XIII
Pero
¿quién puede interesarse por esas venerables imágenes, por mucho que con ellas
el mundo haya vivido? ¿Y quién se esforzaría por entenderlas? Aunque en un trabajo
de la índole de éste es poco menos que imposible descartarlas, ¿cómo escapar á
la desalentadora certidumbre de que no se será escuchado?
¡Parecen
a veces tan contradictorios esos vocablos, familiares o raros, de tan diverso
sentido literal y tan variable acepción espiritual, todos los cuales expresan a
su manera la Substancia infinita y que, frente mismo al tabernáculo, no
son sino velos de una- cambiante trama!
Se
sienten tentaciones de creerlos incoherentes o caprichosos, porque a veces se
precipitan los unos sobre los otros, y parecen ora devorarse, ora unirse
amorosamente. Cuando se los considera con fijeza, se compenetran súbitamente,
coligándose en un solo frente, para multiplicarse de nuevo tan pronto como se
pretende asirlos. Y cuando, vencidos por la fatiga, nos desviamos de ellos para
contemplar vanas sombras en los enigmáticos espejos de este mundo, vuelven inmediatamente,
como sutiles obsesiones, a abrir alrededor de nuestro espíritu sus silenciosas
trincheras...
Por
más que sean las olas de un mismo océano y que no puedan romper los diques de
la Unidad absoluta, la perpetua variación de sus aspectos y el conflicto
aparente de sus colores desconciertan a la más sagaz orientación.
Es
necesario resignarse a no obtener jamás sino intermitentes relampagueos, puesto
que el mismo Jesús, que vino, decía, para cumplirlo todo, sólo se expresaba en
parábolas y similitudes.
La
interpretación de los Textos sagrados era en otros tiempos considerada la más
gloriosa empresa del espíritu humano, puesto que según el testimonio del
infalible Salomón, la "honra de Dios es encubrir su palabra"[1].
Pero
eso era en los tiempos de los señores y del reinado tranquilo de las especulaciones
superiores. Esta de hoy es la hora de los siervos y de la victoria decisiva de
las bajas curiosidades.
Resulta,
pues, por lo menos superfluo esperar un poco de atención, y yo me cuidaría muy
bien de pretenderlo si no supiera que en los establos del Pastor se muere de
hambre y que son muchísimas las voces que reclaman ya las llaves del siglo
próximo, al que los indigentes suponen señalado por la Providencia para la
recuperación de los espíritus.
Lamento
no poder proponer a mis ambiciosos contemporáneos un revelador auténtico. La
conserjería de los Misterios no es mi destino y yo no he recibido la consignación
de las Cosas futuras. Los profetas actuales están, por otra parte, tan carentes
de milagros, que no sería posible señalarlos.
Pero
si es verdad que se los espera, como una consecuencia natural de ese punto de
fe que debe llegar un día, yo me pregunto por qué no ha de esperárselos del único
pueblo del cual salieron todos los Secretarios de los Mandamientos de Dios.
[1] Prov. XXV,
2.