2.
Notas diferenciales del sacerdocio de Cristo
Las
palabras que acaban de leerse no quieren ser una mera digresión. En la inteligencia
de los aportes esencialmente propios de la Buena Nueva, será más fácil evitar
el retorno insidioso de ciertos esquemas mentales (adquiridos con la imagen
demasiado literal de los tipos litúrgicos del Antiguo Testamento) que
distuercen, o extienden de manera indebida, las nociones de sacerdocio y de
sacrificio cristianos.
Más de
una vez hemos dicho, en capítulos anteriores, que no es de buena lógica definir
lo genérico del sacerdocio con un concepto que incluye las notas diferenciales
del ministerio sacerdotal. Menos legítima aún es la aplicación de ese concepto al
sacerdocio universal y divino del Verbo encarnado. Por mucho que se trate de
matizar las analogías (nuancer les analogies es el constante afán de René Laurentin),
el resultado es siempre una idea equívoca del único sacerdocio verdadero, un
empobrecimiento de su verdad ontológica, una renuncia práctica a la total
contemplación de su ser y de sus fines.
Tales
son los efectos que se siguen de colocar a la cabeza nuestras especulaciones
sobre las diversas formas hieráticas de la Nueva Ley, a modo de concepto ejemplar,
la descripción que se lee en el capítulo quinto (1-4) de la Epístola a los
Hebreos: “Todo pontífice tornado de entre los hombres, en favor de los
hombres instituído...”.
En su
imperecedero libro advierte el P. Prat que no se trata de una definición
del sacerdote, ni de lo que debe ser un pontífice, sino tan sólo de lo que es
el pontífice hebreo. Y añade: « L'auteur de l'Épitre ne parle pas du prétre en général. II
ne se demande pas ce qu'aurait été le prétre dans l'état de nature, ni ce qu'il
serait si l'humanité n'était pas déchue. Son regard ne sort pas du monde des
réalités actuelles et ne dépasse pas
l'horizon biblique »[1].
La
última de las frases que acabamos de transcribir es bastante inexacta. El autor
de la Epístola a los Hebreos no tuvo la intención de añadir unos capítulos a la
Biblia, sino la de mostrar, precisamente, cuán por encima del horizonte bíblico
se cierne el contenido de la Buena Nueva.
Tampoco
es exacto que Nuestro Señor Jesucristo « s'incarne parce que Dieu
n'agrée plus les sacrifices du rite aaronique »[2]. Al contrario, los sacrificios
de la ley mosaica dejan de ser aceptos a Dios porque el Mesías instituye su
nuevo culto y funda su Iglesia para continuarlo en espíritu y en verdad, y para
propagar y aplicar sus efectos redentores. Tal o cual frase del Antiguo y del
Nuevo Testamento, aislada del complejo doctrinal que la origina, puede
inducirnos en la idea errónea de que el Ungido de Dios fué dado al mundo a
causa de la prevaricación de Israel; mas no autorizan tal idea ni el texto de
la promesa a Abraham ni el de sus renovaciones principales, a Moisés y a David.
El carácter bilateral de la alianza pactada durante el éxodo, por la que Israel
se compromete a una especie de profesión religiosa tiene por fin santificar la
libertad que acaba de dársele, constituir la vida penitencial del desierto en
un acto expiatorio efectivo, y preparar así los espíritus para una recepción
menos indigna de la sagrada tierra de Canaán y del gran Profeta esperado.
Lo
que suele relacionarse con la apostasía casi total de Israel (casi,
porque los vaticinios se refieren con frecuencia a un resto, a una mínima
porción de israelitas fieles), no es el advenimiento mismo del Mesías, sino la
consiguiente vocación mesiánica de la gentilidad. No puede ser enunciada como un
castigo la llegada del vástago de Abraham y de David, objeto real de una
esperanza firme, aunque ilusoria (en cuanto al modo de consumarse). Es castigo,
en cambio, y terrible para el pueblo de Yahveh, la ceguera culpable que,
impidiéndole “discernir las señales de los tiempos”[3]
(conforme el mismo Mesías le reprocha), fué causa de que perdiera su pocas
veces merecido derecho de primogenitura, en beneficio de los goim odiados.
Tampoco
se da en la liturgia levítica detalle alguno que nos induzca a reconocer el
motivo de la asunción de un cuerpo y de un alma humanos por el Verbo, en los
delitos de la humanidad; como si la obra de remediar a la injuria de esos
delitos fuera el fin propio, el objetivo determinante de la encarnación. El
hecho, por ejemplo, de que el pontífice Aarón
y sus sucesores tengan a su cargo el “ofrecer oblaciones y sacrificios
por los pecados”, no nos urge a concluir, como lo hace el P. Prat: “Jesus-Christ vient donc
sur la terre pour effacer les péchés”[4].
La
realeza en el dolor es la más bella de las perfecciones humanas de Cristo; y
era muy conveniente que al venir a un mundo donde se nace para padecer y morir,
se revistiera de una carne pasible y mortal, a fin de conquistar su corona de
espinas. Pero la misma perfección de esa conquista verdadera, libremente
decidida y consumada, exige la ausencia de vínculo causal entre el pecado del
hombre y la mortalidad del Hijo del hombre.
A ese
carácter de perfección no necesaria, sino sólo conveniente, y deseada así por
el Padre, en orden a una glorificación de su Hijo más espléndida y accesible,
se refiere la Epístola a los Hebreos cuando enseña:
“Pues
era conveniente que aquel para quien es y por quien es todo lo que existe, al
paso que llevaba muchos hijos a la gloria, consumase por medio de los padecimientos
la perfección del Autor de la salud de esos hijos”[5].
Gloriosamente
manifestativo del Padre en la eternidad, eterno estímulo de amor y de alabanza,
también en el tiempo quiere cumplir Jesús de la manera más perfecta posible
esa misión suya esencialísima, ese su modo personal de ser Dios[6].
Y
el Amor increado, por su parte, Don infinito en el seno de Dios, desea
comunicarse y difundirse de la manera más generosa y eficaz[7] en todas las obras de su Obra
máxima: la humanidad del Verbo.
Así,
por trinitaria vocación a lo óptimo, el que pudo vencer a la muerte sin morir,
el Autor de la vida[8],
se constituye en Primogénito de entre los muertos, por la gloria del Padre[9], a
fin de alcanzar en todas las cosas la mayor excelencia: “Primogenitus ex mortuis, ut sit
in omnibus ipse primatum tenens”[10].
En
una palabra, por ser divino, el supremo Pontífice de la Nueva Ley es téleios,
vale decir, consumado, cabal, en posesión de todo lo que le corresponde y
conviene, sin déficit alguno. Y consumados, cabales, insuperablemente
perfectos, son su Iglesia, su doctrina, su sacrificio[11].
De
ahí también — de su divinidad— le viene al sacerdocio cristiano el ser único,
intransferible, eterno, divinizador. Notas suyas, absolutamente propias, que
son de considerar antes que otra cualquiera de las que tiene en común con el
pontificado hebreo, si se quiere obtener un concepto inequívoco de su forma
esencial y de sus participaciones formales.
También
por ser único e intransferible en su unidad, y porque nada de lo divino nos es
dado contra la índole y las aspiraciones esenciales de la naturaleza humana, los
participantes del supremo Sacerdocio forman con él una sola cosa divina,
análoga a la que constituyen el Padre en el Hijo y el Hijo en el Padre: “unum, sicut et nos unum sumus”[12].
Tal la vid y los sarmientos de la alegoría evangélica: el Cuerpo místico.
Una
religión opuesta a nuestra índole social, o sólo negligente de nuestra tendencia
a la vida comunitaria (tendencia que el mismo Dios ha concreado con nuestro ser
de personas perfectibles), sería una religión contra natura. Mas no basta, para
alcanzar el unum necesario, constituir una sociedad ordenada a la
adquisición de perfecciones temporales, integrada por una mayoría de personas
no ateas. Tampoco el fin común divino y la común aspiración a ese fin, aunque
lo persigamos y sirvamos por encima de nuestros fines temporales, consiguen
hacernos colectivamente partícipes de la unidad de Dios. De modo que, si la
Iglesia católica, la sociedad jerárquica fundada sobre la fe de Pedro,
no fuese más que una persona moral jurídicamente organizada, una inmensa
corporación de hombres piadosos, el sacerdocio de Cristo no sería
participado formalmente por sus fieles en lo que tiene de divino de divinizador
y de eterno.
Para
hacernos particioneros del ser, la acción y los efectos sobrenaturales de su
gracia, para comunicarnos habitual y dinámicamente la vida divina de su
humanidad, el Verbo de Dios se ha constituído en cabeza de la multitud de los
que le aman. La cual multitud, organizada así en cuerpo solidario del Hijo
del hombre, cualificada y conducida por su mismo Espíritu (que por las
virtudes teologales y los dones está presente en todos y en cada uno de los
miembros fieles) realiza del modo más perfecto posible nuestra esencial aspiración
a vivir en sociedad.
Pocos
símiles se dan en la ciencia teológica tan adecuados al misterio que tratan de
ilustrar, como el de la relación capital de Cristo con su Iglesia. Por
la excelencia infinita de su persona, principio increado de todas las creaturas,
Jesucristo es cabeza de todo el universo. Mas con respecto a su
Iglesia, a la asamblea de la humanidad por Él convocada, su posición
coordinadora y rectora no resulta de su sola dignidad, su primado no le viene
de ser reconocido el mejor de los hijos de mujer, el único hombre “en quien
habita corporalmente la plenitud de lo divino” (Col. 2, 9). Le viene de que la
plenitud de lo divino le ha sido dada propter nos homines, para la creación de un reino
sacerdotal indeficiente que realice, libre y unánime, la razón última del
cosmos: la gloria de Dios eviterna. Además de ser el mejor, el dechado, la causa ejemplar
del hombre nuevo, es su causa eficiente, el dador del Espíritu que nos
hace capaces de novedad de vida (Rom. 6, 4). Así, de
nuestra comunión con Él por el Espíritu que insufla en nuestras almas, nos viene
el estar como asumidos en su humanidad, formando con ésta como un solo hombre; “el
cual crece y se perfecciona en la caridad, trabado y unificado por los
ligamentos que le dan cohesión y lo nutren, en orden a que cada miembro cumpla
su función propia” (Efes. 4, 15-16).
Esa unidad con Cristo, que su oblación en la cruz
ha obtenido una vez para siempre, y que la Eucaristía mantiene y corrobora, nos
es conferida con el carácter sacramental. Así como el Padre constituye al Hijo
en la Impronta de su propia substancia, el Hijo imprime en nosotros la imagen
de su propia filiación. Mas no por modo estático, meramente figurativo, sino
haciendo de nosotros el complemento de su vida humana, vida de contemplación y
de acción sacerdotales. El Padre “lo puso a la cabeza de todas las cosas en la
Iglesia la cual es su cuerpo, y como el complemento de Quien, en todos, todo lo
consuma” (Efes. 1, 22-23).
Su
cruz suaviza y aligera nuestras cruces, comunicándonos la capacidad de subir
con ellas al Calvario, junto a Él; y de morir en ellas, con Él, todos los días
(Luc. 9, 23); para resucitar con Él (Rom. 6, 1-11).
La
réplica incruenta del Gólgota en los altares católicos no nos redime con el
solo fin de librarnos de la eternidad de la culpa; no se nos aplica su virtud
en la penitencia sólo para salvarnos de la miseria inmortal que llamamos infierno.
La misa es para el ejercicio de nuestro sacerdocio. El sacramento de la
penitencia es para restituir su eficacia al bautismo, que nos configura con el
supremo Sacerdote. Y todos los sacramentos
se ordenan a consumar nuestra virtud de religión en el sacrificio único
del Cristo total (Cristo total llama san Agustín al Hijo del hombre, en
cuanto complementado por la humanidad de su Iglesia).
La
hostia divina en nuestras manos y en nuestro corazón, ofrenda pura y trascendente,
inmune a la injuria de nuestros sentimientos beatos y de nuestras teologías
apócrifas, garantiza el acceso de todos los miembros de la Iglesia, sacerdotales,
al Dios que es: “La sangre de Cristo, que se ofreció sin mancha a Dios por el
Espíritu eterno, purificará vuestra consciencia de obras muertas, a fin de que
rindáis culto [acepto] al Dios viviente” (Hebr. 9, 14). Y así se corona,
con la ofrenda de todo el Cuerpo místico, la infalibilidad misericordiosa y gloriosa
de un poder consagratorio que llega a “trocar las piedras en hijos de Abraham”
(Mat. 3, 9).
La
resurrección del Señor ha sido definida como “el sello puesto por Dios al
sacrificio de la cruz para significar que lo ha aceptado” — the stamp of God's approval[13].
Trátase
de una vice-verdad. La verdad propia es que el sacrificio de la cruz termina
naturalmente en la resurrección, a causa de que tanto el Sacrificante como la
Hostia son divinos. Dios, que no puede querer morir sino para ministerio de
vida, está imposibilitado de asumir la muerte sin vencerla: “Por esto me ama mi
Padre, porque Yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que
Yo por mí mismo la doy. Poder tengo para darla; y poder tengo para tomarla otra
vez. Tal es el mandato que recibí de mi Padre” (Juan 10, 17-18). Tal es la
causa y el orden de nuestra propia resurrección.
He
ahí, en síntesis muy sumaria, cómo se cumplen las notas de único, divino
y divinizador, en el sacerdocio del Cristo total.
El
verificar la nota de eterno puso más de una vez en apuros a quienes,
convencidos de que el sacerdocio no subsiste donde no producen actos renovados
de oblación ritual, se despistaron buscando por el Cielo una actividad que
corresponda, simétricamente, a los ritos sacrificales de la Nueva o de la
Antigua Ley[14].
La
ceremonia religiosa, con su lenguaje de semejanzas y de símbolos, es necesaria
a la vida pública de los hombres in statu viae. Mientras peregrinamos en
la tierra, hacia el Canaán y la Jerusalén celestes (nostálgicos de una
esclavitud harta de ajos y cebollas; nauseosos del pan del espíritu, demasiado
leve; decepcionados de una libertad más noble que nosotros), no podemos
prescindir de ese reajuste común cuotidiano, en el que por un momento, al
menos, nuestra hambre de ser purifica y ordena sus apetitos ante la majestad
del Único que es[15].
Todo
don de sí mismo, en este mundo, cuanto más hondo origen tiene, y más íntima
hondura desea conseguir —las bellas artes lo atestiguan — tanto mejor calidad y
mayor elocuencia de signos reclama. Pero a la luz manifiesta de Dios, consumada
una vez para siempre nuestra voluntad de sacrificio; expreso en nuestra
conciencia el sometimiento al Amor que nos crea y nos diviniza; patentes al
intelecto de los espíritus y de las almas bienaventurados aquella consumación y
este amén incesante, cesan todos los símbolos y todo ministerio.
Después
de la resurrección universal, levantados el polvo y la ceniza del Cuerpo místico
a un nuevo modo de ser y de existir, en el que, poco o mucho, el bien que hicimos
tiene su parte activa — “opera enim illorum sequuntur illos” (Apoc. 14, 13) — el esplendor
de cada uno de nuestros mundos personales será más religioso, incomparablemente,
que las cosas, figuras, ceremonias y voces vicarias con que hoy se expresa nuestra
intención sacrifical.
La
donación recíproca (de Dios al hombre, del hombre a Dios), que el ministerio sacerdotal
mantiene viva en la Iglesia peregrinante, por mediación del Verbo humanado,
subsistirá en la gloria; y subsistirá sin reticencia alguna; y sin que la
divinización de lo humano haya de remover óbice alguno. Dios seguirá siendo
nuestra ofrenda en la integridad inteligible y visible de su Cuerpo y de su
sangre. Y nosotros, consanguíneos de Dios por efecto del pan y del cáliz
eucarísticos, seremos la misma ofrenda de sus misas, bajo mejor especie que las
del trigo y de la vid.
[1] Prat, F. S.J.: La théologie de Saint Paul, I, lib. VI, c. II, p. II, n. 1, Paris 1920, 445 y
446.
Traducción: “El autor de la Epístola no habla del sacerdote
en general. No se pregunta lo que hubiera sido el sacerdote en el estado de natura,
ni lo que sería si la humanidad no hubiera caído. Su mirada no sale de las
realidades actuales y no pasa el horizonte bíblico”.
[2] Ibid. 447.
Traducción: “(Jesucristo) se encarnó
porque no le agradaron más los sacrificios del rito aarónico”.
[3] Mt.
16, 3.
[4] Prat, F. op. cit., 447.
Traducción: “Jesucristo vino pues a la
tierra para borrar los pecados”.
[5] Heb.
2, 10.
[6] “Eso haré, para que el Padre sea glorificado en
el Hijo” (Juan 14, 13). “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a
cabo la obra que me encomendaste realizar” (Juan 17, 4). “Por los que tú
me diste: porque son tuyos, y todo lo tuyo es mío, y yo he sido glorificado en
ellos” (ibid., 17, 10). “En esto será glorificado mi Padre, en que
llevéis fruto abundante” (ibid., 15, 8). “Así ha de lucir vuestra luz
ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro
Padre, que está en los cielos” (Mat. 5, 16).
[7] “Porque no medidamente da el Espíritu” (Juan 3,
34). “Y se llenaron todos del Espíritu Santo” (Hechos 2, 4). “Derramaré de mi
Espíritu sobre toda carne” (ibid., 2, 17).
[8] Hechos 3,
15.
[9] “Resucitó de entre los muertos por la gloria del
Padre” (Rom. 4, 4).
[10] Col.
1, 18.
[11] “Los conceptos de la mejor revelación, el
mejor sacerdocio, la alianza mejor y el mejor sacrificio, resumen la
epístola [a los Hebreos]; y la idea de consumación compendia toda la
teología de la carta” (Leonard
W. A Catholic
Commentary on Holy Scriplure, Edinburgh 1953, ad Hebr. 2, 10).
[12] Jn.
10, 30; 17, 11.21-22.
[13] Sanday-Headlam, Romans, Edinburgh, 1911, 116.
[14] Cf. (muy instructivo, a ese respecto) Salmanticenses, Cursus theolog., De incarnatione, pars
IV, ed. Parisiis-Bruxellis-Genevae 1881, XVI, 361-369.
[15] Ni aún por mezquinas razones de orden pragmático, y en el caso de un ordenamiento
social conforme a la pura naturaleza (que nunca existió, y que hoy serla, por
extra-cristiano, inevitablemente perverso) se hubiese podido prescindir del culto
público a Dios. Sin ese vértice común supra-terreno, que ninguna idolatría por
muy refinada que sea (Cultura, Ciencia, Arte, Humanidad), consigue suplir,
imposible que los elementos básicos materiales necesarios a la laicidad
temporal de los hombres se mantengan unidos en orden y en obediencia. Esos
elementos son de suyo anárquicos; y al emanciparse de nuestra realeza
sacerdotal, nos esclavizan. La historia de nuestros desórdenes y catástrofes
sociales, desde Adán hasta hoy, es la historia de nuestros pecados contra el
sacrificio.