XI
La simpatía
por los judíos, ya se sabe, es un signo de ignominia. Aquel a quien la Sinagoga
no le inspire una instintiva repugnancia, no merece siquiera la estimación de
un perro. Esto se enuncia tranquilamente, como un axioma de geometría
rectilínea, sin ironía ni amargura.
En
lo que a mí respecta, me tiene sin cuidado lo que los teólogos y los economistas
les reprochan. Me basta saber que han cometido el Crimen supremo, comparado con
el cual todos los crímenes son virtudes; me basta saber que han cometido el
Pecado sin nombre ni medida que toca a la Integridad divina y que o tendría
ninguna esperanza de remisión si no intercediera por ellos la plegaria
insensata de Nuestro Señor, ebrio de tormentos en su Cruz.
Han detestado al Pobre con aversión infinita. Lo han detestado a tal punto, que
para ultrajarlo y torturarlo a su antojo debieron mantenerse unidos y apelar al
auxilio de la energía del fuego subterráneo de los resentimientos hereditarios
contra un Sabaoth que tan terriblemente castigó en otros tiempos sus
transgresiones. Fue necesario que con la paciencia de un millón de hormigas que
se encarniza en construir una montaña, acumulasen por anticipado, durante
generaciones, contra el Hombre Único y voluntariamente desarmado, los más
feroces testimonios del Libro implacable donde el Espíritu del Dios de Israel
había escrito su cólera.
Volviendo
contra él la tremenda amenaza de sus viejos textos, parecían decirle: "Tu
Padre nos flageló con azotes, pero nosotros te castigaremos con escorpiones[1]". "Maceraremos tu
carne con las espinas y los abrojos del desierto”[2].
Los
clamores de poseídos que precedieron a la Sentencia y que acompañaron como un
bajo continuo el infinito suplicio, han sido seguramente la más completa
manifestación del horror humano a la Pobreza.
Ese
delirio sobrenatural jamás podrá ser sobrepasado, y cuando la marejada del populacho
enloquecido ruja de júbilo sobre los cadáveres de los "Dos Testigos"
cuya inmolación ha profetizado el Apocalipsis[3],
no será tanto el horror.
No
hacen falta grandes trabajos de exégesis para saber que Jesucristo ha sido, en
efecto, el verdadero Pobre —designado como tal a cada paso en el Antiguo
y en el Nuevo Testamento—, el pobre entre los pobres, insondablemente por
debajo de los Jobs más inmundos, el diamante solitario y el carbunclo de
Oriente de la Pobreza misma anunciada por los Videntes inflexibles que el
pueblo lapidara.
Tuvo
por compañeras las "tres pobrezas",
ha dicho una santa. Fue pobre de bienes, pobre de amigos, pobre de Sí mismo. Y
esto en las profundidades de la profundidad, entre las paredes viscosas del
pozo del Abismo.
Puesto
que era Dios y había querido venir para probar que era Dios mostrándose
verdaderamente pobre, lo fue en la irradiación y la plenitud infinitas de sus
Atributos divinos.
No
hubo, pues, otra Víctima que el Pobre, y los excesos absolutamente incomprensibles
de esa Pasión siempre actual, perpetuamente flagrante, cuyo espanto no pudo
atenuar el mismo ateísmo, son inexplicables para aquellos que no saben lo que
es la Pobreza, "la elección en la hoguera de la pobreza", según las palabras
de Isaías, que mostró las cosas futuras y que fue aserrado entre dos
postes.
[1] I
Reyes XII.
[2] Jueces
VIII.
[3] Apoc.
XI