no debía extenderse absolutamente en la Iglesia y que se perpetuó realmente concentrándose en el Soberano Pontífice, único que es distintamente sucesor de un apóstol y, en calidad de tal, único heredero del entero colegio apostólico.
Estos sistemas ofrecen a nuestro parecer diferentes y graves inconvenientes.
Según el primero de ellos, la jerarquía entera, el episcopado con sus dones más sublimes, habrían estado en la Iglesia naciente sometidos a la soberanía de enviados laicos situados al margen de toda consagración pontifical o sacerdotal; los apóstoles, en efecto, en cuanto simples discípulos y anteriormente a toda institución de su sacerdocio, aunque, por lo demás, revestidos posteriormente del carácter episcopal, habrían recibido, para ejercerlo luego con tan gran imperio, el magisterio de la doctrina y  la autoridad del gobierno espiritual, y así habrían fundado las Iglesias.
En cuanto al segundo sistema, en él se multiplican sin utilidad las entidades en la jerarquía, contrariamente al axioma de la filosofía, suponiendo en los Soberanos Pontífices, un poder que no tiene aplicación útil. En efecto, todos los actos en el gobierno de la Iglesia reciben su fuerza de su título de vicario de Jesucristo; no tienen necesidad de otra cualidad, y no conviene añadir elementos extraños a la soberanía misma de Jesucristo que ejercen, como si ésta no tuviera en sí fuerza suficiente; en efecto, esta soberanía basta para explicar toda la extensión de su poder ilimitado.
Por otra parte, para establecer, de hecho, la existencia de esta otra autoridad distinta que se quiere atribuir a los Papas, habría que hallar en la historia -cosa que no se hará jamás- una circunstancia, siquiera fuera única, en que los Papas, ejerciendo la jurisdicción soberana sobre la Iglesia universal, hubieran obrado distintamente, no simplemente como cabezas de esta Iglesia y como vicarios de Jesucristo, sino como herederos del colegio apostólico.
Si se quiere ir al fondo de las cosas, a los inconvenientes de estas sistemas se añaden otras dificultades que no les van en zaga.
En primer lugar, habría que hallar en el Evangelio ese poder de los apóstoles distinto del episcopado, instituido por Nuestro Señor en sus personas. Todos los textos que respectan a su misión se aplican al episcopado y enfocan en ellos a los obispos sus sucesores. En sus personas dijo Jesucristo a los obispos: «Id, haced discípulos de todas las naciones... y Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del siglo» (Mt. XXVIII, 19-20).
A los obispos dijo en los apóstoles, después de haber conferido primeramente a san Pedro el poder de atar y desatar: «Todo lo que atareis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatareis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt. XVIII, 18).Y así en los apóstoles son los obispos subordinados a Pedro en este ministerio; porque «lo que sigue no destruye el comienzo», dice Bossuet, y la palabra dicha primeramente a san Pedro los puso a todos bajo su dirección[8]. Finalmente, en las personas de los apóstoles se dijo de los obispos a san Pedro: «Confirma a tus hermanos» (Lc. XXII, 32), y en ellos son situados todos bajo la autoridad principal de su magisterio y confirmados por él en la fe.
La tradición entiende las cosas de esta misma manera. Los Padres, si bien celebran a porfía los admirables privilegios de los apóstoles, no distinguen en materia de jurisdicción propiamente dicha un poder apostólico y un poder episcopal; y el cardenal Gerdil  está de acuerdo con ello, aunque pretende hallar la cosa misma en los monumentos de la historia[9].



[1] Pío VI (1775-1799), Respuesta a los metropolitanos, a propósito de los Nuncios apostólicos, c. 9, sec., 1, n 5, p. 300: “Como es de fe católica que los apóstoles (aunque gozaban de un poder extraordinario dado a sus personas y desaparecido con sus personas) estuvieron sometidos a Pedro, establecido por Cristo como única cabeza de los apóstoles; así es de fe católica que todos los obispos que son destituídos por el poder extraordinario del Romano Pontífice están sometidos a la plenitud de poder de este Pontífice, poder ordinario en Pedro y poder igualmente ordinario en sus sucesores”.

[2] Suárez, El Soberano Pontífice, sec. 1-4, c. 13, n 9; Opera omnia, ed. Vives, 1858, t. 24 p. 270. Belarmino, El Romano Pontífice, l. 1, c. 9, n. 11-12; L 4, c. 23-25, en De controversiis christianae fidei, Milán, 1721, t. 1, col. 534-535.545.553.868.871. Zaccaria, Antifebronius, dissert. 3, c. 2, ed. Sarlit, París, 1859, p. 382-416. Gerdil, Confutazione di due libelli diretti contro il breve Super soliditate, 3. parte, 3, Opere, Nápoles 1855, t. 4, p. 432.

[3] Belarmino, loc. cit, l. 1, c. 9, n. 44; t. 1, col. 534-535: “El supremo poder eclesiástico fue dado no solo a Pedro, sino también a los otros apóstoles... Pero fue dado a Pedro como al pastor ordinario, para que fuera transmitido perpetuamente, y a los otros como a legados, sin sucesores. Porque era necesario que en las comienzos de la Iglesia... el poder supremo y la libertad fueran dejados a los primeros predicadores y a los fundadores de las Iglesias”. Suárez, loc. cit., sec. 1, n. 4 (De fide, disput. 10); Opera omnia, t. 12, p. 282: «Los otros apóstoles fuera de Pedro, no recibieron esta jurisdicción ordinaria y transferible a sus sucesores..., sino una jurisdicción como delegada por un privilegio especial, por razón de la necesidad de entonces de propagar la fe y de fundar la Iglesia a través del mundo entero

[4] Suárez, loc. cit., sec. 1, n. 28; Opera omnia, t. 12, p. 291: «Después de lo que acabamos de decir perece, sin embargo, que son inferiores en cuanto a la jurisdicción y que están, por tanto, sometidos al Romano Pontífice, aunque sean superiores por otros y excelentes dones”.

[5] Marco Antonio De Dominis (1560-1624), La República eclesiástica, l. 2, c. 1, n. 13 y 15, en Duplessis D'argentré, Collection des jugements sur les erreurs, París 1736, t. 3, p. 20: «Se llama a los obispos sucesores de los apóstoles porque en su función, que era común a todos los apóstoles, sucedieron todos a todos, en bloque. Los obispos se suceden en el poder universal, no sólo todos juntos, sino también cada uno en particular”. Cf. Pio VI, decreto Super soliditate (28 de noviembre de 1786).

[6] San León, Sermón 4, en el aniversario de su consagración, 21, PL 54, 150: «Fue una grande y admirable comunión de su poder la que la divina bondad dio a este hombre”. Id., Sermón 5, id., 4; PL 54, 155: «Obtiene una inagotable comunión con el Soberano Pontífice... de la piedra que es Cristo; él mismo viene a ser Pedro.»

[7] Belarmino, loc. cit., l. 1, c. 11; t. 1, col. 545: «Los apóstoles tuvieron el poder más alto y más extenso en cuanto apóstoles o legados; Pedro lo tuvo en cuanto Pastor ordinario.»

[8] Bossuet, Discours sur l'unité de l'Église.

[9] Gerdil, loc. cit. t. 4, pag. 432.