XVI
Exspectans exspectavi, cantaban los cristianos, esperando la Resurrección de los muertos.
—Exspectaveram et adhuc exspectabo, rectificaban hondamente los gemidos
de Israel. Yo esperaba y sigo esperando. Vuestro Mesías no es mi Mesías, y
aunque todas vuestras tumbas se abrieran, yo seguiría esperando.
Mientras
la paciente Iglesia de Jesús consideraba silenciosamente esa eterna suspensión
que una inefable esperanza fortalecía, y de la cual ningún salvador hubiera
podido sobrellevar la espantosa penitencia, las basílicas y los monasterios
repicaban a la gloria de un Niño Judío que había muerto en la ignominia para
salvar a los desesperados.
Los
sollozos y los cantos de las campanas, que hacíanestremecer de amor a todos
los imperios cristianos, golpeaban en vano el alma obstinada de esos huérfanos
del Leviatán.[1]
Depositarios
de una Promesa imperecedera, que la Iglesia consideraba cumplida, y amparados
en un Pacto sempiterno registrado por el Espíritu Santo hasta trescientas
veces, el Hijo de María les parecía apenas el igual de aquel rey de Jerusalén,
que fue, “lleno de lepra hasta el día de su muerte", el terrible habitante
de una casa solitaria, por el crimen de haberse apoderado del incensario del
gran sacerdote[2].
¡Cómo
debían despreciar las pompas dolorosas del Cristianismo esos indómitos harapientos
que siempre pensaron que la Gloria del Dios de Ezequiel tenía necesidad de su
propia gloria!
¡Ah!
Hubiera sido inútil que la Iglesia les dijera: “Aquel que vendió a su hermano,
un hijo de Israel, debe sufrir la pena de muerte.”[3]
Toda la posteridad de Jacob podía responderle:
—Si
nos creéis semejantes a Caín porque andamos errantes y fugitivos sobre la tierra
recordad que el Señor señaló con un signo a ese asesino, para que no lo mataran
aquellos que lo hallasen.[4]
¡Qué vanas son después de eso, vuestras amenazas de exterminio! Tenemos la palabra
de honor de Dios, que nos juró alianza eterna, y nos negamos a relevarlo de
ella. Esa palabra sigue siendo
inquebrantable y cuando ella se cumpla, vosotros os convertiréis en nuestros
esclavos. Si aquel que hemos crucificado es su Hijo que se salve a sí mismo ese
Salvador de los otros, y cuando descienda de su Cruz creeremos en él como lo hemos
prometido.
[1] Job, caps. XL y XLI. (N. del T.).
[2] Paralip., libro II,
cap. 26.
[3] Deuteronomio.
XXIV, 7.
[4] Génesis, IV, 15.