I. — CONTRASTES QUE OFRECE LA PERMISION DEL PECADO
FUERA DE UNA ECONOMIA REPARADORA
La brevedad de este
estudio no nos permite el intento de enumerar cuantos pudieran ofrecerse a la
consideración. Nos contentaremos con apuntar estos tres:
1. Las obras de Dios nunca fallan en su conjunto.
2. La condición del hombre es ser defectible y
recuperable.
3. Dios sólo permite el mal dentro de la providencia del
bien.
Vamos a esclarecer estos
principios, comprobando que choca contra ellos la permisión del pecado original
fuera de una economía reparadora.
1. LAS OBRAS DE DIOS NUNCA FALLAN EN SU CONJUNTO
Este principio lo enuncia Santo Tomás cuando afirma que, natura consequitur effectum, vel semper, vel ut in pluribus[1]. Ha colocado Dios en ella y en cada uno de
los seres que la integran ciertas formas o energías reconstituyentes, con las
cuales superan los elementos patógenos contrarios que acechan su integridad o
existencia.
Todos los seres, en cuanto defectibles, fallan alguna vez o en alguna de
sus partes; pero nunca alcanzan los fallos a la integridad del ser o a la totalidad
de sus partes.
En la naturaleza vemos
campos asolados por el pedrisco; islas desaparecidas de la noche a la mañana;
vivientes para quienes la cuna se convierte en ataúd. Pero todo eso constituye la
excepción respecto a los campos, las islas y los vivientes.
Este principio general quiebra, según los tomistas y los escotistas, en
el hombre. Dios lo recapitula en Adán, que aparece como el hombre naturaleza,
vinculando a su obediencia o sumisión la felicidad relativa de la vida presente
y la sobrenatural absoluta de todos sus descendientes en la vida eterna.
Se explica facilísimamente el que caiga. Lo que ya resulta muy extraño
es que las aguas queden emponzoñadas en su misma fuente; que el fallo aparezca
en el hombre naturaleza; que la humanidad entera se incapacite ya desde la cuna
para conseguir el destino final que le ha sido señalado. Porque en la caída de
Adán se dan estas gravísimas circunstancias: que cae la humanidad entera; en su misma cuna, y con caída de suyo
irreparable.
El pecado de Adán, quien
reconcentra en sí a toda la naturaleza humana, equivale en estos sistemas teológicos
a un suicidio cósmico; por cuanto repercute en todos los seres que le están
natural y sobrenaturalmente conectados.
Vivimos en la era atómica,
y el mundo se siente sobrecogido ante la posibilidad de que la perversidad de
unos cuantos hombres desalmados pueda barrer toda la vida del planeta.
La Providencia ha
presidido estos inventos, y tal vez quiere servirse de ellos para la catástrofe
final tan reiterada y minuciosamente anunciada por Jesucristo. Incluso podríamos añadir que tales inventos facilitan la
realización de los fenómenos que Jesucristo
anuncia verificados en el cielo, en la tierra, en los mares, y singularmente en
los hombres, arescentibus
prae timore. Así puede dejarlos una radiactividad precursora de
la muerte.
Lo que no acertaríamos a
comprender es una bomba atómica colocada en las manos de Adán, y a Dios permitiendo la hiciera explotar, ahogando toda la
vida en su misma cuna. ¿Y qué otra cosa viene a ser en estas teorías la
permisión del pecado original fuera de una economía reparadora? Porque Dios constituye a Adán en el hombre
naturaleza; vincula a su fidelidad todos los dones preternaturales y sobrenaturales
de que le ha enriquecido, y permite que los pierda para sí y para todo su
linaje sin tener nada previsto respecto a su remedio.
Bien está que haya venido después ese remedio; pero desconcierta el que
no estuviera decretado un signo anterior a la permisión de esa catástrofe,
cayendo la permisión del pecado de Adán dentro de una economía reparadora.
No creo hayan descubierto
los Padres en la catástrofe del Edén tamañas dimensiones. Después de aplicar Orígenes a nuestro linaje la frase
bíblica devoravit
eos terra, añade:
Nec tamen penitus desperandurn est. Possibile namque est,
ut, si forte resipiscat qui devoratus est, rursum possit evomi, sicut Jonas. Sed et omnes nos puto quod
aliquando terra devoratos in inferni penetralibus retinebat, et propterea
Dominus noster descendit non solum usque ad terras sed usque ad inferiora
terrae[2].
En otra parte, tras la
afirmación de que peccatis venundati
sumus, afirma que Cristo nos
rescató del poder de nuestros enemigos y que tamquam suos quidem recepisse, quos creaverat,
tantquam alienos autem acquisisse, qui alienum sibi dominum peccando
quaesiverat[3].
Es decir, que así como aun entregados a la tiranía del
demonio por el pecado en nada pierde Dios su dominio sobre nosotros, así por
igual, tras el pecado de origen, seguimos posesión de Cristo, que al
rescatarnos recuperará de hecho lo que en derecho le pertenecía.
Puede naufragar el género
humano; pero al caer dentro del radio de las actividades de Cristo, no puede perecer sin remedio.
No necesitamos admitir que
Dios puso en manos de Adán los
supremos destinos de la humanidad, permitiendo esa especie de suicidio
colectivo. Lo que no ocurre en el reino de la naturaleza, no hay por qué
suponerlo sin necesidad en el reino de la gracia.
2. LA CONDICIÓN DEL HOMBRE DEFECTIBLE Y RECUPERABLE
El Segundo inconveniente que se sigue de colocar la permisión del pecado
original fuera de una economía reparadora consiste en que semejante economía
contrasta con la condición del hombre naturalmente defectible, pero también
naturalmente recuperable.
El libre albedrío del hombre no puede aparecer naturalmente confirmado
en el bien. Recoge el Angélico el testimonio de San Agustín a este respecto[4] para decir a continuación:
Inter naturas
rationales solus Deus habet liberum arbitrium naturaliter impeccabile et
confirmatum in bono; creaturae vero hoc inesse impossibile est propter hoc quod
est ex nihilo[5].
Sólo al bien infinito corresponde por naturaleza la
fijeza inconmovible en la virtud. Cuantos seres poseen el bien con limitación,
en sus ansias de perfección pueden ser atraídos y seducidos por el bien
aparente, que en el orden moral equivale al pecado. Al ser formados de la nada,
revelan su limitación en la veleidad con que se adhieren al bien, pudiendo en
todo momento inclinarse hacia el mal. Se seguirá de aquí que esta potencia
habrá de pasar con más o menos frecuencia al acto. La frase de Aristóteles, qui deficere potest, aliquando deficit,
la aplica Santo Tomás al caso de la defectibilidad moral del hombre, afirmando:
Qui peccare potest, aliquando peccat[6].
El Santo Doctor llega a
plantearse la cuestión de utrum aliqua creatura esse possit quae liberum arbitrium habeat confirmatum
in bono, respondiendo con resolución:
Nulla creatura est nec
esse potest cuius liberum arbitrium sit naturaliter confirmatum in bono, ut hoc
ex puris naturalibus conveniat quod peccare non possit[7].
Distributive, no cabe señalar una prueba en la que haya de
sucumbir, pero collective, es moral y
prácticamente imposible que resista a todas. La distribución de los actos no
alcanza a la distribución de las potencias, por cuanto, como esclarece el Padre
Beraza, potentia, non aeque se habet respectu cuiusvis actus
collectionis[8].
Lo que decimos del orden
natural, cabe extenderlo al sobrenatural de la gracia, y aun al orden de la
justicia original de nuestro primer padre; desde el momento en que gratia est in anima sicut
quaedam forma habens esse completum in se... Forma autem completa est in subiecto secundum conditionem subiecti[9].
Esto no quiere decir que
no pueda Dios con su gracia confirmar a una naturaleza humana en el bien. Cabe
en ella un principio intrínseco de impecabilidad, como el lumen gloriae de los bienaventurados en el cielo; o un munus gratiae quo ita inclinatur in bonum,
quod non de facili possit a bono deflecti[10];
y si a ese munus gratiae se junta
—como en el caso de la Santísima Virgen— una protección celestial extrínseca
que nunca abandone a la criatura, podrá, no obstante su condición defectible,
evitar de hecho todo pecado.
Ninguno de estos dos casos tiene aplicación a la justicia original de
Adán. La acumulación de dones naturales, preternaturales y sobrenaturales no
absorbían su defectibilidad natural, por lo que su possibilitas peccandi pudo pasar al actus peccati con la facilidad que refleja el texto del Génesis.
Sólo que el principio del Angélico según el cual ad providentiam divinam non pertinet naturam rerum corrumpere sed
servare; unde omnia movet secundum suam conditionem[11], en las escuelas occidentales no tiene aquí
aplicación. El primer hombre, que tan fácilmente cayó, no podrá en absoluto
recuperarse. Lo podría en el orden de la naturaleza, pero no en el de la
gracia, en el que ha sido colocado. El principio de que gratia est in subiecto secundum conditionem subiecti, no tiene aplicación en el
caso. La condición del sujeto es poder pasar indefinidamente del bien al mal y
del mal al bien a lo largo de su existencia terrena. En cambio, Adán ha podido
precipitarse en el mal sin posibilidad en absoluto de recuperarse para el bien.
A la verdad que el orden de la gracia aparece por demás inadaptado a la
condición humana.
Escribe muy oportunamente
el Padre Mersch:
"No es el pecado como tal quien reclama la encarnación para su
reparación adecuada; es el pecado cometido en el orden de la gracia y de la
encarnación. Un pecado que sólo fuera humano, en un orden que no sería sino
humano, ¿por qué no podría ser borrado en forma correspondiente a la naturaleza
humana por las solas energías humanas? ¿Es que el hombre habrá de ser una
criatura tan mal constituida, tan incapaz de resistir a la vida, que quede
irremisiblemente perdido por el primer pecado, que ¡ay! tan pronto puede
sobrevenir? Nimis periculose vivimus… se lamenta Boson en el Cur Deus homo. A la verdad que en este caso, al crear Dios a los
hombres los encamina a la carnicería, y su obra está planeada para asentarse
con frecuencia y casi por regla general en el mal antes que en sí misma.
¡Siempre será posible llegar a ser malo siendo bueno, y jamás llegar a
ser bueno siendo malo! ¿Cómo descubrir en esta primacía del mal la bondad
increada?”[12].
Tal vez parezca demasiado enérgico este lenguaje, pero no cabe negar que
en el fondo es muy verdadero. Si Dios creaba al hombre en el estado de
naturaleza pura, ponía en su misma esencia la posibilidad de recuperarse.
Creado en el estado de naturaleza elevada al orden sobrenatural, lleva en su
esencia humana el poder caer, y en la esencia de su gracia el no poder
recuperarse. Demasiado duro. Afirma
el Angélico que gratia perficit hominem
secundum suam naturam[13]. Aquí tenemos una gracia que no se acomoda a
la condición natural del hombre, y una providencia que la conmina ante la
perspectiva del primer pecado con un trágico morte morieris, sin
esperanza de recuperación salvadora.
Se nos dirá que ese pecado reclama para su reparación condigna la
encarnación de una persona divina. Muy bien discurre el Padre Mersch al afirmar
que en tanto la reclama en cuanto ha sido cometido dentro de la economía de la
misma.
Las obras de Dios son
perfectas en sus líneas generales. Creó al hombre naturalmente defectible y
recuperable. Elevado al orden sobrenatural, si ni en su naturaleza ni en la
gracia recibida poseía un principio de recuperación, lo poseía fuera de sí en
aquella humanidad deificante que corona, recapitula, sustenta y repara todo lo
defectible del linaje en el que ha sido engastada.
El gravísimo inconveniente
de una naturaleza defectible, abocada a la caída y sin posibilidades de
recuperación, queda salvado con sólo colocar la permisión del pecado original
dentro de la economía reparadora en que actualmente se nos ofrece.
[1] Contra Gentes, 2, 44, 1.
[2] Hom.
6 in Exod.; PG 12, 336.
[3] Ib. ib., n. 9, p. 338.
[4] De Civ. Dei, L. 12, c. 1, n. 3: PL 41, 349.
[5] De veritate, q. 24, a. 7.
[6] Contra Gentes, 3, 71.
[7] De veritate, q. 24, a. 8.
[8] Tract. de Gratia n. 265.
[9] III, 63, 5 ad 1.
[10] De veritate, 3, c. 155.
[11] I-II,
10, 4.
[12] Cf. La Theol. du Corp Mystique,
4 edición (París 1954) 305-306.
[13] I, 62, 5.