Dones constitutivos del apostolado.
De toda esta exposición
resulta que el episcopado ha heredado, en toda su plenitud, la jurisdicción
ordinaria y transmisible dada a los apóstoles en la Iglesia universal - jurisdicción
que depende esencial y plenamente del vicario de Jesucristo- y que en todo el rigor y extensión de los
términos son los obispos los sucesores de los apóstoles.
No pretendemos, sin embargo, negar que los apóstoles recibieran de Jesucristo
dones especiales que no están comprendidos en el tesoro del episcopado[1]. Los teólogos modernos distinguen en ellos
el apostolado propiamente dicho y el episcopado que debían transmitir[2].
Nosotros admitimos sin dificultad esta distinción;
pero, a nuestro parecer, el privilegio de los apóstoles y el don incomunicable
que se les habían otorgado no comprendían la misión ordinaria de predicar el
Evangelio y de establecer las Iglesias, puesto que comunicaron esta misión a
los primeros obispos, sus discípulos, sino más bien las prerrogativas admirables
con que fueron honrados por la operación divina y que les eran necesarias para la función de la Iglesia.
Y, por lo pronto, los
apóstoles estaban confirmados en gracia; tenían el don de hacer milagros, la inspiración
e infalibilidad personal por una asistencia especial del Espíritu Santo.
Estos preclaros dones les
eran de gran ayuda para el establecimiento de la religión; pero no tienen el
carácter de institución jerárquica.
En efecto, la autoridad conferida a la Iglesia por su divino Esposo no
implica en sus ministros la santidad personal, el don de hacer milagros ni la
inspiración, pero se extiende hasta sobre estos mismos dones.
A la Iglesia es a quien compete declarar con autoridad la inspiración de
los libros sagrados y fijar el canon de las Escrituras; a ella le corresponde determinar
el carácter milagroso de los hechos extraordinarios y discernir entre las obras
de la potencia divina y los prestigios y las ilusiones; a ella sola le incumbe
reconocer y afirmar la santidad de los siervos de Dios y canonizar a los
santos.
Éste es el poder ordinario
y verdaderamente jerárquico del que es depositaria, y este poder se extiende,
no vacilamos en decirlo, hasta sobre los escritos y los milagros de los
apóstoles mismos.
Por lo demás, a estas
señales extraordinarias de la santidad y de la asistencia divina añadían
todavía los apóstoles el cargo de promulgar, de parte de Dios, las verdades
reveladas por Jesucristo y el
Espíritu Santo, e incluso aquellas de las que había dicho Jesucristo: «Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero ahora no
podéis llevarlas. Cuando venga el Espíritu de verdad, Él os conducirá a la
verdad entera… porque tomará de lo mío para daros parte de ello» (Jn. XVI, 12-14).
Era éste, a no dudarlo, un
privilegio singular y magnífico, que ellos solos poseían, pues ellos solos eran
los primeros testigos de la palabra de Dios y como la fuente de donde debía
brotar el río de la tradición para correr por todos los siglos.
De ahí la inmensa
autoridad moral de que estaban revestidos en el orden sobrenatural y frente a
la Iglesia naciente. Esta autoridad moral se extendía a sus discípulos, a los
que ellos habían elevado al episcopado haciéndolos en esto sus iguales en el
orden jerárquico. Eran sus directores por una como paternidad augusta y por la
asistencia del Espíritu Santo, al que la Iglesia reverenciaba en ellos, y los
discípulos no podían negarse a obedecer los oráculos de su boca divinamente
inspirada.
Tal es sin duda, a nuestro parecer, el apostolado en cuanto se distingue
del episcopado en la persona de los apóstoles, es decir, el conjunto de los
privilegios y de los dones incomunicables que habían recibido y que no debían
transmitir a sus sucesores los obispos.
Pero, repitámoslo, en estos dones no comprendemos la misión misma de
anunciar el Evangelio y de fundar Iglesias; esta misión debían, en efecto,
transmitirla. En vida la comunicaron a sus discípulos que debían ser sus
sucesores, y a nuestro parecer reposa ahora ya en ese tesoro del episcopado que
se conservará en su integridad hasta el fin de los tiempos.
En virtud de esta misión,
en calidad de primeros obispos — en toda la plenitud de este título y en toda
la sumisión que implica con respecto al vicario de Jesucristo — fue como ejercieron los apóstoles su ministerio sin
otros límites de territorio que los que ellos mismos se impusieron cuando san Pedro les distribuyó el mundo, y de
que habla el apóstol san Pablo
cuando declara que ya no hay lugar para su apostolado en los sitios en que ha
sido anunciado Cristo (Rom XV, 23).
Así los dones recibidos
por los apóstoles en su misión se descomponen en dos elementos: por una parte
el poder que debían transmitir a sus discípulos, venidos a ser sus hermanos en
el episcopado; por otra parte los privilegios personales que debían terminar
con sus vidas.
Algunos teólogos modernos han dado quizá demasiada
extensión a estos últimos privilegios. Han hecho del apostolado un poder
soberano que se ejerce como con cierta independencia sobre la Iglesia
universal, tan extenso, en ciertos aspectos, como el del vicario de Jesucristo,
y, como él, divinamente instituido con sus caracteres de plenitud y de
soberanía[3]. Según este modo de ver, los apóstoles, enviados por
el Hijo de Dios como san Pedro, no estaban sometidos a éste por el origen y la
esencia misma de su misión, sino únicamente por una disposición positiva del
Salvador y para el bien de la unidad. Así, por ejemplo, Suárez se pregunta si los
apóstoles que sobrevivieron a san Pedro debían obediencia a sus sucesores,
desde entonces meros cabezas de la jerarquía eclesiástica y despojados de la
aureola de los privilegios personales que ellos mismos conservaban. Resuelve la
cuestión afirmativamente[4], pero a sus ojos, la
pregunta es suscitada por la naturaleza misma del apostolado tal como él lo
contiene.
Fácilmente se echa de ver
que en este sistema tenía la mayor importancia distinguir entre un poder tan
extenso y el episcopado mismo. Había que resistir al abuso que, sobre este
fundamento, los adversarios de la Santa Sede y los perturbadores de la jerarquía
iban a hacer del título de sucesores de los apóstoles dado constantemente a los
obispos por la tradición.
Marco Antonio de Dominis, partiendo, como de un
punto incontrovertido, de la soberanía universal de los apóstoles, daba al
episcopado la autoridad principal en la Iglesia, y a cada obispo un poder
universal y soberano, error monstruoso que fue condenado por la Sorbona[5].
Las grandes discusiones que en la época del concilio de Trento tuvieron
lugar sobre el origen del poder episcopal indujeron a separar todavía más la
causa de los apóstoles de la de los obispos. Para establecer la dependencia de
origen que vincula todo el poder de éstos al vicario de Jesucristo, se
distinguió su misión de la de los apóstoles y se concedió demasiado fácilmente
a nuestro parecer, que ésta, emanada directamente de Jesucristo, no procedía en modo alguno de
san Pedro. Nosotros, por el contrario, pensamos que todo el poder de los
apóstoles dependía actualmente de san Pedro, que dimanaba de él habitualmente y
es su ejercicio por el hecho mismo de tener su fuente en Jesucristo, ya que a
nuestro parecer no se debe distinguir al vicario de aquel a quien representa
plenamente en todo lo que concierne a la economía y a la distribución del poder[6]. Por lo demás, la distinción establecida
entre el origen de estas dos misiones no hallaba fundamento sólido en el ejemplo
de los apóstoles: en efecto, al lado de este poder particular del apostolado
había evidentemente que otorgarles también el episcopado y reconocer que no lo
habían recibido del Señor menos inmediatamente que el apostolado mismo.
Pero si este poder
apostólico se declaraba soberano por su extensión, y de origen divino como la
jerarquía misma, aunque distinto de ésta, instituido colateralmente y sin deber
confundirse con ella, su naturaleza resultaba más oscura, y así los mismos teólogos
han variado por lo que hace a la noción que han dado de dicho poder.
El gran Belarmino hace de él una simple delegación, independiente de
todo poder de orden, conferida a los apóstoles anteriormente a su episcopado y
semejante por su esencia a los poderes delegados de los legados de la Santa Sede
y de los vicarios apostólico[7].
Otros, por el contrario, lo consideran como un poder verdaderamente
ordinario que no debía extenderse absolutamente en la Iglesia y que se perpetuó
realmente concentrándose en el Soberano Pontífice, único que es distintamente
sucesor de un apóstol y, en calidad de tal, único heredero del entero colegio
apostólico.
Estos sistemas ofrecen a nuestro parecer diferentes y graves
inconvenientes.
Según el primero de ellos, la jerarquía entera, el episcopado con sus
dones más sublimes, habrían estado en la Iglesia naciente sometidos a la
soberanía de enviados laicos situados al margen de toda consagración pontifical
o sacerdotal; los apóstoles, en efecto, en cuanto simples
discípulos y anteriormente a toda institución de su sacerdocio, aunque, por lo
demás, revestidos posteriormente del carácter episcopal, habrían recibido, para
ejercerlo luego con tan gran imperio, el magisterio de la doctrina y la autoridad del gobierno espiritual, y así
habrían fundado las Iglesias.
En cuanto al segundo sistema, en él se multiplican sin
utilidad las entidades en la jerarquía, contrariamente al axioma de la
filosofía, suponiendo en los Soberanos Pontífices, un poder que no tiene
aplicación útil. En efecto, todos los actos en el gobierno de la Iglesia
reciben su fuerza de su título de vicario de Jesucristo; no tienen necesidad de
otra cualidad, y no conviene añadir elementos extraños a la soberanía misma de
Jesucristo que ejercen, como si ésta no tuviera en sí fuerza suficiente; en efecto,
esta soberanía basta para explicar toda la extensión de su poder ilimitado.
Por otra parte, para establecer, de hecho, la existencia de esta otra
autoridad distinta que se quiere atribuir a los Papas, habría que hallar en la
historia -cosa que no se hará jamás- una circunstancia, siquiera fuera única,
en que los Papas, ejerciendo la jurisdicción soberana sobre la Iglesia
universal, hubieran obrado distintamente, no simplemente como cabezas de esta
Iglesia y como vicarios de Jesucristo, sino como herederos del colegio
apostólico.
Si se quiere ir al fondo
de las cosas, a los inconvenientes de estas sistemas se añaden otras
dificultades que no les van en zaga.
En primer lugar, habría que hallar en el Evangelio ese poder
de los apóstoles distinto del episcopado, instituido por Nuestro Señor en
sus personas. Todos los textos que
respectan a su misión se aplican al episcopado y enfocan en ellos a los obispos
sus sucesores. En sus personas dijo Jesucristo a los obispos: «Id, haced
discípulos de todas las naciones... y Yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del siglo» (Mt. XXVIII, 19-20).
A los obispos dijo en los apóstoles, después de haber conferido
primeramente a san Pedro el poder de atar y desatar: «Todo lo que atareis en la
tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatareis en la tierra quedará
desatado en el cielo» (Mt. XVIII, 18).Y así en los apóstoles son los obispos
subordinados a Pedro en este ministerio; porque «lo que sigue no destruye el
comienzo», dice Bossuet, y la palabra dicha primeramente a san Pedro los puso a
todos bajo su dirección[8]. Finalmente, en las personas de los apóstoles se dijo de los obispos a san
Pedro: «Confirma a tus hermanos» (Lc. XXII, 32), y en ellos son situados todos
bajo la autoridad principal de su magisterio y confirmados por él en la fe.
La tradición entiende las
cosas de esta misma manera. Los Padres, si bien celebran a porfía los
admirables privilegios de los apóstoles, no distinguen en materia de jurisdicción
propiamente dicha un poder apostólico y un poder episcopal; y el cardenal Gerdil está de acuerdo con ello, aunque pretende
hallar la cosa misma en los monumentos de la historia[9].
[1] Pío VI (1775-1799), Respuesta a los
metropolitanos, a propósito de los Nuncios apostólicos, c. 9, sec., 1, n 5,
p. 300: “Como es de fe católica que los
apóstoles (aunque gozaban de un poder extraordinario dado a sus personas y
desaparecido con sus personas) estuvieron
sometidos a Pedro, establecido por Cristo como única cabeza de los apóstoles; así
es de fe católica que todos los obispos que son destituídos por el poder
extraordinario del Romano Pontífice están sometidos a la plenitud de poder de
este Pontífice, poder ordinario en Pedro y poder igualmente ordinario en sus
sucesores”.
[2] Suárez, El Soberano Pontífice, sec.
1-4, c. 13, n 9; Opera omnia, ed. Vives, 1858, t. 24 p. 270. Belarmino, El Romano Pontífice, l. 1, c. 9, n. 11-12; L 4, c. 23-25, en De controversiis christianae fidei,
Milán, 1721, t. 1, col. 534-535.545.553.868.871. Zaccaria, Antifebronius,
dissert. 3, c. 2, ed. Sarlit, París, 1859, p. 382-416. Gerdil, Confutazione di due
libelli diretti contro il breve Super soliditate, 3. parte, 3, Opere,
Nápoles 1855, t. 4, p. 432.
[3] Belarmino, loc. cit, l. 1, c. 9, n. 44;
t. 1, col. 534-535: “El supremo poder
eclesiástico fue dado no solo a Pedro, sino también a los otros apóstoles...
Pero fue dado a Pedro como al pastor ordinario, para que fuera transmitido
perpetuamente, y a los otros como a legados, sin sucesores. Porque era
necesario que en las comienzos de la Iglesia... el poder supremo y la libertad
fueran dejados a los primeros predicadores y a los fundadores de las Iglesias”.
Suárez, loc. cit., sec. 1, n. 4 (De
fide, disput. 10); Opera omnia, t. 12, p. 282: «Los otros apóstoles fuera de Pedro, no recibieron esta jurisdicción
ordinaria y transferible a sus sucesores..., sino una jurisdicción como delegada
por un privilegio especial, por razón de la necesidad de entonces de propagar
la fe y de fundar la Iglesia a través del mundo entero.»
[5] Marco Antonio De Dominis (1560-1624), La República eclesiástica, l. 2, c. 1, n. 13 y 15, en Duplessis D'argentré, Collection des jugements sur les erreurs,
París 1736, t. 3, p. 20: «Se llama a los obispos sucesores de los apóstoles
porque en su función, que era común a todos los apóstoles, sucedieron todos a
todos, en bloque. Los obispos se suceden en el poder universal, no sólo todos
juntos, sino también cada uno en particular”. Cf. Pio VI, decreto Super soliditate
(28 de noviembre de 1786).
[6] San León, Sermón 4, en el aniversario de su consagración, 21, PL 54, 150: «Fue
una grande y admirable comunión de su poder la que la divina bondad dio a este
hombre”. Id., Sermón 5, id., 4; PL 54, 155: «Obtiene una inagotable comunión con
el Soberano Pontífice... de la piedra que es Cristo; él mismo viene a ser
Pedro.»