IV Estación |
CUARTO DOLOR
El
historiador sagrado cuenta que el rey y todos los que estaban con él admiraron
el valor de ese tercer adolescente que miraba como nada los tormentos.
Es el único de los siete a quien Antíoco, experto exquisito en torturas y en
heroísmos, haya gratificado con su voto. "Una vez muerto éste —agrega el
Libro Sagrado— el cuarto fué atormentado de la misma manera, y cuando estaba a
punto de morir, habló así: “Es ventajoso a los hambres condenados a morir
poner su esperanza en Dios, que debe resucitarlos, pero vuestra resurrección no
será para la vida”[1].
Este niño habla con una increíble autoridad: ¡vuestra resurrección no será
para la vida! Sus hermanos no han hablado más que de una resurrección para
la vida. Pero éste parece tener otros pensamientos. Habla corno si fuera
profeta de los que están en los sepulcros con sus malas obras, y que oirán un
día la voz del Hijo de Dios que los hará salir para que resuciten a su condenación[2]. ¿Será
por haber cantado la esperanza que este inocente percibe el infierno? ¡Acaba de
decir que espera en Dios, declara que es la cosa más ventajosa del mundo y he
ahí que profetiza la desesperación!
Nuestro Señor habla en su Evangelio de
llantos y de crujir de dientes, de las tinieblas exteriores, del gusano que no
muere, del fuego que no se apaga jamás y de esta cosa horrible que se llama la salazón
por el fuego. ¡Todas estas amenazas reunidas, por las cuales este nuevo José
acumula el horror en las almas, como en graneros de abundancia, en previsión de
una eternidad estéril, no tienen más fuerza que esta simple profecía de una
resurrección que no será para la vida! Pregunto si hay una palabra
más formidable en la Escritura. Es el desprecio de que os hablaba, el
menosprecio de Jesús por sus miembros, que recibe una sanción eterna. La
ley divina quiere que Jesús resucite para la vida con todos sus miembros, y sin
embargo, algunos resucitarán para una cosa inexpresable que no será la vida, y
se irán a una eternidad de horrores, decapitados de su jefe en castigo de
haberlo mutilado en sus miembros.
Jesús,
cargado con su cruz, nos dicen las revelaciones, encontró de pronto a su Madre
a la vuelta de una calle, y este encuentro fué la cuarta espada de Nuestra Señora
de los Siete Dolores. Esa vuelta de calle parece ser como una encrucijada
luminosa donde convergen casi todas las profecías más o menos obscuras de los
Libros Sagrados. Es que la perfecta consumación está próxima. Todas las Figuras
acuden del fon-do de los siglos y se aprietan en masa sobre el camino de la
Cruz, pues ni una sola debe faltar a la cita. No quedan más que tres horas de
espera, para los más retardados y los más lejanos, y es el supremo plazo de
Dios.
En el
Eclesiástico, el Espíritu Santo, aludiendo al cuarto Dolor, habla de esta Madre
llena de honor que vendrá delante del hombre haciendo el bien, y que lo
recibirá como la esposa virgen recibe a su esposo. Agrega que se apoyará en Él
y que lo hará inconmovible[3].
En este mismo sentido, David, recordando tal vez su encuentro admirablemente
figurativo con la muy prudente y muy hermosa Abigail, anuncia que la
misericordia y la verdad se han encontrado[4]. En
el séptimo capítulo de los Proverbios, el Rey de gloria nos pinta el increíble
cuadro de ese joven insensato que se deja conducir a la muerte como un
cordero o un buey destinado al sacrificio, porque sale a su encuentro esa mujer
extranjera y magníficamente ataviada, hábil en la captura de las almas, impaciente
de todo reposo, que tiende sus lazos en
los ángulos de las calles y por la cual los más fuertes han sido heridos y
trastornados[5].
Todo este capítulo –del simbolismo más sorprendente, que podría ser puesto en
el primer rango de esos textos difíciles que escandalizan a las almas impuras y
que un interpretador de genio llamaba las blasfemias divinas- es una
alusión de las más indudables al encuentro de Jesús por María.
Lo que
podría escribirse sobre este misterio es infinito. Es éste el punto en que he
decidido fijar mi atención. Jesús, según sus propias palabras, es la
Resurrección, y María, según las palabras del Eclesiástico, es la Madre de la
Esperanza, la Esperanza misma, según la Iglesia. El cuarto Dolor de María puede
ser considerado de esta manera: la Esperanza en lágrimas encontrando a la Resurrección
en el camino de la Muerte.
En
el sentido más profundo de la profecía del cuarto hijo de los Macabeos, esta Resurrección
que encuentra a la Esperanza no es, pues, para la vida, puesto que va
derecho a la muerte, ¡y qué muerte! Esta Resurrección que van a crucificar, es
realmente para la ruina de un gran número, como San Simeón lo había predicho. A
través de sus lágrimas la Esperanza penetra este Misterio y no se perturba,
puesto que nada puede perturbarla, pero la Espada de su antepasado Abraham,
suspendida durante tantos siglos sobre la posteridad de Isaac, cae sobre Ella en
ese instante, ¡como si fuera Ella la verdadera víctima, y como si el mismo a
quien llevan a la muerte y al que se ha llamado la Resurrección fuera el
verdadero Sacrificador!
Hay
en el cuarto dolor de María una particularidad que jamás tendrá la atención que
merece. Quiero hablar de la caída de Judas. Las revelaciones de los Santos nos
dicen qué ruegos ardientes María había hecho por esta alma miserable.
Tratándose de almas perdidas, sólo el mal ladrón ha merecido de Ella tantas
oraciones. Es que en uno y otro caso, Ella debía responder del honor de su Hijo
como Madre de Dios y como Soberana del Mundo. Sus esfuerzos para salvar a Judas
no serán conocidos más que en el valle de Josafat, donde darán la verdadera
medida del Pecado cuyo misterioso horror es absolutamente impenetrable en la
vida presente. Todos estos esfuerzos, volviéndose contra Ella como una legión
de blasfemias, habían terminarlo en aquella incomparable burla de la primera
Palabra del Cantar de los Cantares, profetizando la aparente victoria de aquel
a quien Ella debía aplastar la cabeza: "Que me bese con un beso de su
boca..."[6].
Y por otra parte, ese hombre, sacrílego hasta en la forma de su desesperación,
se había ahorcado, deshonrando todavía más el abyecto suplicio por el cual la
ignominia perfecta iba a ser ennoblecida y divinizada dentro de poco. La
tortura más exquisita debió de resultar para María la visión simultánea de
estos dos patíbulos. En la esperanza, tal vez, de mentir a toda la tierra, el
demonio había levantado ya el suyo. El desenlace del libro de Ester empezaba de
nuevo. Pero esta vez Mardoqueo no escapaba al suplicio. Amán, sorprendido en su
traición, podía ser colgado; Asuero hacía inmediatamente preparar otra horca
para Mardoqueo, y en cuanto a Ester, no compartía con ella otro reino más que
la monarquía universal de los dolores humanos, de los cuales él es el impasible
Remunerador[7].
María
veía la sombra de la horca de Judas proyectarse sobre todos los siglos como un
inmenso desgarrón tenebroso en el traje sin costura de la Iglesia de Jesucristo.
Es tal vez lo que Isaías llama la sombra de Egipto, en la cual los hijos desertores
ponen su confianza[8]. Veía a las naciones agonizar de
desesperación en esta sombra móvil, que desplazaba su influencia mortal en cada
aurora de la herejía. Y esta visión se hacía más clara a medida que crecían los
terrores de la procesión sangrienta que había ido a contemplar. El segundo
patíbulo estaba ahí, sobre la espalda de Aquel a quien se iba a suspender y que
no pedía otra cosa, puesto que había querido nacer de la Esperanza expresamente
para este sacrificio. El Camino de la Cruz no empieza para María en la casa de
Pilatos sino en el infame patíbulo del apóstol de la desesperación. Su corazón
se lanza de ahí hacia el Calvario, a través de los ciento cincuenta y cuatro
versículos de las Lamentaciones de Jeremías, y es en medio de esta peregrinación
pascual donde encuentra al Hombre solitario y silencioso que nos pinta el
profeta, llevando el yugo desde su juventud, tendiendo su mejilla a las bofetadas,
saturado de oprobios y que pone su boca en el polvo esperando a la Esperanza[9] ¡Y
este hombre es la Resurrección anunciada por los hijos de los Macabeos!
La
perfecta Esperanza que es María, vencida por la muerte voluntaria de Judas,
encuentra, huyendo de temor hacia la Montaña, a otra muerte voluntaria que le
dará la victoria, pero es necesario que Ella contemple a esas dos muertes en el
presente y en el porvenir. Es necesario que fuerce su pensamiento a soportar
esta sacrílega confrontación. Judas y Jesús mueren los dos voluntariamente;
pero el segundo va a fijar al pie de su Cruz la Esperanza, que el otro acaba de
hacer huir. Judas revienta por el medio del vientre y sus entrañas caen sobre
la tierra; Jesús no se ha encarnado más que para dar sus entrañas a la tierra,
pero es necesario que muera y que se le atraviese el Corazón para que los
hombres comprendan la enormidad de la parodia sacrílega que el suicidio de
Judas tenía por objeto realizar.
Mientras
tanto, María contempla a su Dios, hecho por cuarta vez su Hijo, de pie, los
pies en su Sangre, presa de la angustia del terror, temblando por lo que sabe y
temblando por lo que ignora. El niño mártir, encargado por su Esposo eterno de
simbolizar esta cuarta Transfixion de su Corazón, puede bien decirle que es
ventajoso ser muerto por los hombres en la esperanza de la resurrección, y Ella
puede contestarle que Ella misma es la Esperanza y que no sabe lo que sucederá,
obligada a sostener a todos los hombres y encontrándose vencida y despreciada. En cuanto a la Resurrección, que
esos perros muertos[10]
van a degollar bajo sus ojos, esta Resurrección cantada por David y anunciada
por tantos profetas: ¿Cuál es en ese momento el justo a quien la Madre de los
Dolores podrá decir: Tú no eres aquel que el Libro Santo ha designado por estas
palabras: tu resurrección no será para la vida?
Es evidentemente
imposible, no digo comprender sino entrever el trascendente horror de este Encuentro
si no se tiene en cuenta la espantosa herida que el suicidio de Judas acababa
de hacer al Corazón de María. Este ultraje sobrepasaba todos los otros y los
hacía casi parecer alabanzas y dulzuras. Muerto Judas como las profecías anunciaban
que el Salvador del mundo debía morir, no había un minuto que perder: era
necesario que todo se precipitase y que Jesús a su vez fuera suspendido con apuro,
ante el temor de que la Promesa divina pareciese recibir un desmentido, de que
el Demonio pareciese poner su pie maldito sobre la cabeza de su Enemiga y de
que la Desesperación no pareciese triunfar. A la vez solicitada por el honor de
Dios puesto en peligro, apurada por el cuidado de su propia dignidad soberana y
perseguida como una leona herida por las huestes de todo el infierno, se ve forzada
a desear que el sacrificio se cumpla sin retardo y que su Bien Amado llegue
cuanto antes a la cima de la montaña de los Aromas[11], a cuya sombra Ella debe reposar[12].