XIX
Ya la
inmensa mirada de desolación con que la Estrella de la mañana anegaba a quienes
la compadecían, era para ellos una respuesta de desgarradora suavidad.
- Los pérfidos
Judíos —creían escuchar—han acusado a mi divino Hijo de ser un hombre glotón y bebedor[1],
lo cual es bien cierto, os aseguro,
porque aun estando en su Cruz gimió para
que le dieran de beber.
¡Y
pensar que en ese momento El veía mis lágrimas!
Esas
lágrimas, estrechamente vinculadas con su Humanidad santa y armadas entonces
contra Él con la omnipotencia de la impetración por un mundo herido de locura,
se elevaron como una multitud de olas en torno de su Cruz solitaria...
Y
en ese momento, antes de que todo fuese consumado, cuando se cumplían espantosamente
las antiguas profecías, cuando al cabo de cuatro mil años de humillación la
Mujer volvía por fin a estar de pie ante el Árbol de la Vida, hollando con su
planta la cabeza de la Serpiente y tocando con su frente las doce estrellas,
toda la descendencia del primer Desobediente, magnificada por mi Compasión, se
manifestó en el esplendor de mis lágrimas.
El
Cáliz de amargura infinita que Jesús, bajo los olivos, pidió a su Padre que
apartara de El, y que llenó de espanto a Su Alma hasta hacerle sudar sangre y
agonizar, era preciso que lo bebiera ahora de manos de Aquella a quien eligiera
desde el comienzo para ser el ministro sin tacha de la parte más cruel de su
Suplicio.
¡Ya
que había gemido de sed, era preciso que lo bebiera hasta la última gota; y no
debía serle permitido expirar hasta que ese verdadero Cáliz de su Agonía
que era Mi Corazón volcara todas las lágrimas de las generaciones!
Huido
al cielo el Ángel que lo había asistido la víspera, y abandonado por su Padre,
se cumplía en El, de manera infinita y sin ejemplo, la rigurosa sentencia:
"¡Ay del que está solo!"
Su
misma Madre se había convertido para Él en una extraña, puesto que se despojó
de Ella en favor de su discípulo antes de pedir que le dieran de beber[2].
Estaba
solo para siempre y frente a frente con Judit, como un Holofernes clavado en el
lecho de su perdición[3].
El sol
se oscurecía ya para escapar al horror de esa confrontación silenciosa, y los
muertos comenzaban a agitarse en sus sepulcros.
—Bebed,
Hijo mío —decían las voces desoladas de mi abismo—; bebed estas lágrimas de
tristeza y de cólera. No tiene la hiel suficiente amargura ni el vinagre
suficiente acidez para apagar una sed semejante a la vuestra.
Bebed
estas lágrimas de huérfanos, de viudas y de desterrados.
Bebed
estas lágrimas de adúlteros, de parricidas y de desesperados.
Bebed
también esto, que es el océano de las lágrimas de la Avaricia, do la Concupiscencia
carnal y del Orgullo.
Bebed,
en fin, estas lágrimas de plata que serán en adelante el único patrimonio de
Israel y que algún día la sacrílega irrisión de los falsos cristianos derramará
sobre el catafalco agusanado de la vanidad de los muertos.
Esto
es todo lo que el Pueblo de Dios ha guardado para confortaros en vuestra
segunda Agonía, y os lo ofrece por mí intermedio porque me designasteis
cruelmente a mí para abrevaros antes de vuestro último suspiro.
Puesto
que habéis dicho que "son bienaventurados los que lloran”, por llorar yo
lágrimas de todas las generaciones "todas las generaciones me llamarán
Bienaventurada".
Yo
había hablado sólo seis veces en el Evangelio. Tal fue mi Séptima Palabra,
que no oyeron ni el Evangelista, a mi derecha, ni Magdalena, a mi izquierda,
pero a la cual respondió el clamor poderoso del Consummatum.
Jesús bajó su Cabeza aterradora para
que la muerte pudiera aproximarse.
Y el
Velo del Templo fue desgarrado de arriba abajo, como la túnica de Caifás
o el vientre del Traidor, para hacer
saber que los crueles Judíos no tendrían ya sino tabernáculos desiertos.