TERCER DOLOR
Llegado
al tercer niño, el Espíritu Santo, por uno de esos artificios sublimes que la
miseria del lenguaje humano podría llamar el genio de la Escritura, traza en
tres rasgos de la más expresiva y de la más envolvente belleza sintética la
vida entera de Nuestro Señor Jesucristo. "Después de éste dice,
hablando del segundo, el tercero fué puesto en irrisión, ofreció su lengua a
los que se la pidieron, y extendió sus manos con constancia"[1].
El Libro de Job y los Salmos del Rey santo parecen magníficas tempestades
de deseos, iluminadas de relámpagos, pero esos relámpagos, ordinariamente, no
muestran más que el detalle, y sólo por un instante. En este pasaje de la
narración de los Macabeos todo nos muestra de un solo golpe, no en la claridad
fugitiva de un movimiento lírico y apasionado, sino en la inmóvil claridad de
la historia. Este niño privilegiado no puede hacer un gesto sin que toda la
Redención aparezca en él. Respondiendo al insulto y a ese afán de burla que
es la eterna necesidad de los impuros convidados de la mesa de Antíoco, ofrece
su lengua a quien se la pide, para contar las beatitudes de los pobres y de
los oprimidos, paral decir que el reino de los Cielos es parecido a los niños
pequeños, para anunciar delante de todos los sepulcros que él es la
Resurrección y la Vida y para advertir a todo el Universo que la desolación de
Jerusalén se aproxima. En seguida, estando a punto de rendir su alma a su
Padre, extiende sus manos para atraerlo todo a sí, y exclama con confianza:
"He recibido estos miembros del Cielo, pero los desprecio ahora a causa de
las leyes de Dios, porque espero que Él me los devolverá un día"[2].
Algunos
siglos más tarde, María, acompañada de la sombra del Padre Eterno, vaga
durante tres días por Jerusalén en busca del Verbo de Dios. Llora sus lágrimas
más amargas sobre los miembros místicos que su Hijo ha recibido del Cielo. Esos
miembros son al presente despreciados y abandonados y nadie puede decir en qué lugar
se esconde la Cabeza sin la cual no podrían vivir. Esta Madre desolada sabe
bien que las leyes de Dios deben serle preferidas. Sabe también que será
necesario al fin que esta Cabeza se encuentre y se reúna con sus Miembros. Pero
no habiéndose explicado más el tercer hijo de los Macabeos, ignora el tiempo de
esta ausencia y no sabe cuál será la duración de este desprecio y de este abandono.
Y por esto derrama tales lágrimas en Jerusalén que se diría que el Mar Rojo se lanza
en persecución del pueblo de Dios y que va a anegar a la Ciudad Santa…
Pero
esto no es todo. María no sabe tampoco cuál es la naturaleza y cuáles
serán los efectos de este desprecio anunciado antes por un niño entregado a los
más salvajes tormentos, realizados, según parece por aquel otro Niño que Ella
busca y que Ella ha concebido del Espíritu Santo. Las palabras de la Escritura
llegan hasta el fondo de los siglos y no cesarán jamás de cumplirse. Esta amenaza
de desprecio de Jesús para sus Miembros sumerge en la angustia al
Corazón ya tan profundamente herido de la Madre de todos los vivientes. La misteriosa
profecía del tercer niño, la atormenta a la vez en un pasado de cinco mil años,
en un presente absolutamente intolerable y en el impenetrable porvenir indefinido
de su universal Maternidad. La tercera espada de la Transfixión de nuestra
Soberana cae del Cielo, sobre su Corazón, perpendicularmente, uno de los dos
filos vuelto hacia el Oriente de la Desobediencia, el otro hacia el Occidente
del juicio final; y la punta es afilada y remolineante como la punta de la espada
de fuego que tiene en sus manos el Querubín que hace guardia en la puerta del
Paraíso perdido.
Este
Dolor que la Iglesia llama el Dolor de los Tres Días de ausencia parece haber
sido el punto culminante de todos los dolores de María. Es absolutamente
inconcebible y no se le asemeja a ningún otro, porque es el único en que parece
que la Mujer Fuerte, abandonada a la incertidumbre y a las tinieblas de una
excepcional búsqueda, hubiera sido desconcertada en su fuerza y sorprendida en
prudencia. En
los otros dolores Ella Mendiga su pan, es decir, a Jesús, en todas las puertas
de Jerusalén. Y cuando después de tres días de esta agonía lo encuentra por
fin en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos e
interrogándolos, la profunda palabra de aquel hijo de los Macabeos, que daba su
lengua a quienes se la pedían, debió volver cruelmente a su pensamiento al ver que
Jesús la recibe con tan extraña solemnidad
y opone a ese martirio de sesenta horas que acaba de sufrir, la necesidad
superior de ocuparse de las cosas de su Padre. Con este golpe, se diría
que Ella cae bajo el desprecio de ese Hijo cuya misión tiene tan terribles exigencias
que para satisfacerlas durante tres días solamente, se ve forzado a apuñalarla.
El
Evangelista concluye esta narración diciendo que Ella y José no
comprendieron lo que Jesús les había dicho y que fueron los tres a
Nazaret ¿Cómo hubieran podido ellos comprenderle? La Sabiduría del Padre se
sentaba en medio de los Doctores, teniendo entonces doce arios, un año de su Encarnación
por cada una de las tribus de Israel. Era tal vez su vida pública que iba a
empezar. ¿Por qué su Madre venía interrumpirle? ¿Por qué este reloj viviente de
Ezequías venía a retardar su sacrificio, forzándolo a retrogradar, no
diez grados, sino diez y ocho años, durante los cuales precisará crecer en la
oscuridad de su Vida escondida, sin las fatigas y los desfallecimientos de su
prédica, sin sus apóstoles y sin sus milagros, sin la púrpura de su ignominia y
sin la procesión sacerdotal de su último suplicio? El Verbo de Dios ha empezado
a tender su lengua, como el niño mártir; ha empezado por enseñar a los Doctores
y a los maestros de Israel. Arde ahora en el deseo de enseñar a otros que no
sean doctores, a fin de poder en seguida tender las dos manos a toda la tierra
y cumplir así toda la misión que su Padre le ha confiado. María
comprende muchas cosas, seguramente; excepto esta impaciencia, que es el
secreto de la Redención y que la Madre de Dios conserva como un enigma en su
Corazón, esperando el quinto Dolor, con el cual, al desgarrarse el velo del
Templo, todos los secretos divinos le serán por fin revelados en una luz de tal
modo brillante, que le será necesario reinar una eternidad sobre los Serafines
para revestir todos sus esplendores.
[1] Mac. VII,
10.
[2] Mac. VII,
11.