XIV
No olvido,
por cierto, la historia de la higuera que fue maldecida porque se encontraba
sin frutos cuando Jesús tuvo hambre. Pero el Evangelista aclara que "no
era todavía el tiempo de los higos".
Y
agrega también que no había que desesperar que los diera, sino excavar alrededor
de ella y estercolada. Un poco de paciencia, nada más. Siempre se
estaría a tiempo para abatirla si se obstinara en seguir estéril.
Esa
pobre higuera que, no tiene nada que ofrecer al pobre Cristo me interesa apasionadamente.
Porque es el indiscutible símbolo del pueblo judío, cuya prosperidad expresa
admirablemente.
¿No
convenía, sin embargo, que a la espera del diluvio de inmundicias que
estimularía su fecundidad ulterior diera un fruto cualquiera a ese Redentor
impaciente que la había maldecido? ¿Y no sería lícito conjeturar que el impenetrable
Traidor que resumía con tanta exactitud a la Raza bífida se colgó precisamente de
ese árbol de desesperación, a cuya sombra los buenos hebreos de la tradición se
sentaban confiadamente?
He ahí
lo que debe asombrar a los Espíritus del cielo cuando cotejan la suerte de los
judíos —a partir de esa horrible primicia— con las antiguas promesas de
dominación gloriosa y de alegría "in aeternum" de que sus Libros
están saturados.
A
la aparición del Pobre —imprevista al cabo de dos mil años— desapareció por
completo todo lo que había en ellos de espiritual y se puso de manifiesto su
naturaleza carnal de contadores de dinero.
Judas
es su tipo, su prototipo y su supertipo, o si se quiere, el paradigma exacto de
las innobles y sempiternas conjugaciones de su avaricia, hasta el punto que se
los creería salidos a todos, al mismo tiempo que los intestinos, del vientre
reventado de ese cambalachero de Dios.
Era
un vulgar trapacero —un klefto, según el griego— dice el dulce
evangelista San Juan, y "tenía la bolsa". La tiene todavía, la tiene
más que nunca, y es eso, exclusivamente, lo que nos procura el espectáculo
generoso de las indignaciones periodísticas del acéfalo denigrador de Sem.
La
Edad Media, que tenía apenas la noción del portamonedas y cuyo corazón zozobraba
de amor, no iba más allá de los treinta dineros, que seguramente le parecían
una suma fabulosa y que acaso hubiera preferido menos considerable, para que el
oprobio de su Dios fuera más primo hermano de la humillación de los míseros que
pedían limosna en su Nombre.
Los
cristianos de entonces comprendían perfectamente que en el drama tumultuario
del Viernes Santo no hay más que dos personajes: los Judíos y el Pobre,
y repartían equitativamente sus almas simples entre la admiración dolorosa y el
horror sin límites, dejando todo lo demás para los sutiles doctores que
hablaban el latín.
No sé exactamente
dónde leí la ingenua aventura de aquel viejo caballero que presidía, en su
calidad de personaje eminente, un símbolo reunido para el proceso eclesiástico
de un rabino turbulento que había hecho circular ciertas vituperables glosas contra
la Virgen María. Después de una larga disputa en que el audaz circunciso había
confundido fácilmente a los teólogos ignaros, y cuando comenzaba ya el equívoco
silencio que precede al fallo inapelable de un tribunal, el viejo caballero de
férrea armadura que no había dado hasta ese momento señal alguna de vida,
descendió lentamente del alto sitial donde había parecido estar dormitando y,
aproximándose al talmudista, le dijo-: "Judío, has hablado muy bien, pero
hay un argumento que no has previsto y que te dejará sin respuesta". Y
desenvainando su inmensa espada de Ptolomeo o Antíoco, lo partió en dos, de la
cabeza á los pies, como un sarraceno felón. Anécdotas como ésta tienen un gran
valor para exasperar a los imbéciles y refrescar la imaginación de los buenos
cristianos.