domingo, 14 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XIV


XIV

No olvido, por cierto, la historia de la higuera que fue maldecida porque se encontraba sin frutos cuando Jesús tuvo hambre. Pero el Evangelista aclara que "no era todavía el tiempo de los higos".
Y agrega también que no había que desesperar que los diera, sino excavar alrededor de ella y estercolada. Un poco de paciencia, nada más. Siempre se estaría a tiempo para abatirla si se obstinara en seguir estéril.
Esa pobre higuera que, no tiene nada que ofrecer al pobre Cristo me interesa apasionadamente. Porque es el indiscutible símbolo del pueblo judío, cuya prosperidad expresa admirablemente.
¿No convenía, sin embargo, que a la espera del diluvio de inmundicias que estimularía su fecundidad ulterior diera un fruto cualquiera a ese Redentor impaciente que la había maldecido? ¿Y no sería lícito conjeturar que el impenetrable Traidor que resumía con tanta exactitud a la Raza bífida se colgó precisamente de ese árbol de desesperación, a cuya sombra los buenos hebreos de la tradición se sentaban confiadamente?

He ahí lo que debe asombrar a los Espíritus del cielo cuando cotejan la suerte de los judíos —a partir de esa horrible primicia— con las antiguas promesas de dominación gloriosa y de alegría "in aeternum" de que sus Libros están saturados.
A la aparición del Pobre —imprevista al cabo de dos mil años— desapareció por completo todo lo que había en ellos de espiritual y se puso de manifiesto su naturaleza carnal de contadores de dinero.
Judas es su tipo, su prototipo y su supertipo, o si se quiere, el paradigma exacto de las innobles y sempiternas conjugaciones de su avaricia, hasta el punto que se los creería salidos a todos, al mismo tiempo que los intestinos, del vientre reventado de ese cambalachero de Dios.
Era un vulgar trapacero —un klefto, según el griego— dice el dulce evangelista San Juan, y "tenía la bolsa". La tiene todavía, la tiene más que nunca, y es eso, exclusivamente, lo que nos procura el espectáculo generoso de las indignaciones periodísticas del acéfalo denigrador de Sem.
La Edad Media, que tenía apenas la noción del portamonedas y cuyo corazón zozobraba de amor, no iba más allá de los treinta dineros, que seguramente le parecían una suma fabulosa y que acaso hubiera preferido menos considerable, para que el oprobio de su Dios fuera más primo hermano de la humillación de los míseros que pedían limosna en su Nombre.
Los cristianos de entonces comprendían perfectamente que en el drama tumultuario del Viernes Santo no hay más que dos personajes: los Judíos y el Pobre, y repartían equitativamente sus almas simples entre la admiración dolorosa y el horror sin límites, dejando todo lo demás para los sutiles doctores que hablaban el latín.
No sé exactamente dónde leí la ingenua aventura de aquel viejo caballero que presidía, en su calidad de personaje eminente, un símbolo reunido para el proceso eclesiástico de un rabino turbulento que había hecho circular ciertas vituperables glosas contra la Virgen María. Después de una larga disputa en que el audaz circunciso había confundido fácilmente a los teólogos ignaros, y cuando comenzaba ya el equívoco silencio que precede al fallo inapelable de un tribunal, el viejo caballero de férrea armadura que no había dado hasta ese momento señal alguna de vida, descendió lentamente del alto sitial donde había parecido estar dormitando y, aproximándose al talmudista, le dijo-: "Judío, has hablado muy bien, pero hay un argumento que no has previsto y que te dejará sin respuesta". Y desenvainando su inmensa espada de Ptolomeo o Antíoco, lo partió en dos, de la cabeza á los pies, como un sarraceno felón. Anécdotas como ésta tienen un gran valor para exasperar a los imbéciles y refrescar la imaginación de los buenos cristianos.