III
Cierto
es que algunos profanos se han preguntado qué victoria decisiva podría resultar
para la moral —siquiera sea para la moral práctica— del hecho innegable de haberse
empeñado en reemplazar al famoso becerro de oro con un cerdo del mismo metal, y
qué importante ventaja significaría para el catolicismo esas inculpaciones de
agio. Porque, en definitiva, el señor Drumont
entró en Babilonia como un héroe, después de haber apabullado a todos los
pueblos semitas, y sus admiradores derramaron sobre él el polvo del santo rey Midas, mezclado con los ungüentos y
cinamomos con que habitualmente se adoniza la osamenta de los dioses mortales.
Aquello — para hablar menos líricamente— marchaba sobre seguro: las grandes
tiradas se multiplicaban y los derechos de autor ingresaban, con una precisión
rothschildiana, que hacía babear de avidez a toda una cohorte de plumíferos de
la misma calaña que no habían tenido tan productiva inspiración y que
resolvieron de inmediato encarnizarse en esa empresa. Todos los lívidos comedores de cebollas cristianas del Alto y Bajo
Egipto comprendieron admirablemente que la guerra a los Judíos podía ser, en
última instancia, un excelente truco para atenuar más de un desastre y
apuntalar más de un negocio precario. Se vio, incluso, a innumerables sacerdotes—
entre los cuales debía haber, sin embargo, no pocos cándidos servidores de
Dios— inflamarse en la esperanza de una próxima
embestida que haría correr la sangre de Israel en cantidad suficiente para
saciar a millones de perros, mientras los íntegros carneros del Buen Pastor
ramonearan, bendiciendo a Dios, los quinquefolios y los tréboles de oro del codiciado
pienso de la Tierra de Promisión.
Tan repentino y prodigioso había
sido el arrebato, que hasta hoy mismo ni uno solo de ellos parece haberse
interesado realmente por saber si no había un grave peligro, para un corazón
sacerdotal, en pedir ese exterminio de un pueblo al que la Iglesia Apostólica
Romana ha protegido durante diecinueve siglos, en favor del cual su Liturgia
más dolorosa habla a Dios el Viernes Santo, de un pueblo de cuyo seno salieron
los Patriarcas, los Profetas, los Evangelistas, los Apóstoles, los Amigos
fieles y todos los primeros Mártires, sin osar hablar de la Virgen Madre y de
Nuestro Salvador mismo, que fue el León de Judá, el Judío por excelencia,
un Judío inefable— y que, seguramente, había empleado una eternidad antes de optar
por ese origen.
Pero,
¡qué! ¿No era preciso, acaso, seguir hasta el fin al ávido saltimbanqui, organizador
y predicador de esta cruzada en favor de la bolsa, que no cesa de sermonear
semanalmente al pequeño grupo de los elegidos de la todopoderosa caja de
caudales? ¿Y podría nadie citar una sola
protesta católica al ver que en los muros de nuestras calles se exhibe la
horrenda efigie de ese sacrílego bufón con armadura de caballero del Santo
Sepulcro y humillando a sus pies... ¡a...Moisés!?
Con
eso está dicho todo.