II
¡La
Salvación viene de los Judíos! ¡Texto desconcertante que nos lleva furiosamente lejos
del señor Drumont! Dios no quiere
que yo le declare la guerra a ese triunfador. Sería una lucha verdaderamente
demasiado desigual.
El
libelista de la Francia Judía puede vanagloriarse de haber encontrado un
provechoso filón. Considerando, con la profunda sagacidad y la sangre fría de
un jefe astuto, que la piedra filosofal de la propia conveniencia consiste en
dar a los vientres humanos la pitanza que precisamente apetecen, inventó contra
los Judíos la impetuosa y pertinaz reivindicación de las monedas de cinco
francos. Era el infalible secreto para imponerse, para abrirse camino y
encaramarse hasta las cumbres más altas.
Decir al transeúnte, así sea el
más mísero recipiendario en el pudridero de los desesperados: "Esos
pérfidos judíos que te salpican de barro te han robado todo tu dinero. ¡Recupéralo, pues, oh egipcio! ¡Arráncales la piel, si te atreves, y persíguelos
en el mar Rojo!" ¡Ah! decir eso constantemente, decirlo por todas partes,
berrearlo sin cesar en libros y diarios, batirse algunas veces para que se lo
comente más noblemente más allá de los montes y de los mares, y sobre todo
—ioh, sobre todo!— no hablar jamás de otra cosa: he ahí la receta y el
secreto, el medium y el retentum de la basílica del gran éxito.
¿Quién, Dios mío, podría resistirse a eso?
Agreguemos que este gran hombre
hacía su campaña de reivindicación en nombre del catolicismo. Esto sentado,
recordemos el desinterés sublime de los católicos actuales, el inquebrantable
desprecio que sienten por las especulaciones y las artimañas financieras y el
celestial desprendimiento de que hacen gala. Yo mismo he escrito libros para expresar la
admiración casi dolorosa con que me saturaban estos escolares de la caridad divina,
y sé muy bien que me hubiera sido imposible abstenerme de hacerlo.
Es
fácil, pues, concebir el impetuoso celo que los animaría cuando las arteras
manos del antisemita hicieron cosquillear en ellos el presentimiento de la
Justicia. De muchos ojos cayeron entonces las escamas y el género Drumont pareció el apóstol de los tibios,
que no sospechaban que la religión fuera tan provechosa.