Nota del Blog: Toda esta sección del Sacerdocio de la Santísima Virgen, dividida en siete puntos, es no sólo súmamente edificante y admirable, sino que también abre amplios horizontes en la teología dogmática, especialmente en el tratado de Ecclesia y muy especialísimamente en una de las tesis centrales del mismo, a saber: la pertenencia a la Iglesia.
3.
El sacerdocio de la Madre de Dios.
1)
Notas sacerdotales de la maternidad divina.
Conforme
al plan de la creación, Jesucristo no debía hacer su entrada en el mundo por sí
solo; ni su sacrificio estar solo en el altar; ni su gracia actuar a solas. La
asamblea jerárquica que venía a instituir, reino de vida eterna en medio de los
reinos temporales, debía serle íntimamente asociada desde el primer momento de
su entrada en el mundo; tanto en orden al culto personal del hombre nuevo que
es él, Hijo de Dios, como a la universal redención de los hombres. Y ello,
mediante el ser y la obra de una mujer única, bendita entre todas las mujeres.
La
plenitud óntica de la Llena de gracia, como la llama el Arcángel,
compendia y sobrepuja la muchedumbre de perfecciones que los miembros de la
Iglesia alcanzarán, gracia sobre gracia, hasta el fin de los tiempos.
Esa
plenitud le ha sido conferida para el sacerdocio real del Verbo encarnado: para
su ser; para su sacrificio; para su reino.
Madre,
en el tiempo, de un Hijo eternamente concebido; madre y compendio ejemplar de
la Iglesia (reino que ha de venir al ser espiritualmente, “no de la sangre, ni
de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón”), la Virgen es concebida y
concibe sin mancha; y al dar a luz al Verbo encarnado, Luz del mundo (Juan
8, 12), es confirmada y glorificada en su virginidad.
La
singularidad transcendente de esta creatura única, madre verdadera de su
Creador, es la máxima realización de un designio inscripto en la esencia misma
de nuestra naturaleza (realización incoada en el Edén, con la gracia y los
dones preternaturales del estado de justicia original): el designio de allanar
hasta donde sea posible las fronteras que median entre Dios y las creaturas;
hacer partícipes y consortes de la naturaleza divina (II Pedro 1, 4) a
todas las cosas oriundas de la nada, en la medida en que lo permiten su nativa
indigencia de ser y la irrevocable distinción de sus formas.
El
ser nosotros imagen del Creador, impresa en la sobrehaz del limo común, ya
constituye un reino de sacerdotes, radicalmente capaces de la fe que diviniza y
del sacrificio que consagra y coaduna.
Divinización
y comunión que la alianza de amistad edénica realiza en el grado óptimo de lo
concebible.
Más
allá de ese grado, en una esfera de relaciones impensables mientras no fueron
un hecho de fe, se da el “admirabile commercium”, como lo llama la sagrada
liturgia[1]:
el misterio nupcial de interpenetración de lo divino y de lo humano, por el que
una virgen es Madre de Dios, correlativa y simultáneamente a la creación de un
hombre que es el Hijo de Dios.
En el
estado actual de la humanidad, estado de miseria y de misericordia, también los
padecimientos y la muerte debían ser consagrados y asumidos en la esfera de mediación
sacerdotal del “admirabile commercium”. Al unirse a una naturaleza humana impersonal, la persona de
Jesucristo carga con la cruz de todo el género humano; y en ella ha de consumar
su obra, en cuanto Rey de cielos y tierra, coronándose de dolor. Correlativa y
simultáneamente, la Virgen no sólo acepta ser madre de Dios. El Fiat con
que responde a la embajada del Arcángel la constituye, junto al “Varón del dolores,
menospreciado, estimado en nada, arrojado como desecho de los hombres” (Isaías
53, 3), en Mater Dolorosa.
Se
dan, pues, en la maternidad divina las dos notas esenciales del sacerdocio: mediación
y sacrificio; y ambas íntima y libremente relacionadas con la mediación sacrifical
del Sacerdote único.
Íntimamente.
Porque su maternidad no resulta de una mera partenogénesis biológica, sino de
la más entrañable unión mística (llena de gracia); en el máximo estado de
pureza (doncella impecable, concebida sin mancha); y por acción sobrenatural
directa del mismo Espíritu de Dios que la santifica (“el Espíritu Santo vendrá
sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Luc. 1, 35). Y
porque las relaciones que fundamenta la maternidad divina son, con respecto a
las que establece la maternidad humana, sobremanera más estrechas y excluyentes
(al mismo tiempo que más extensivas y más comunicables). Ningún hijo es tan
hijo de la mujer que lo engendra, como Jesús lo es de María: “vástago de la
Mujer”, lo había anunciado el Génesis (3, 15); “hecho hijo de mujer”, precisa
san Pablo, refiriéndose al Hijo eterno del Altísimo[2]; “sin conocimiento de varón”, explica la misma Virgen[3]. De este hombre nacido de María,
totalmente formado de ella en persona del Verbo, puede ella decir, con la misma
verdad absoluta con que el primer Adán lo dijo de la primera Eva: “Esto sí que
ya es hueso de mis huesos y carne de mi carne”[4].
La
mediación y el sacrificio mariales también se relacionan libremente con el ser
y la obra del sacerdote único. Porque se cumplen en virtud de la fe más
esperanzada y más lúcida[5],
término perfectísimo de la que Abraham adhiere a las promesas de Yahveh. Y
porque la humildad de su amor consuma, de la manera más perfecta[6],
la obediencia a Yahveh, prometida por pacto libre y solemne, en cada una de las
renovaciones de la Antigua Alianza[7].
[1] Antífona primera de Vísperas y de Laudes, en la
Festividad de la Circuncisión del Señor.
[2] “Mas, cuando vino la plenitud del tiempo, envió
Dios desde el cielo, de cabe sí, a su propio Hijo, hecho hijo de mujer,
sometido a la sanción de la Ley” (Gal. 4, 4).
[3] Luc. 1, 34. Las
palabras de la Virgen: “quoniam virum non cognosco”, no expresan un hecho
contingente; definen una imposibilidad moral. Imposibilidad que se funda no en
la emisión de un voto, (como suele suponerse a causa del mérito y la perfección
que el voto añade a la virtud), sino en la singularidad transcendente de la
Madre de Dios. La exención de toda culpa y la plenitud de gracia, privilegios
conferidos en orden a la maternidad divina, hacen de la virginidad una
investidura, un estado. María es la virgen como es la mujer; y
por la misma causa. Así como el estado de perfección episcopal (en el plano
de lo jurídico; no siempre de hecho), contiene eminentemente los atributos del
estado religioso, así la Virgen, sin necesidad de voto alguno, realiza
eminentemente y de hecho todos los estados de perfección.