miércoles, 10 de abril de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, IV Parte.


2) La mediación marial

Contra lo que alguien afirma, ninguna madre es —en cuanto madre, y en sentido estricto— mediadora[1]. La Virgen lo es.
El lugar que la madre ocupa entre el padre y el porvenir de la raza, es lugar de medio, no de mediación. Es mediador el que tercia entre dos voluntades, como representante o como intérprete de la una ante la otra (ya lo haga por mandato, ya por determinación espontánea). Es mediador entre Dios y los hombres el profeta, a quien Dios confiere la misión de revelar a los hombres aspectos fragmentarios[2] del ser y del querer divinos; y lo es el ministro del culto, representante público de los hombres ante Dios. Lo fue la madre de los hijos de Zebedeo[3]; mas no en cuanto madre, sino en cuanto madre ambiciosa de Juan y de Santiago; embajadora de su propia ambición. Y así, ocasionalmente, puede serlo cualquier madre; torcida o rectamente impulsada por su amor de tal.

En el orden biológico, la gestación, el parto y la crianza, por laboriosos que sean, están implantados en la unidad intencional de la especie; de la cual dependen y a la cual sirven como funciones diversas de las del padre, pero ni más ni menos mediatrices.
En el orden personal de la familia humana, esposo y esposa son dos en una carne: en la de sus cuerpos, unificados por el amor; y en la que resulta, por la generación y la educación, de la unidad de sus cuerpos y de sus almas. El porvenir de la raza no es fruto exclusivo de las funciones propias de la madre. Las realidades más valiosas, las más determinantes de ese porvenir — la religión y la cultura — son obra y efecto de multitud de influjos personales que modelan al hombre (haciéndolo más o menos apto para el servicio de Dios y de los hombres) desde la infancia hasta la muerte. Entre esos influjos, en un lugar que por derecho ha de ser primero y primordial, pero no exclusivo, está el de los progenitores. No el del padre, mediante la madre: el de ambos, directamente y a través de la sociedad.
Así, pues, ni la intención biológica de la especie en la madre, ni la intención personal de la madre dentro de la especie confieren a la madre un oficio natural de mediadora. La maternidad humana no sirve a la transmisión de los bienes de la especie como terciando entre los términos que une. Entre el pasado y el porvenir, no es puente, ni acueducto. Su ser y sus funciones, nobilísimos, forman parte de un todo homogéneo que corre, con todas sus vicisitudes, por un mismo cauce.
La maternidad divina, en cuanto tal, es mediadora. Todas sus causas conspiran a que lo sea. Lo es por su fin: la misión del Ungido de Yahveh, el mediador supremo. Lo es por su causa formal: la unión hipostática, mediación viviente in actu primo. Lo es por su causa material: una virgen concebida sin culpa y llena de gracia, capaz, como ninguna otra creatura, de universal intercesión. Lo es, sobre todo, por el asentimiento libre que esta virgen presta a la obra de la causa eficiente.
Instituido el sacerdocio eterno en la persona de su Hijo, María es mediadora con Él, inmediata y perpetuamente unida al ser y a las obras del supremo sacerdote. Cumple así, en el orden transcendental de la encarnación, una tendencia común a todas las madres, por virtud de la naturaleza y de la gracia: la de prolongar y perpetuar, perfeccionados en el tiempo, y sublimados más allá de esta vida, los aportes originarios de ser y las primeras cooperaciones personales con que el amor materno contribuye a la existencia, a las obras y al esplendor del nombre de los hijos.
Pero esta mediación, subordinada a la libre voluntad del supremo Mediador, tiene su principio de eficacia y de mérito en el acto mediador más suyo: el del Fiat que la constituye madre de Dios. Es el más suyo; y de todos sus actos sacerdotales, es el más universal.
Todas sus otras mediaciones se subordinan a la libre voluntad del Mediador supremo; del Fiat de la Virgen depende, en cambio, sin injuria de la voluntad trinitaria omnipotente, la existencia misma del supremo Mediador.
Y es, de todos sus actos sacerdotales, el más universal. Porque asume el asentimiento de todos los fieles de Israel, pueblo sacerdotal cuyo ministerio es representativo del género humano[4]. Y porque incorpora en la carne de su carne que el Verbo asume, a toda la humanidad, recapitulada.
Santo Tomás distingue tres modos de mediación: la perfecta, que es la de Nuestro Señor; pues “solus Christus, per suarn mortem, humanum genus Deo reconciliavit”; la mediación dispositiva ministerial, que es la de los profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, inquantum scilicet praenuntiabant et praefigurabant verum Dei et hominum Mediatorem” y la mediación ministerial perfecta, que es la de los sacerdotes (obispos y presbíteros) del Nuevo Testamento, “inquantum sunt ministri veri Mediatoris, vice ipsius salutaria sacramenta hominibus exhibentes[5].
La Virgen no se encuentra cerrando el número de los que vaticinaron y prefiguraron al verdadero y perfecto Mediador. En ella, la esperanza y la espera conscientes de Israel, y el obscuro presentimiento de resurrección y de vida de los pueblos idólatras, se cumplen purificados, transcendidos. Antes de concebir, más que la suma de la expectación mesiánica, es el ápice vehementísimo; y luego, el término logrado; el reposo; en la alegría y en la compasión.
Tampoco ejerce funciones ministeriales. Aunque más de una vez se ha violentado la ley de la analogía para hacer de la Virgen una vestal, congénere de obispos y presbíteros, siempre ha sido muy fácil advertir que no está colocada entre los que suplen al Sacerdote único en la tarea de administrar los sacramentos, de explicar la doctrina y de aplicar la ley. No es vicaria de Jesús, sino que es, con Jesús, sierva de Dios. Pre-destinada a servir al Altísimo conjuntamente con el Servus Yahveh[6], es la Ancilla Domini[7].
Ya el anónimo autor del Mariale, atribuido hasta hace poco a san Alberto Magno, advierte que la situación y la actividad de la Virgen en el Cuerpo místico son muy diversos del lugar y de las funciones que desempeñan los ministros en la Jerarquía eclesiástica: “Non est assumpta in ministerium a Domino, sed in consortium et adiutorium iuxta illud: faciamus ei adiutorium simile sibi[8].
Su lugar de mediadora es el que corresponde a su posición fundamental en el sacerdocio eterno, junto al mediador por esencia, Jesucristo. Tanto en el adquirir las gracias para el reino, como en el disponer a su recepción, María no actúa en cumplimiento de órdenes, mediante poder instrumental infuso: actúa en comunión de inteligencia y de voluntad con el Rey. Es menor que Él, infinitamente; pero su sitio jerárquico no es a los pies, sino a la diestra del Señor, compartiendo, con la plenitud de la gracia y de los dones, su potestad real y pontificia.
Ya veremos que el sacrificio de la Virgen no resulta de una mera adhesión subjetiva al sacrificio único de la Nueva Ley. Tampoco su mediación consiste en adherir, solamente, con movimientos internos de su amor, a la voluntad y a las gestiones restauradoras y salvíficas del Verbo encarnado. Ni debe decirse que la intervención de la Madre de Dios en los negocios del reino de su Hijo se reduzca a exponer buenos deseos, subordinados y condicionales, presentados en estilo de súplica.
Una super omnes, proclama una antigua divisa marial burilada en lámina de oro. Desde la edad patrística, nadie niega un lugar alto y único a la Virgen. Pero puede afirmarse que la especulación teológica no consigue formular el concepto preciso de esa preeminencia, sino a partir de Duns Escoto. A la luz del carácter intrínseco de la singularidad transcendente de María, que el Doctor Sutil enseñó a comprender, conocemos que no se dan en la vida de la Virgen un episodio, una palabra, un pensamiento, que no tengan conexión — sea preparatoria, concomitante o consecuente — con la naturaleza y la obra sacerdotales de Jesús. Naturaleza y obra que son la razón de ser de la unión hipostática (ya que si bien el ministerio sacerdotal es para los hombres, el hombre, en cambio, es para el sacerdocio).
Por tanto, íntegra en su persona, y asumida en el ámbito de la máxima religación con la divinidad, la Virgen sirve positivamente a la aplicación de los bienes logrados con ella, por obra de su consorcio positivo en Nazaret, en Belén, en el Calvario. Salvada con su mente, en su seno y en sus brazos maternos la frontera de la infinitud, ella puede decir, por razón análoga a la de su Hijo: “Filius meus usque modo operatur, et ego operor[9].



[1] Lo afirma Laurentin en su gran obra, ya citada (vol. II, 148), cuyo achaque es la aplicación confusa de los diversos tipos de analogía.
[2] Fragmentariamente y de diversas maneras (polymeros kai polytrópos). Cf. Heb. I, 1.
[3] Cfr. Mt. 20, 20-23.
[4] De esta representación, aludida en varios libros del Antiguo Testamento, sólo forman conciencia algunos profetas; pero ya está implícita en la vocación de Abraham.
[5] Cfr. S. Tomás, Summa theol. III, 26, 1.
[6] Cfr. Isaías cc. 42, 45, 50, 52, 53.
[7] Luc. 1, 38.
[8] Ps. Alberto Magno, Mariale, q. 42 (opera omnia, t. 37, 81).
[9] “Mi Hijo sigue actuando todavía; y por eso, yo también”. Cf. Juan 5, 17.