Nota del Blog: Sigue a continuación la traducción del prólogo de las Lettres a sa Fiancée tal cual aparecieron en su versión original.
Ya antes habíamos publicado AQUI el prólogo a la versión española.
Agradecemos al Blog amigo Alexandria Catolica por habernos facilitado el texto original.
Jeanne Molbech |
Es con angustia de corazón que entrego a las miradas ajenas estas Cartas
de Léon Bloy a su Novia.
Mi sentimiento es análogo al del compositor que -dejando escapar en
armonías la melodía que cantaba en su corazón- descubre que su secreto ya no es
más suyo.
Pero Léon Bloy me lo pide.
Tengo que dar testimonio. Mi vida no tiene otro sentido desde que murió.
Que quede claro: Estas cartas ya no me pertenecen. He sido la
ocasión, es cierto, pero su Palabra debe ir más lejos, hasta el alma
desconocida que la espera en algún lugar y que será “la Novia de su pensamiento”.
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Para entender la importancia, para mí danesa, de mi encuentro con Léon
Bloy, desde el punto de vista espiritual, hay que tener en cuenta la
imposibilidad para todo danés, desde hace cincuenta años, de conocer la
Iglesia.
La prohibición del culto católico estuvo en vigor hasta mediados del
siglo pasado. Así, pues, no había ninguna iglesia católica en todo el reino, a
excepción de una capilla en Slesvig que, por un privilegio especial, no había
dejado de existir. Por lo tanto, la ignorancia de la vera fe era absoluta. En
las escuelas se enseñaba la historia desde el punto de vista protestante,
falseada por los alemanes a lo largo de los siglos.
Desde la Reforma, el pueblo había sido engañado. Poco a poco las
autoridades eclesiásticas católicas fueron reemplazadas por los reformadores,
se omitía voluntariamente las partes esenciales de la Misa y el culto católico fue
abolido casi a espaldas del pueblo. Se levantó contra la Iglesia una muralla de
prejuicios a fuerza de calumnias y el pueblo danés, que tuvo su época heroica
en los tiempos católicos, se corrompió a partir de las tinieblas enviadas por Lutero.
Hoy existe la manera de instruirse. Se construyeron iglesias, las
órdenes religiosas han sido llamadas por el Obispo. Es posible hoy en día
conocer, en Dinamarca, el catolicismo, como así también la obra de los
falsarios.
Para mí no hubo lugar a elección. Fue necesaria la intervención directa
de Dios. Mi sed de verdad ha sido misericordiosamente puesta en consideración
por el Autor de todo bien, mientras que tantos otros han cerrado los ojos en
este mundo sin haber visto la vera Luz.
Después de Dios, es a Léon Bloy a quien debo la dicha inaudita de
pertenecer a la Iglesia católica romana, de haber vuelto a la Casa, es
decir, de conocer a María: domus aurea. Doy testimonio de él ante Dios
que ha querido aceptar la ofrenda de manos de su siervo. Los que hemos sido
dado a luz por su dolor somos un pequeño número y antes de seguir este recitado,
invito a todos los que han conocido a Dios a fin de que ofrezcan por él su
holocausto…
Fue a la sombra de la Muerte que nos vimos por primera vez. Atravesó mi
camino y tuve la impresión que no era un transeúnte ordinario.
Marchaba con la cabeza gacha, un poco encorvado como un hombre que carga
un fardo pesado. Su aire era sombrío. Regresaba del ataúd cerrado de Villieres
de l´Isle-Adam.
Al día siguiente nos encontramos de nuevo. Me lo presentaron. Levantó
los ojos hacia mí, me habló con interés y me prometió le Désespéré.
“Verás qué libro terrible”, me dijo la amiga en común en cuya casa tuvo
lugar nuestro primer encuentro. “¿Quién es este hombre?”, le pregunté, al
quedar a solas con ella. La respuesta fue fulminante, implacable en su
absoluto, forzándome a tomar partido inmediatamente: “un mendigo”, dijo.
He aquí el Nombre de Léon Bloy sobre la tierra que ha
abandonado: Terram miseriae
et tenebrarum ubi umbra mortis, et nullus ordo, sed sempiternus horror
inhabitat (Job X, 22).
Los amigos de Job no han cambiado desde entonces.
Tuve el presentimiento de una enorme injusticia y mi corazón voló de inmediato
hacia ese hombre, a quien se entregaba así, indefenso, a una recién llegada.
¡Ah, qué
poco sospechaba su verdadero lugar! Doy gracias a Dios el habérmelo escondido. La
sola grandeza que emanaba de él me conquistó, la ignominia con que lo cubrían,
me atraía, y su gran dulzura me encantó el corazón. En ningún momento de
nuestra vida su bondad fue desmentida y afirmo que la injusticia que se le hizo
como hombre y como escritor, fue monstruosa, sobrenatural, privilegio de un
Santo.
Entré
en su vida en el momento en que muchos de sus amigos (?) se alejaron de él, sin
explicación, como de un apestado. Esta fue una de las primeras cosas que pude
constatar. Los que quedaban le trataban con una superioridad aplastante. Cuando
le hice la observación, y le hablé de mi sorpresa de que se dejara tratar así,
levantó los hombros diciendo: “es un poco por lástima”.
La
primera vez que tuve la ocasión de encontrarme a solas con Léon Bloy fue
una cierta noche, en casa de los Coppée, que me dieron hospitalidad,
justo cuando recién nos conocíamos.
Después
que la casera lo introdujo nos pusimos a conversar, mientras mojaba un pedazo
de pan en el vino ofrecido por Agustina. “Señorita, me está viendo
cenar”, me dijo. Jamás antes había estado en contacto con el Pobre, lo digo
para mi vergüenza, y la idea de no tener qué cenar me era ajena. Me senté en
un sillón cerca de él y comenzó el inolvidable coloquio, casi un monólogo, durante
el cual ese hombre, extraordinariamente candoroso, entregó los secretos de su
vida a una pobre muchacha que no atinaba sino a escucharlo, pero cuyo corazón
iba hacia él en un impulso irresistible, aunque demasiado tímido en su
expresión. Antes de separarnos, me atreví a preguntarle: “¿Cómo es posible
que usted, un hombre superior, sea católico?” —“Acaso por eso mismo”, me
respondió. Yo
callé, comprendiendo mi ignorancia.
Me
besó la mano y nos separamos.
Al
día siguiente recibí la primera carta de Léon Bloy.
JUANA LÉON BLOY.
París, Fiesta de
San Miguel Arcángel, 1921.