IV
Basta,
pues.
No
entra, lo repito, en mi propósito ni en mi tema insistir particularmente acerca
de este personaje, cuyo triunfo hubiera podido ser mayor aún sin el
desconcertante ridículo de su vanidad de menor advenedizo, y a quien, por otra
parte, la justicia del crimen acaba de aplicarle una rigurosa sanción[1].
Pero
¿cómo no mencionarlo en el momento de abordar esta incomparable cuestión de
Israel que él se vanagloria idiotamente de haber bajado hasta el nivel cerebral
de los burgueses más imbéciles?
La
sospecha de ser un tierno enamorado de los descendientes actuales de la raza
famosa no puede alcanzarme. He aquí, para muestra, lo que escribí hace seis años
en un libro de cólera que la hostilidad general puso empeño en ahogar por todos
los medios imaginables:
"La
Edad Media —decía hablando de los Judíos— tuvo el buen sentido de acantonarlos
en zahúrdas reservadas exclusivamente para ellos e imponerles una indumentaria
especial que permitía evitarlos. Cuando a alguien le era imprescindible
entenderse con ellos, lo ocultaba como una infamia y luego se purificaba como
podía. Y ya que Dios quería perturbar a semejante gentuza, la vergüenza y el
peligro de su contacto eran el antídoto cristiano contra su pestilencia. Pero
he aquí que hoy, cuando el cristianismo parece agonizar ante la fuga de sus
propios creyentes, y cuando la Iglesia ha perdido todo su crédito, nos sentimos
bobamente indignados al ver a los Judíos convertidos en amos del mundo, y son
precisamente los furiosos opositores de la tradición apostólica los primeros en
asombrarse de ello. He ahí la idiota característica de los tiempos modernos.[2]"
No veo
cómo podría cambiar media línea de esta amable página. Hoy, más que nunca es
evidente para mí que la sociedad cristiana está infectada por una asqueante
raza, y azora pensar que la voluntad de Dios ha querido hacerla perpetua.
Desde
el punto de vista moral y físico el judío moderno parece ser la confluencia de todo
lo repulsivo del mundo.