VI
Los
llamo los Tres Viejos porque no sé de qué otra manera podría
designarlos. Acaso sean cincuenta en aquella ciudad privilegiada, que no parece
enorgullecerse mucho de ello; pero sólo tres se mostraron a mis ojos, lo
suficiente para darme la visión de los más insólitos dragones.
Todo
aquello que tenía un sello, un signo cualquiera de modernidad, se desvaneció de
inmediato para mí, y la vida de los judíos subalternos que hormigueaban a mi alrededor como
moscas de matadero, quedó en suspenso. Comparados con aquellos tres, cuya
presencia los anulaba por completo, no tenían ya el derecho de existir. Su
ignominia, que me había parecido completa, irreprochable y tan sabrosa como puede
serlo un elixir de maldición no tenía ya la menor sapidez y asumía, comparada
con aquella inextricable pesadilla de oprobio, un carácter de nobleza.
El
aspecto de los tres fantasmas despedía una tan incomparable calidad de horror,
que sólo la blasfemia podría interpretarla simbólicamente.
¡Imagínese,
si es posible, a los tres Patriarcas sagrados: Abrahán, Isaac y Jacob, cuyos
nombres oscurecidos por un impenetrable misterio, forman la Delta[1],
el Triángulo equilátero donde dormita, en las cortinas del rayo, el inaccesible
Tetragrama! ¡Imagínese —apenas me atrevo a escribirlo— a esos tres personajes
más que hermanos, de cuyo seno salió todo el Pueblo de Dios, salió hasta el
Verbo mismo de Dios; imagíneselos por un momento, repito, alentando aún,
sobreviviendo, por un único milagro, a la largamente centenaria progenie de los
inmoladores de su gran Hijo crucificado, después de haber aceptado —sabe Dios
con qué propósitos de irrevelables retroventas— la destitución perfecta, la
ignominia infinita, el inagotable tesoro de la execración del mundo, los
alaridos de toda la tierra, el vilipendio en todos los abismos, y piénsese en
el asombro eterno de los Serafines al verlos arrastrarse así en una abyección
de siglos!
[1] Cuarta letra del alfabeto griego. Corresponde a la d del nuestro y
tiene la forma de un triángulo.