La
quinta palabra de Jesús opone la sed de Dios a esa grosera sensualidad de la boca
que los teólogos tienen razón de llamar capital, puesto que por ella los hombres perdieron todo. De este árbol del calvario,
que es a la vez el nuevo árbol de la vida y el nuevo árbol de la ciencia,
cuelga un fruto mil veces más hermoso y mil veces más delicioso que el que
deseó Eva, y es precisamente ese fruto despreciado, desechado por los hombres,
el que tiene sed y el que habla para decirlo.
Es
lo contrario de la escena del paraíso terrestre: Dios quiere que se coma ese nuevo
fruto, así como había prohibido comer el otro, y el precepto es tan profundo
que el fruto mismo tiene sed de ser devorado. La serpiente afirma hoy que no se
morirá de muerte, que nuestros ojos se abrirán y que seremos como dioses si no
comemos de ese fruto, y los hombres, que no han cesado de escuchar al demonio,
se van a comer y a beber a otra parte, mientras la nueva Eva, enemiga de la
serpiente, se queda para tenderles a ese recién nacido del que tienen miedo por
un resentimiento perverso del antiguo pecado y como si fulera a darles la
muerte.
Cuando
la vendimia de los dolores ha terminado y no quedan más suplicios por cosechar
en el vasto campo de las profecías, al nuevo Adán, que se ve desnudo en medio
del bosque y que enrojece por ello de tan extraña manera, la justicia eterna,
considerando que las antiguas amenazas del Señor se han cumplido plenamente en Él,
que ha trabajado en una tierra maldita, entre los abrojos y las espinas, que ha
comido el verdadero pan de dolor con el sudor de su frente y que su alma está
perfectamente saturada de todo lo que las Escrituras habían anunciado, lo
fuerza a advertirnos que encuentra todas esas cosas muy buenas y que está a
punto de entrar en el reposo de un día eterno. Entonces pronuncia el
grandioso cunsummatum est que la tierra esperaba desde cuatro[1] mil
años.
Este
gran trabajador había alabado a los lirios de los campos que no trabajan y no
hilan y que crecen, sin embargo, con esplendor. Dijo después a todos los trabajadores
y a todos los fatigados de este mundo que fueran a Él para rehacerse, como si
hubiera tenido intención de volverlos parecidos a esas flores cuya
magnificencia no igualaba Salomón. Pero el perezoso, al oírlo se había
dicho: el león está en la senda, la leona está en el camino, seré devorado si
salgo de mi lecho; y los últimos rugidos de león de Judá, al morir, no habían
agrupado más que leones alrededor del cetro sangriento que no le será jamás quitado[2].
De lo alto de la cruz, el consummatum est es para los perezosos una cosa
parecida al discedite del segundo advenimiento. Es un fallo de separación
eterna entre aquel que lleva el peso del día divino que no tendrá fin y los
hijos de las tinieblas que llevarán hasta el fin de sus días, en la perfecta
inmovilidad de la desesperación, el peso de una noche eterna.
El
Salvador del mundo habla, por fin, una última vez para entregar su alma en las
manos de su Padre. En la Escritura las Manos de Dios representan ordinariamente
su justicia o su cólera, y San Pablo dice que es horrible caer entre tales
manos[3].
Es
un Dios moribundo el que habla al Dios vivo y se precipita ante su cólera, como
Jacob, que había rogado al Señor libertarlo de la mano temible de Esaú[4] y que sin embargo avanza hacia
él y se prosterna siete veces en tierra antes de caer en sus brazos[5].
Sin
embargo, Jacob, fuerte contra Dios, era más fuerte aún contra los hombres. Pudiera
haber sido temible si hubiera querido combatir. Pero era la figura de un Dios
que después de haberse hecho sacrificar para apagar con su sangre todas las cóleras
humanas debía entregar pacíficamente su alma al Padre para detener todas las
cóleras de Dios. Jesús, expirando, deja el mundo con esta última palabra, necesaria
sin dudas a la redención del pecador, que ha tenido el espantoso honor de
inaugurar la muerte entre los hombres.
María
recoge en silencio el testamento de la Sabiduría eterna. Esta esposa del Espíritu
Santo encuentra natural que el abismo dé su voz, puesto que la altura ha levantado
las dos manos, porque la Iglesia llama a su Hijo el Ángel del gran consejo, y
está escrito que el consejo de Dios saldrá con abundancia del gran abismo[6].
¿Y en
qué momento esta voz divina podría hacerse oír mejor sino cuando la tierra está
de luto, cuando la altura del pueblo de la tierra está desfalleciente y cuando
la Viña mística está conmovida de languidez?[7]
Una vez más María puede decir a los
verdugos de Jesús: "Vosotros hacéis lo que queréis porque habéis
recibido el poder; pero como verdugos corruptibles que sois, no sabéis lo que
hacéis. En cuanto a mí, que soy la Madre de todo el género humano, os advierto
que veréis otro poder que os desesperará. Sabréis entonces, para vuestro espanto
y para vuestro tormento, lo que es estar realmente abandonado de Dios y lo que
significan esos tres clavos y esa cruz inmensa, por medio de los cuales habéis
querido fijar de tal manera al verdadero Rey de Israel, que no pudiera salvarse
a sí mismo después de haber salvado a los otros. Comprenderéis entonces por qué
lo invitasteis a descender de su Cruz, por una irrisión sacrílega, diciendo que
creeríais en Él si realizaba ese nuevo prodigio. Las tinieblas se
hicieron sobre toda la tierra después de la hora sexta hasta la novena, que es
la hora suprema de la Derelicción, de la Sed, de la Consumación y de la Emisión
del último Suspiro divino. Pero esperad con paciencia y veréis la majestad
terrible del Dios de los abandonados, del Dios de los que mueren de sed, del
Dios que extingue y del Dios que arde. Cuando mi Hijo clamaba hacia el Padre,
vosotros, escondiéndoos a la sombra del pie de la Cruz, habéis dicho: “Veamos
si Elías viene a libertarlo y a bajarlo a tierra". Y cuando hablabais así
no sabíais de qué espíritu erais[8].
Un día vendrá, del que lodos los Libros Santos han hablado, el día terrible de
mi Esposo de fuego, del que este gran Día de mi Esposo sangriento no es más que
una imagen, y no será aún el último de los días, porque la justicia quiere que
ese dragón que Dios formó para reírse de Él, sea la burla de los hombres en el
lugar mismo donde se habían burlado tan indignamente de su Madre y de ellos
todos. Es de todo punto conveniente que la risa formidable del verdadero Isaac,
que es mi Hijo crucificado, estalle al fin sobre la tierra, a la faz del
impostor, delante de todos los pueblos reunidos.
Cuando
Josué, el salvador de los elegidos de Dios[9]
habló al Señor en el valle de Gabaón, ¿no está escrito en el libro de los
justos que el sol y la luna se detuvieron en medio del cielo hasta que los
hijos de Israel se hubieron vengado de sus enemigos?[10].
Sabedlo,
mi Hijo crucificado y yo, su Madre, de pie al lado de la Cruz, estaremos así en
el obscurecimiento de nuestra estación de ignominia y de dolor hasta que venga
ese Elías que vuestra Víctima llamaba en su agonía y que será el precursor del
Dios de las sorpresas y de las venganzas del Espíritu nuevo por quien el mundo
debe ser incendiado. Pues el Señor obedecerá una vez más a la voz del Hombre y
en verdad jamás habrá un día más largo que el día de nuestra espera[11].
Muchos
se ocupan de enseñar a mi pueblo y no saben ni lo que es la Cruz de mi Hijo,
esa Cruz que es realmente su Esposa magnífica, en un sentido divino inaccesible
al pensamiento del hombre y en cuyos brazos desmesurados crea su gloria desde
hace dos mil años. ¿No vemos que el leño llama al fuego y no adivinamos que en
el día de las maravillas la Esposa del Maestro arderá sobre la montaña para
consumir a todos los blasfemadores?
Moisés, en Egipto, había cambiado en
sangre, figura de la inmolación del Hijo, las aguas, símbolo de los
arrepentimientos del Padre, pero no correspondía sino al verdadero Moisés,
a Jesús, verdaderamente salvado de las aguas temibles, el cambiar esta
sangre en fuego, expresión real y terrible de la indignación de la Paloma[12].
En
ese día, los espantos de Dios militarán contra los hombres[13],
porque se verá lo inaudito y perfectamente inesperado, que debe desarraigar
desde sus fundamentos el habitáculo humano, es decir, la maldición de la Madre
anunciada por mi profeta[14].
Yo os encegueceré, porque soy la Hija de la Fe; os desesperaré, porque soy la
Madre de la Esperanza; os devoraré, porque soy la Esposa de la Caridad. No
tendré piedad en nombre de la misericordia y mi Maternidad no tendrá entrañas.
La
Cruz despreciada brillará de esplendor, como un vasto incendio en la noche negra,
y un terror desconocido reunirá en esa claridad la multitud temblorosa de las malas
ovejas y de los malos pastores. ¡Ah! vosotros habéis dicho a mi Hijo que descendiera
de la Cruz y que entonces creeríais en Él, le habéis dicho que se salvara Él
mismo puesto que salvaba a los otros sin fijaros que repetíais en la hora más
solemne del mundo, la oración del Santo Rey David[15]
cuando vuestra maldad acababa de cumplir tan extrañamente sobre su hijo las inspiraciones
más dolorosas de su simbólica penitencia. Y bien, el Señor va a colmar todos
vuestros votos y vais a saber ahora cómo hará para salvar a su Cristo y a su
Rey[16].
He ahí que viene en el fuego para juzgaros en el fuego, y para que toda carne
adore su Faz[17].
Descenderá de su Cruz cuando esta esposa de ignominia esté ardiendo a causa de
la llegada de Elías y no será posible ignorar lo que bajo sus apariencias de
abyección y de crueldad era este instrumento de un suplicio de tantos siglos.
Toda
la tierra sabrá, para agonizar de terror, que esta Cruz era su Amor mismo, es
decir, el Espíritu Santo, escondido bajo un disfraz inimaginable. Esta Cruz,
que lo sobrepasa de todos lados para expresar en la locura de este amor todas
las adorables exageraciones de vuestro Rescate, esta Cruz va a dilatar sobre
toda la tierra sus brazos terroríficos, y las montañas y los valles se licuarán[18] y mi Hijo, verdaderamente libertado
y descendido de su lecho nupcial, posará de nuevo sobre el suelo de Adán sus
dos pies agujereados, para saber si tenéis palabra, creyendo en Él. En cuanto a
mí, estaré en el fuego que debe precederlo y consumir todo lo que encuentre de
enemigos[19]. Os miraré ese día con la cara
de mi quinto dolor, seré más que nunca la Madre de las lágrimas, y por haber
hecho en el tiempo de las tinieblas el uso que quisisteis de vuestro poder de
podredumbre, conoceréis, vosotros y vuestra raza, lo que es ser abandonados de
la Madre de Dios, y la Sed os será enseñada y toda justicia será consumada en
vosotros por la diestra del Padre en las espantosas manos ardientes de mi
Esposo.
[1] Nota del Blog: el texto español dice cinco
mil años. No hemos podido consultar el original pero seguramente debe haber un
error en la traducción.
[5] Gén. XXXIII, 3. Por
extraño que esto pueda parecer y por un efecto asombroso de esa pluralidad del
simbolismo que hace a la Escritura tan difícil, Esaú, en todo este capítulo y
en el precedente parece estar encargado de representar a la primera persona
divina irritada, en su conflicto inefable con nuestro Mediador. Las palabras
mismas de Jacob a su hermano en el versículo 10 parecen autorizar esta
interpretación.