martes, 26 de marzo de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, V Parte.

Nota del Blog: Toda esta sección del Sacerdocio de la Santísima Virgen, dividida en siete puntos, es no sólo súmamente edificante y admirable, sino que también abre amplios horizontes en la teología dogmática, especialmente en el tratado de Ecclesia y muy especialísimamente en una de las tesis centrales del mismo, a saber: la pertenencia a la Iglesia. 

3. El sacerdocio de la Madre de Dios.

1) Notas sacerdotales de la maternidad divina.

Conforme al plan de la creación, Jesucristo no debía hacer su entrada en el mundo por sí solo; ni su sacrificio estar solo en el altar; ni su gracia actuar a solas. La asamblea jerárquica que venía a instituir, reino de vida eterna en medio de los reinos temporales, debía serle íntimamente asociada desde el primer momento de su entrada en el mundo; tanto en orden al culto personal del hombre nuevo que es él, Hijo de Dios, como a la universal redención de los hombres. Y ello, mediante el ser y la obra de una mujer única, bendita entre todas las mujeres.
La plenitud óntica de la Llena de gracia, como la llama el Arcángel, compendia y sobrepuja la muchedumbre de perfecciones que los miembros de la Iglesia alcanzarán, gracia sobre gracia, hasta el fin de los tiempos.
Esa plenitud le ha sido conferida para el sacerdocio real del Verbo encarnado: para su ser; para su sacrificio; para su reino.


Madre, en el tiempo, de un Hijo eternamente concebido; madre y compendio ejemplar de la Iglesia (reino que ha de venir al ser espiritualmente, “no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón”), la Virgen es concebida y concibe sin mancha; y al dar a luz al Verbo encarnado, Luz del mundo (Juan 8, 12), es confirmada y glorificada en su virginidad.
La singularidad transcendente de esta creatura única, madre verdadera de su Creador, es la máxima realización de un designio inscripto en la esencia misma de nuestra naturaleza (realización incoada en el Edén, con la gracia y los dones preternaturales del estado de justicia original): el designio de allanar hasta donde sea posible las fronteras que median entre Dios y las creaturas; hacer partícipes y consortes de la naturaleza divina (II Pedro 1, 4) a todas las cosas oriundas de la nada, en la medida en que lo permiten su nativa indigencia de ser y la irrevocable distinción de sus formas.
El ser nosotros imagen del Creador, impresa en la sobrehaz del limo común, ya constituye un reino de sacerdotes, radicalmente capaces de la fe que diviniza y del sacrificio que consagra y coaduna.
Divinización y comunión que la alianza de amistad edénica realiza en el grado óptimo de lo concebible.
Más allá de ese grado, en una esfera de relaciones impensables mientras no fueron un hecho de fe, se da el “admirabile commercium”, como lo llama la sagrada liturgia[1]: el misterio nupcial de interpenetración de lo divino y de lo humano, por el que una virgen es Madre de Dios, correlativa y simultáneamente a la creación de un hombre que es el Hijo de Dios.
En el estado actual de la humanidad, estado de miseria y de misericordia, también los padecimientos y la muerte debían ser consagrados y asumidos en la esfera de mediación sacerdotal del “admirabile commercium”. Al unirse a una naturaleza humana impersonal, la persona de Jesucristo carga con la cruz de todo el género humano; y en ella ha de consumar su obra, en cuanto Rey de cielos y tierra, coronándose de dolor. Correlativa y simultáneamente, la Virgen no sólo acepta ser madre de Dios. El Fiat con que responde a la embajada del Arcángel la constituye, junto al “Varón del dolores, menospreciado, estimado en nada, arrojado como desecho de los hombres” (Isaías 53, 3), en Mater Dolorosa.
Se dan, pues, en la maternidad divina las dos notas esenciales del sacerdocio: mediación y sacrificio; y ambas íntima y libremente relacionadas con la mediación sacrifical del Sacerdote único.
Íntimamente. Porque su maternidad no resulta de una mera partenogénesis biológica, sino de la más entrañable unión mística (llena de gracia); en el máximo estado de pureza (doncella impecable, concebida sin mancha); y por acción sobrenatural directa del mismo Espíritu de Dios que la santifica (“el Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Luc. 1, 35). Y porque las relaciones que fundamenta la maternidad divina son, con respecto a las que establece la maternidad humana, sobremanera más estrechas y excluyentes (al mismo tiempo que más extensivas y más comunicables). Ningún hijo es tan hijo de la mujer que lo engendra, como Jesús lo es de María: “vástago de la Mujer”, lo había anunciado el Génesis (3, 15); “hecho hijo de mujer”, precisa san Pablo, refiriéndose al Hijo eterno del Altísimo[2]; “sin conocimiento  de varón”, explica la misma Virgen[3]. De este hombre nacido de María, totalmente formado de ella en persona del Verbo, puede ella decir, con la misma verdad absoluta con que el primer Adán lo dijo de la primera Eva: “Esto sí que ya es hueso de mis huesos y carne de mi carne”[4].
La mediación y el sacrificio mariales también se relacionan libremente con el ser y la obra del sacerdote único. Porque se cumplen en virtud de la fe más esperanzada y más lúcida[5], término perfectísimo de la que Abraham adhiere a las promesas de Yahveh. Y porque la humildad de su amor consuma, de la manera más perfecta[6], la obediencia a Yahveh, prometida por pacto libre y solemne, en cada una de las renovaciones de la Antigua Alianza[7].




[1] Antífona primera de Vísperas y de Laudes, en la Festividad de la Circuncisión del Señor.

[2] “Mas, cuando vino la plenitud del tiempo, envió Dios desde el cielo, de cabe sí, a su propio Hijo, hecho hijo de mujer, sometido a la sanción de la Ley” (Gal. 4, 4).

[3] Luc. 1, 34. Las palabras de la Virgen: “quoniam virum non cognosco”, no expresan un hecho contingente; definen una imposibilidad moral. Imposibilidad que se funda no en la emisión de un voto, (como suele suponerse a causa del mérito y la perfección que el voto añade a la virtud), sino en la singularidad transcendente de la Madre de Dios. La exención de toda culpa y la plenitud de gracia, privilegios conferidos en orden a la maternidad divina, hacen de la virginidad una investidura, un estado. María es la virgen como es la mujer; y por la misma causa. Así como el estado de perfección episcopal (en el plano de lo jurídico; no siempre de hecho), contiene eminentemente los atributos del estado religioso, así la Virgen, sin necesidad de voto alguno, realiza eminentemente y de hecho todos los estados de perfección.

[4] Gén. 2, 23.

[5] “Bienaventurada la que ha creído” (Luc. 1, 45). “Bienaventurada me llamarán todas las generaciones, porque ha hecho en mi maravillas el Poderoso” (Luc. I, 48-49). “María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón” (Luc. 1, 19).

[6] “He aquí la sierva del Señor” (Luc. 1, 38).

[7] Cf. Gén. c. 15; 17, 1; 18, 19; 26, 24; 28, 12; Ex. 6, 2-8; 14, 3-8; 24, 1-11.