XII
A
los Judíos les cabe el indeleble honor de haber traducido para el uso de la humanidad,
en un estilo de tormentos cuya elocuencia excede a todos los horrores conocidos,
el odio al Pobre.
Tan
evidente es que comprendieron la enormidad de su obra, que para dejar constancia
irrefragable de que habían tenido el poder de instituir por lo menos un verdadero
Rey de la abyección y del dolor, inventaron la Coronación de espinas.
Los
sabios del viejo templo no podían ignorar el sentido profundo de esa ceremonia,
sin ejemplo hasta entonces. Desde el Desastre inicial, las espinas son el
ingrediente esencial de la maldición suprema, y "la cosecha de espinas en
lugar de la cosecha del trigo candeal" es uno de los lugares comunes más
hebraicos.
Acaso
recordaban el grito del Lamentador: "Humillaos, sentaos en el suelo,
tristes siervos del Señor, porque la corona de vuestra gloria cayó de vuestras
cabezas".[1]
Y acaso
los pétalos de sangre viviente que
brotaban de la frente del Cristo les hacían pensar con rabia en el Coronemus
Rosis del cántico blasfematorio de la Sabiduría.[2]
Pero,
¿sabían esos doctores llenos de ironía y crueldad que esa Corona horrenda imperaría
para siempre sobre ellos y los oprimiría más duramente que el Faraón, puesto
que había sido posada sobre la frente del Agonizante que no podía tener otro
sucesor que el abominable dinero, del cual, después de su muerte, se
convertirían en miserables esclavos? Porque hay allí un desconcertante misterio.
La muerte de Jesús separa esencialmente el Dinero del Pobre, el prefigurante
del prefigurado, del mismo modo que separa el cuerpo del alma en los óbitos
ordinarios.
La Iglesia
universal, nacida de la Sangre divina, tuvo de su parte al Pobre y los Judíos,
atrincherados en la inexpugnable fortaleza de una recalcitrante desesperación
guardaron el Dinero, el pálido Dinero arañado por sus sacrílegas espinas y
deshonrado por sus salivazos, como hubieran guardado, insepulto y expuesto a la
corrupción, para contaminar al Universo, el cadáver de un Dios...
[1] Jeremías, XIII, 18.
[2] Sab. II, 8.