2) La
mediación marial
Contra
lo que alguien afirma, ninguna madre es —en cuanto madre, y en sentido
estricto— mediadora[1].
La Virgen lo es.
El
lugar que la madre ocupa entre el padre y el porvenir de la raza, es lugar de
medio, no de mediación. Es mediador el que tercia entre dos voluntades, como
representante o como intérprete de la una ante la otra (ya lo haga por mandato,
ya por determinación espontánea). Es mediador entre Dios y los hombres el
profeta, a quien Dios confiere la misión de revelar a los hombres aspectos
fragmentarios[2] del ser y del querer divinos; y
lo es el ministro del culto, representante público de los hombres ante Dios. Lo fue la madre de los hijos de Zebedeo[3];
mas no en cuanto madre, sino en cuanto madre ambiciosa de Juan y de Santiago;
embajadora de su propia ambición. Y así, ocasionalmente, puede serlo cualquier
madre; torcida o rectamente impulsada por su amor de tal.
En el
orden biológico, la gestación, el parto y la crianza, por laboriosos que sean,
están implantados en la unidad intencional de la especie; de la cual dependen y
a la cual sirven como funciones diversas de las del padre, pero ni más ni menos
mediatrices.
En el
orden personal de la familia humana, esposo y esposa son dos en una carne: en
la de sus cuerpos, unificados por el amor; y en la que resulta, por la
generación y la educación, de la unidad de sus cuerpos y de sus almas. El porvenir
de la raza no es fruto exclusivo de las funciones propias de la madre. Las
realidades más valiosas, las más determinantes de ese porvenir — la religión y
la cultura — son obra y efecto de multitud de influjos personales que modelan
al hombre (haciéndolo más o menos apto para el servicio de Dios y de los
hombres) desde la infancia hasta la muerte. Entre esos influjos, en un lugar
que por derecho ha de ser primero y primordial, pero no exclusivo, está el de
los progenitores. No el del padre, mediante la madre: el de ambos, directamente
y a través de la sociedad.
Así,
pues, ni la intención biológica de la especie en la madre, ni la intención
personal de la madre dentro de la especie confieren a la madre un oficio
natural de mediadora. La maternidad humana no sirve a la transmisión de los
bienes de la especie como terciando entre los términos que une. Entre el pasado
y el porvenir, no es puente, ni acueducto. Su ser y sus funciones, nobilísimos,
forman parte de un todo homogéneo que corre, con todas sus vicisitudes, por un
mismo cauce.
La
maternidad divina, en cuanto tal, es mediadora. Todas sus causas conspiran a
que lo sea. Lo
es por su fin: la misión del Ungido de Yahveh, el mediador supremo.
Lo es por su causa formal: la unión hipostática, mediación viviente in
actu primo. Lo es por su causa material: una virgen concebida
sin culpa y llena de gracia, capaz, como ninguna otra creatura, de universal intercesión.
Lo es, sobre todo, por el asentimiento libre que esta virgen presta a la obra
de la causa eficiente.
Instituido
el sacerdocio eterno en la persona de su Hijo, María es mediadora con Él,
inmediata y perpetuamente unida al ser y a las obras del supremo sacerdote.
Cumple así, en el orden transcendental de la encarnación, una tendencia común a
todas las madres, por virtud de la naturaleza y de la gracia: la de prolongar y
perpetuar, perfeccionados en el tiempo, y sublimados más allá de esta vida, los
aportes originarios de ser y las primeras cooperaciones personales con que el
amor materno contribuye a la existencia, a las obras y al esplendor del nombre
de los hijos.
Pero esta mediación, subordinada a la libre voluntad del supremo Mediador,
tiene su principio de eficacia y de mérito en el acto mediador más suyo: el del
Fiat que la constituye madre de Dios. Es el más suyo; y de todos sus
actos sacerdotales, es el más universal.
Todas sus otras mediaciones se subordinan a la libre voluntad del Mediador
supremo; del Fiat de la Virgen depende, en cambio, sin injuria de la voluntad
trinitaria omnipotente, la existencia misma del supremo Mediador.
Y es, de todos sus actos sacerdotales, el más universal. Porque asume el
asentimiento de todos los fieles de Israel, pueblo sacerdotal cuyo ministerio
es representativo del género humano[4]. Y porque incorpora en la carne
de su carne que el Verbo asume, a toda la humanidad, recapitulada.
Santo
Tomás distingue tres
modos de mediación: la perfecta, que es la de Nuestro Señor;
pues “solus
Christus, per suarn mortem, humanum genus Deo reconciliavit”; la mediación dispositiva
ministerial, que es la de los profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento,
“inquantum
scilicet praenuntiabant et praefigurabant verum Dei et hominum Mediatorem” y la mediación ministerial
perfecta, que es la de los sacerdotes (obispos y presbíteros) del Nuevo
Testamento, “inquantum sunt ministri veri Mediatoris, vice ipsius salutaria sacramenta
hominibus exhibentes”[5].
La
Virgen no se encuentra cerrando el número de los que vaticinaron y prefiguraron
al verdadero y perfecto Mediador. En ella, la esperanza y la espera conscientes
de Israel, y el obscuro presentimiento de resurrección y de vida de los pueblos
idólatras, se cumplen purificados, transcendidos. Antes de concebir, más que la
suma de la expectación mesiánica, es el ápice vehementísimo; y luego, el
término logrado; el reposo; en la alegría y en la compasión.
Tampoco
ejerce funciones ministeriales. Aunque más de una vez se ha violentado la ley de la
analogía para hacer de la Virgen una vestal, congénere de obispos y
presbíteros, siempre ha sido muy fácil advertir que no está colocada entre los
que suplen al Sacerdote único en la tarea de administrar los sacramentos, de explicar
la doctrina y de aplicar la ley. No es vicaria de Jesús, sino que es, con
Jesús, sierva de Dios. Pre-destinada a servir al Altísimo conjuntamente con el Servus Yahveh[6], es la Ancilla Domini[7].
Ya el
anónimo autor del Mariale, atribuido hasta hace poco a san Alberto
Magno, advierte que la situación y la actividad de la Virgen en el
Cuerpo místico son muy diversos del lugar y de las funciones que desempeñan los
ministros en la Jerarquía eclesiástica: “Non est assumpta in ministerium a
Domino, sed in consortium et adiutorium iuxta illud: faciamus ei adiutorium
simile sibi”[8].
Su
lugar de mediadora es el que corresponde a su posición fundamental en el sacerdocio
eterno, junto al mediador por esencia, Jesucristo. Tanto en el adquirir las gracias
para el reino, como en el disponer a su recepción, María no actúa en cumplimiento
de órdenes, mediante poder instrumental infuso: actúa en comunión de inteligencia
y de voluntad con el Rey. Es menor que Él, infinitamente; pero su sitio
jerárquico no es a los pies, sino a la diestra del Señor, compartiendo, con la
plenitud de la gracia y de los dones, su potestad real y pontificia.
Ya
veremos que el sacrificio de la Virgen no resulta de una mera adhesión subjetiva
al sacrificio único de la Nueva Ley. Tampoco su mediación consiste en adherir,
solamente, con movimientos internos de su amor, a la voluntad y a las gestiones
restauradoras y salvíficas del Verbo encarnado. Ni debe decirse que la intervención
de la Madre de Dios en los negocios del reino de su Hijo se reduzca a exponer
buenos deseos, subordinados y condicionales, presentados en estilo de súplica.
Una
super omnes,
proclama una antigua divisa marial burilada en lámina de oro. Desde la edad
patrística, nadie niega un lugar alto y único a la Virgen. Pero puede afirmarse
que la especulación teológica no consigue formular el concepto preciso de esa
preeminencia, sino a partir de Duns Escoto. A la luz del carácter
intrínseco de la singularidad transcendente de María, que el Doctor Sutil
enseñó a comprender, conocemos que no se dan en la vida de la Virgen un
episodio, una palabra, un pensamiento, que no tengan conexión — sea
preparatoria, concomitante o consecuente — con la naturaleza y la obra
sacerdotales de Jesús. Naturaleza y obra que son la razón de ser de la unión
hipostática (ya que si bien el ministerio sacerdotal es para los hombres,
el hombre, en cambio, es para el sacerdocio).
Por
tanto, íntegra en su persona, y asumida en el ámbito de la máxima religación
con la divinidad, la Virgen sirve positivamente a la aplicación de los bienes
logrados con ella, por obra de su consorcio positivo en Nazaret, en Belén, en
el Calvario. Salvada con su mente, en su seno y en sus brazos maternos la
frontera de la infinitud, ella puede decir, por razón análoga a la de su
Hijo: “Filius meus usque modo operatur, et ego operor”[9].
[1] Lo afirma Laurentin en su gran obra, ya
citada (vol. II, 148), cuyo achaque es la aplicación confusa de los diversos
tipos de analogía.
[2] Fragmentariamente y de diversas maneras
(polymeros kai polytrópos). Cf. Heb. I, 1.
[3] Cfr. Mt.
20, 20-23.
[4] De esta representación, aludida en varios libros
del Antiguo Testamento, sólo forman conciencia algunos profetas; pero ya está
implícita en la vocación de Abraham.
[5] Cfr. S.
Tomás, Summa theol. III, 26, 1.
[6] Cfr. Isaías
cc. 42, 45, 50, 52, 53.
[7] Luc. 1, 38.
[8] Ps. Alberto Magno, Mariale, q. 42 (opera
omnia, t. 37, 81).
[9] “Mi Hijo sigue actuando todavía; y por eso, yo
también”. Cf. Juan 5, 17.