5.
Profecía y realeza, atributos del sacerdocio mesiánico
La fe
mesiánica esperaba ver esa perfección cumplida en tres excelencias: el sacerdocio,
la realeza y la profecía; y todas tres consumadas en la persona del Ungido de
Yahveh. Precisamente, las sucesivas decepciones (ante el paradero trivial,
cuando no trágico, de algunos reinados promisorios —como los de David, Salomón,
Ezequías, Josías) son las que ocasionaron la perpetua fractura
interior del pueblo hebreo; fractura que nunca llega a escindir la base común
(ni aun cuando el cisma de Jeroboam), pero que instaura dos actitudes
incompatibles con la dignidad y la misión sacerdotales de Israel. Una parte
del pueblo, la mayor, cae siempre en el desánimo, el despecho y la apostasía;
mientras la otra, exasperado el deseo por la tardanza, interviene en confabulaciones
y sediciones alocadas, a iniciativa del primer aventurero; o vive delirando
(como el puñado de altivos eremitas de Qumrán) con una victoria militar
fantástica de los puros sobre los inicuos.
Fué
así como los prevaricadores reabsorbieron la idea del dechado de toda perfección
que imaginaran; y suplantaron la esperanza de Abraham con un orgullo racial
activo, motor de obscuros deseos de preeminencia y de predominio temporales en
medio de las naciones. El fanatismo, por su lado, con el conjunto de esbozos
fragmentarios que del Mesías habían compuesto los profetas, trazó una imagen de
alucinación, a veces desdoblada[1]
y siempre muy diversa de la fisonomía humana singular contemplada en los
vaticinios. En
consecuencia, cuando el “pusillus grex”, el pequeño rebaño de verdaderos
israelitas, dio su amén a la humilde realidad del Rey de los judíos y de su
reino, debió apelar a una fe y a una confianza heroicas[2]. Y
no llegó a desembarazarse por entero de sus quimeras mesiánicas, sino después
de haber contemplado la Ultima Cena, el Calvario y el Sepulcro (y haber
considerado las propias cárceles y azotes) a la luz de Pentecostés[3].
El
profeta, el nabí, primera excelencia que reconocen con asombro los discípulos
del Señor en la autoridad de su enseñanza[4],
era más que un ministro terrenal de Yahveh: era su enviado, su delegado celeste
en la tierra. De las premoniciones que Dios le inspiraba pendía el crédito de
los reyes teocráticos y la próspera marcha de los negocios del reino. Es la
autoridad del profeta Samuel la que unge, instruye, reprende y acaba por
condenar al endiablado Saúl, iniciador de la monarquía hebrea[5]. Y
desde el reinado de David hasta el de Sedecías, el saber
profético vela insomne junto al trono, ejerciendo la censura más severa de que
haya dejado memoria la antigüedad, y proclamando, en poemas de fuego, una
doctrina teológica y moral tan elevada y tan pura, que sólo el Sermón de las
bienaventuranzas[6]
consiguió, siglos más tarde, explicitar y transcender.
Fortificado
en Jerusalén, después de arrebatarla a los jebuseos, David restaura en ella el
sacerdocio real de Melquisedek, prestigiándolo con la seducción de su persona,
la riqueza de dotes de su espíritu y el espectáculo de su noble y dramática
vida.
Varón
hermoso y fuerte, de corazón intrépido; constante y fiero en la guerra;
flexible y manso en la administración de la justicia; fue al mismo tiempo
cantor inspirado y ministro devotísimo de Yahveh, y el más entusiasta promotor
y legislador de su culto. En momentos de prueba, su lealtad como súbdito y su
abnegación como jefe llegaron al heroísmo de la santidad. Con lo cual mereció
ser, después del primer caudillo, el único príncipe de la nación hebrea que
consiguió adunar las doce tribus en un mismo acatamiento.
Su
afligida vejez lo demostró paciente y magnánimo, y capaz de conciliar en sus actos
privados y públicos la majestad de un rey venerable con la humildad de un
siervo inútil. Así también supo unir en su poesía, proféticamente armonizados,
el grito de la angustia y las exultaciones de la contemplación, el gemir
suplicante del más desolado arrepentimiento y la palabra de paz de una
conciencia inmaculada.
Su día
cenital fué el de la consagración de la Ciudad Santa al Señor de los ejércitos;
cuando envuelto en el cándido efod de lino impartió la bendición a la multitud,
después de haber danzado en éxtasis delante del Arca.
Sin
embargo de de todo ello, fue sólo un hombre. La misma crónica que alaba el buen
olor de sus piadosas oblaciones, y consigna la promesa que recibió de Yahveh,
de suscitar al Ungido entre sus descendientes, también trae constancia de que
el llanto y la humillación del biznieto de Rut no siempre fueron
motivados por crímenes ajenos. Mas, a pesar de su grave caída, el relieve de
tantos dones juntos y la evidente parcialidad de la Providencia en favor de un
reinado que nunca tuvo par en Israel (ya que la paz y el esplendor de Salomón
fueron forjados por su padre) son la causa de que los rasgos de David se
imprimieran en la esperanza mesiánica, prefigurando la fisonomía del Ungido de
Dios, sacerdote, rey y profeta. Hasta el punto de imaginarlo como animando sus
mismas cenizas y con su mismo nombre:
“Volverán
luego los hijos de Israel y buscarán a Yahveh, su Dios, y a David, su rey; y se
apresurarán a venir temerosos a Yahveh y a sus bienes, al fin de sus días”[7].
Contra
el temor carnal de Herodes y la ilusión de los israelitas carnales, ni
el Hijo de David ni su reino resultaron ser de este mundo. Mas, a pesar del
cauto degüello de inocentes y de la pública crucifixión de la inocencia misma,
y a pesar de los sellos en su lápida, el Rey de los judíos consiguió establecer
su reino en este mundo; y encontró, además, la manera de quedarse en él con
nosotros hasta el fin de los tiempos. Para ello suscitó doce nuevos patriarcas,
principio generador de doce nuevas tribus; “nacidas no de la sangre, ni de la
voluntad carnal, ni de la voluntad de varón”[8],
sino del Espíritu de Dios, por el bautismo; y unificadas en torno a su
presencia corporal, mediante su propio sacrificio, eterno y único. Y entregado
todo a Pedro, con sus tres poderes universales, de consagrar, enseriar y
regir, llevó nuestra naturaleza, en su persona, al verdadero paraíso:
“Cuando
llegó el día, llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de a quienes dio el
nombre de apóstoles”[9].
“Tú
eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia”[10]. “Apacienta
mis corderos”[11].
“Y
cayó la suerte sobre Matías, que quedó agregado a los once apóstoles”[12].
“Haced
esto en memoria mía”[13].
“Me ha
sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las
gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros
siempre hasta la consumación del mundo”[14].
“Hoy
estarás conmigo en el Paraíso”[15].
[1] La esperanza en dos Mesías, uno de los rasgos característicos de la
religión de los esenios (si acaso fueron tales los eremitas de Qumrán), pone
gran distancia entre ellos y los cristianos; pues demuestra que en sus
especulaciones apocalípticas no entrevieron, siquiera, la universalidad
trascendente del reino de Dios, que en el Evangelio se da por realizada: “Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y
cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la
tierra, será desatado en los cielos. Entonces ordenó a los discípulos que a
nadie dijeran que él era el Mesías” (Mateo 16, 19-20). Rowley
señala la antítesis de métodos en la instauración del reino mesiánico: “Los
seguidores del Qumrán esperaban establecer el reinado matando; Cristo muriendo”
(The Dead Sea Scrolls and the New Testarnent, London 1957, 22). La
siguiente observación de B. Rigaux, O. F. M. (Revue biblique, 1958, p. 519) establece con todo acierto las diferencias esenciales: “Mientras
que el Qumrán reemplaza una ley por otra, y lee los escritos de los profetas en
una perspectiva utópica de la guerra final, el Evangelio hace ceder la ley a la
fe, y llena los tiempos ya inaugurados por la presencia permanente del Señor,
obrando por medio del Espíritu; la respuesta de los adeptos es toda entera en
el sí total de lo realmente existente y obrante que ha pronunciado el “Sígueme”.
Mat. 9, 9, Marco 2,
14; 8, 34; Luc. 5, 11; 5, 27-28”.
[2] Cfr. Lc.
12, 31-32.