sábado, 6 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XI


XI

La simpatía por los judíos, ya se sabe, es un signo de ignominia. Aquel a quien la Sinagoga no le inspire una instintiva repugnancia, no merece siquiera la estimación de un perro. Esto se enuncia tranquilamente, como un axioma de geometría rectilínea, sin ironía ni amargura.
En lo que a mí respecta, me tiene sin cuidado lo que los teólogos y los economistas les reprochan. Me basta saber que han cometido el Crimen supremo, comparado con el cual todos los crímenes son virtudes; me basta saber que han cometido el Pecado sin nombre ni medida que toca a la Integridad divina y que o tendría ninguna esperanza de remisión si no intercediera por ellos la plegaria insensata de Nuestro Señor, ebrio de tormentos en su Cruz. 

Han detestado al Pobre con aversión infinita. Lo han detestado a tal punto, que para ultrajarlo y torturarlo a su antojo debieron mantenerse unidos y apelar al auxilio de la energía del fuego subterráneo de los resentimientos hereditarios contra un Sabaoth que tan terriblemente castigó en otros tiempos sus transgresiones. Fue necesario que con la paciencia de un millón de hormigas que se encarniza en construir una montaña, acumulasen por anticipado, durante generaciones, contra el Hombre Único y voluntariamente desarmado, los más feroces testimonios del Libro implacable donde el Espíritu del Dios de Israel había escrito su cólera.
Volviendo contra él la tremenda amenaza de sus viejos textos, parecían decirle: "Tu Padre nos flageló con azotes, pero nosotros te castigaremos con escorpiones[1]". "Maceraremos tu carne con las espinas y los abrojos del desierto”[2].
Los clamores de poseídos que precedieron a la Sentencia y que acompañaron como un bajo continuo el infinito suplicio, han sido seguramente la más completa manifestación del horror humano a la Pobreza.
Ese delirio sobrenatural jamás podrá ser sobrepasado, y cuando la marejada del populacho enloquecido ruja de júbilo sobre los cadáveres de los "Dos Testigos" cuya inmolación ha profetizado el Apocalipsis[3], no será tanto el horror.
No hacen falta grandes trabajos de exégesis para saber que Jesucristo ha sido, en efecto, el verdadero Pobre —designado como tal a cada paso en el Antiguo y en el Nuevo Testamento—, el pobre entre los pobres, insondablemente por debajo de los Jobs más inmundos, el diamante solitario y el carbunclo de Oriente de la Pobreza misma anunciada por los Videntes inflexibles que el pueblo lapidara.
Tuvo por compañeras las "tres  pobrezas", ha dicho una santa. Fue pobre de bienes, pobre de amigos, pobre de Sí mismo. Y esto en las profundidades de la profundidad, entre las paredes viscosas del pozo del Abismo.
Puesto que era Dios y había querido venir para probar que era Dios mostrándose verdaderamente pobre, lo fue en la irradiación y la plenitud infinitas de sus Atributos divinos.
No hubo, pues, otra Víctima que el Pobre, y los excesos absolutamente incomprensibles de esa Pasión siempre actual, perpetuamente flagrante, cuyo espanto no pudo atenuar el mismo ateísmo, son inexplicables para aquellos que no saben lo que es la Pobreza, "la elección en la hoguera de la pobreza", según las palabras de Isaías, que mostró las cosas futuras y que fue aserrado entre dos postes.


[1] I Reyes XII.
[2] Jueces VIII.
[3] Apoc. XI