XVIII
Jesús
agonizará hasta el fin del mundo, escribía Pascal, el más deplorable, a mi juicio
de los grandes hombres que se han equivocado mucho.
Pensamiento
de una alta y triste belleza que el feroz jansenista no hubiera explicado,
seguramente, y que no podía ser, ante sus ojos, sino una hipérbole de piedad.
No
resultaría fácil, sin embargo, decir hasta qué punto esa coordinación de
sílabas tiene el poder de sugestionar a un corazón profundo que la supondría
más que humana...
A fuerza
de amor, la Edad Media había comprendido que Jesús está eternamente
crucificado, eternamente sangrante, eternamente moribundo, escarnecido por el
populacho y maldecido por Dios mismo, según el texto preciso de la
antigua Ley: "Aquel que pende del madero está condenado por Dios”.
¿Cómo,
pues, hubiera podido la Edad Media no aborrecer a los Judíos? Para ella la
Pasión era contemporánea, flagrante, la Sangre de Cristo estaba todavía tibia y
roja y en sus oídos zumbaba aún, fuertemente, el clamor execrable.
¿Ese
pueblo demoníaco no había aullado, acaso, dirigiéndose al cobarde condenado a
lavar perpetuamente sus manos homicidas: "Caiga su sangre sobre nosotros y
sobre nuestros hijos"? Era menester, pues, satisfacerlo, cumpliendo, para
ignominia eterna de todo un pueblo, el penal versículo del Nuevo Testamento,
tan profético como el Antiguo, donde está dicho que así será, sin que se cambie
una jota ni un punto, mientras la tierra y el cielo subsistan.
Los
sufrimientos de Jesús fueron el pan y el vino de la Edad Media, su escuela primaria
y el altivo pináculo de su sabiduría. Fueron su morada, su hogar lleno de blandones
y de chispas, su cuna y su lecho de muerte y, a veces, el paraíso de sus
Santos, que no imaginaban nada mejor que llorar durante toda la eternidad con
la Madre de las Siete Espadas y con el Buen Ladrón. Fueron, y debían ser, el
poema siempre nuevo, la rediviva peripecia de un drama siempre angustioso, para
una sociedad ingenua cuyas facultades de entusiasmo y de dilección brillaban
con una magnificencia que sólo las hogueras del Paráclito podrán volver a
encender un día.
La Pobreza
del Señor era comprendida maravillosamente por esas sensibles multitudes, y la
compasión por un Dios tan lamentable hacía a veces morir a otros pobres que
aceptaban voluntariamente, por sobre sus propias miserias, todo lo que podían
llevar de su carga.
Para
sufrir mejor con Él, se estrechaban contra la Virgen doliente, que tiene sobre
sus rodillas -como en una nueva cruz[1]- a
su gran Hijo Muerto y arranca de su Frente, con preciosas tenazas, las duras
espinas que le han clavado.
“—Dolorosa
y llorosa-, ¡oh Virgen María!, haz que sienta yo la fuerza de tu dolor, para
que contigo llore —decían. Haz que lleve la
muerte de Cristo, haz que comparta
su Pasión y que venere sus llagas”[2].
Sólo
ella podía decirles la pena infinita del pobre Dios que había puesto humildemente
en el mundo y que jamás se fatigó de sentirse acongojado y de festejar la
tribulación.
[1] Santa Brígida, libro I, cap. 10.
[2] Oficio de los Siete Dolores.