martes, 9 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XII


XII

A los Judíos les cabe el indeleble honor de haber traducido para el uso de la humanidad, en un estilo de tormentos cuya elocuencia excede a todos los horrores conocidos, el odio al Pobre.
Tan evidente es que comprendieron la enormidad de su obra, que para dejar constancia irrefragable de que habían tenido el poder de instituir por lo menos un verdadero Rey de la abyección y del dolor, inventaron la Coronación de espinas.
Los sabios del viejo templo no podían ignorar el sentido profundo de esa ceremonia, sin ejemplo hasta entonces. Desde el Desastre inicial, las espinas son el ingrediente esencial de la maldición suprema, y "la cosecha de espinas en lugar de la cosecha del trigo candeal" es uno de los lugares comunes más hebraicos.
Acaso recordaban el grito del Lamentador: "Humillaos, sentaos en el suelo, tristes siervos del Señor, porque la corona de vuestra gloria cayó de vuestras cabezas".[1] Y  acaso  los  pétalos de sangre viviente que brotaban de la frente del Cristo les hacían pensar con rabia en el Coronemus Rosis del cántico blasfematorio de la Sabiduría.[2]
Pero, ¿sabían esos doctores llenos de ironía y crueldad que esa Corona horrenda imperaría para siempre sobre ellos y los oprimiría más duramente que el Faraón, puesto que había sido posada sobre la frente del Agonizante que no podía tener otro sucesor que el abominable dinero, del cual, después de su muerte, se convertirían en miserables esclavos? Porque hay allí un desconcertante misterio. La muerte de Jesús separa esencialmente el Dinero del Pobre, el prefigurante del prefigurado, del mismo modo que separa el cuerpo del alma en los óbitos ordinarios.
La Iglesia universal, nacida de la Sangre divina, tuvo de su parte al Pobre y los Judíos, atrincherados en la inexpugnable fortaleza de una recalcitrante desesperación guardaron el Dinero, el pálido Dinero arañado por sus sacrílegas espinas y deshonrado por sus salivazos, como hubieran guardado, insepulto y expuesto a la corrupción, para contaminar al Universo, el cadáver de un Dios...


[1] Jeremías, XIII, 18.
[2] Sab. II, 8.