A RAISSA MARITAIN
Dedico estas páginas
escritas para la gloria católica
del Dios
de
Abrahán,
de
Isaac
y de
Jacob.
De Profundis
Desde
el fondo del abismo, Jesús clama a
su Padre, y ese clamor despierta en las entrañas más íntimas de los precipicios
—infinitamente por debajo de lo que pueden concebir los Ángeles, indeciblemente
más allá de todos los presentimientos y de todos los misterios de la Muerte— el
muy apagado, el muy lejano, el muy débil gemido de la Paloma del Paráclito, que
repite como un eco el terrible De Profundis.
Y todos
los balidos del Cordero vibran así en la horrenda fosa, sin que sea posible
imaginar un solo gemido exhalado por el Hijo del Hombre que no repercuta idénticamente
en los imposibles exilios donde se acurruca el Consolador...
I
Salus
ex Judaeis est.
La Salvación viene de los Judíos[1].
He perdido algunas horas
preciosas de mi vida leyendo, como tantos otros infortunados, las
elucubraciones antijudías del señor Drumont,[2] y no recuerdo que éste
mencione estas palabras simples y formidables de Nuestro Señor Jesucristo, citadas
por San Juan en el capítulo IV de su Evangelio.
Si ese
copioso periodista se dignó alguna vez informarse en los textos sagrados, y si
está en condiciones de demostrar, para confusión mía, que tan importante
precepto se halla citado en algunos de los voluminosos libelos con que abruma
periódicamente a los pueblos Cristianos, habrá que decir que semejante homenaje
al Libro santo es tan maravillosamente áfono, oscuro, rápido y discreto, que
resulta casi imposible advertirlo y completamente imposible sentirse impresionado.
Algún
valor tiene, sin embargo, ese testimonio del Hijo de Dios.
Sé que su alcance ha sido
terriblemente amenguado por San Agustín en su pobre exégesis de las "dos murallas",
según es fácil comprobar en el décimo quinto tratado del comentario famoso de
este venerable Doctor. Pero se estaba entonces en el siglo V. El repudio de
Israel había comenzado a raíz de la tremenda catástrofe de Jerusalén, y la
especie humana, conquistada ya a medias por los sucesores de San Pedro, había
cerrado irremisiblemente su corazón, que se hallaba endurecido para siempre
contra la execrada descendencia de los verdugos de Cristo.[3]
La
horrenda llaga de las primeras persecuciones fue, al fin, cicatrizándose y las
grandes siembras de sangre de los Mártires estaban realizadas.
La
pedagogía de lo Sobrenatural quedó a cargo de los teólogos, de los exégetas, de
los filósofos desengañados, y la embarazosa afirmación de Aquel a quien se
llamó el Hijo del Trueno fue eludida respetuosamente, sin peligro de
escándalo, ni siquiera de simple sorpresa.
Esa afirmación
persiste, sin embargo. Persiste, a pesar de todo, en su fuerza misteriosa,
semejante a una sombría gema, de brillo turbador, que la temeraria despreocupación
de los ecónomos y los censores de la Fe hace más inestimable.
[1] Salus Ex Judaeis, quia Salus A Judaeis. Respuesta a un doctorcillo que discutió mi traducción.