XV
¡Grande
y humilde Edad Media, época la más cara para todos aquellos a quienes los
clamores de la Desobediencia incomodan y que viven retirados en el fondo de sus
propias almas!
Los
tres últimos siglos han hecho mucho por empañarla y desacreditarla, desnaturalizando
por medio de todos los opios las gloriosas facultades líricas del viejo Occidente.
Hasta existe una nueva escuela de historiadores críticos y documentales para
quienes esta odiosa tarea es la permanente preocupación.
Pero
tengo para mí que los mil años de lamentaciones, de cruentas locuras y de éxtasis
continuarán corriendo a través de los dedos de los pedantes hasta que deje de
latir el corazón humano, y es curioso observar que los Judíos son, en
definitiva, los testigos más fieles y los conservadores más auténticos de esa cándida
Edad Media que los execraba por el amor de Dios y que tantas veces quiso
exterminarlos.
He
evocado ya al comienzo el recuerdo de aquellos sucios y sublimes individuos que
me fue dado contemplar en Hamburgo, animales tan bien conservados en su propia
inmundicia, tan intactos, tan prodigiosamente incontaminados de todo lo que no
fuera la miseria de sus ascendientes y de sus allegados, que sentí la angustia
de hallarme en presencia del mismo rebaño que asqueaba a la gente en los
tiempos de Felipe Augusto y de Federico Barbarroja, diseminada ya
bajo tierra o en los campos de los cielos después de tantas generaciones de
haber muerto recordando la muerte de Cristo.
Entreví
entonces la enorme grandeza de aquellos tiempos lejanos en que la Iglesia
militante, que había sojuzgado al mundo y que posaba los pies de la Inmaculada
Concepción sobre la cerviz de los reyes, estrellaba, sin embargo, su poderío
contra un pueblo de seres miserables que le resistía sin morir jamás.
Hubiera
podido decirse, parecería, que aquel obstáculo imposible de vencer era una advertencia, en plena victoria, acerca de lo
precario de su condición de desposada de un Dios bañado en sangre a quien todo
había resistido...
Y
debió, temblorosa como el mar, tomar para sí la concisa prohibición del Señor:
"Hasta aquí llegarás y no pasarás adelante, y aquí quebrantarás tus hinchadas
olas"[1].
Sin
embargo, la guerra a los Judíos no fue jamás, en cuanto a la Iglesia, otra cosa
que el esfuerzo mal dirigido de un gran celo caritativo, y el papado no hizo
sino ampararlos generosamente contra el furor de todo un mundo.
[1] Job, XXXVIII, 11.