Con
todo, la fe cristiana sigue siendo fe. Cuando deja de serlo no es para
convertirse en gnosis, sino para ceder su lugar a la evidencia de todo lo que
es; a la
terrible desnudez del alma en sí misma y de todas las cosas en sí mismas, dentro
y fuera del alma; a la inexcusable sinceridad de todas las formas, ideas y
deseos, en la desnuda Presencia de Dios; inmersos en el océano de luz
transverberante que es Dios. “Porque este es el mensaje que hemos oído de Él, y
os anunciamos a vosotros: que Dios es luz”[1].
Mientras
no llega esa hora del deslumbramiento judicial y beatificante (a cada uno, con
su muerte; a todos, con la Parusía), el justo vive de fe. Y más de la
obscuridad que de la luz de la fe. La vigorosa y levantada vida espiritual de
los santos no procede de arrobos, ni de visitas celestiales sensibles u otros
pregustos extraordinarios del Cielo. Es el fruto adecuado de la parte que
tienen en el descenso de la divinidad en el paso de la Luz por las tinieblas. Y
esa parte la alcanzan en los entenebrecimientos temporarios — penosísimos,
agónicos — de la ordinaria obscuridad de la fe.
Para
iluminarnos, la Luz que es Dios ha debido anonadarse, revestir nuestra carne
mortal, vivir a compás de nuestro minúsculo planeta, con sus días y sus noches,
y reducir el aspecto de su presencia insoportable a las proporciones de un
bocado de pan y de un sorbo de vino. Y para hacernos luminosos, debe dejarnos
totalmente a obscuras.
La Luz
que es Dios quiere darse a nuestra inteligencia sin extorsión alguna de nuestra
libre voluntad. Oculta detrás de un velo de acontecimientos, acciones y palabras
(no ya tan sólo figurativos, como en la Antigua Ley, sino directamente expresivos
y eficaces), enriquece y depura nuestro precario y sucio vivir, dándonos al
mismo tiempo el mérito y la alegría de asear y de alajar nosotros mismos
(aceptando su ayuda libremente y en su honor), nuestra alma y sus potencias.
Sólo
así puede trocarnos —y ésta es la máxima divinización de nuestro lodo— en causas
libres de un conjunto de efectos propiamente divinos: los efectos propios de
nuestras participaciones en el sacerdocio del Verbo humanado. Y la primera de
todas, la de la Madre de Dios.
Antes
de referirnos determinadamente a esta suprema participación de nuestra naturaleza
en la capitalidad sacerdotal de Cristo, conviene dejar bien establecido que el
anonadamiento de que hemos venido hablando es el hecho mismo de la encarnación.
En ella está dado totalmente; y los episodios humillantes de la vida temporal
de Nuestro Señor, nada substancial le añaden; como tampoco nada substancial
retiran al esplendor de la gloria del Padre, que es el Verbo. En la unión
hipostática, el Hijo de Dios se hace Hijo del hombre, “non formam Dei amittens, sed formam servi
accipiens”[2].
Con lo cual queda dicho nuevamente, que el sacerdocio de la Nueva Ley,
aunque es de hecho soteriológico, no comporta de suyo, en cuanto sacerdocio,
relación alguna necesaria con la expiación de la culpa original y de los crímenes del género humano. El fin último
y la intención primera del Autor de la vida es el primado de Jesucristo. Antes
que Redentor, Jesucristo es religioso: el religioso por excelencia[3].
Sólo
un cosmos no destinado a la gloria de Dios (absurdo expresable, pero inconcebible)
admitiría un Verbo encarnado que no fuese sacerdote; y ello en el caso (seguimos
moviéndonos dentro del absurdo) de que la encarnación misma encontrase alguna
razón de ser en un mundo sin objeto.
Cualquiera
sea la forma ritual del sacrificio, siempre se ofrece a Dios “sicut principio creationis et sicut fini beatificationis”[4]; y aunque pueda además ofrecérsele
“propter remissionern
peccati”,
finalidad ésta necesaria en la economía actual, los dos aspectos anteriores de
la Majestad divina son suficientes a imponernos la obligación del sacrificio.
Ahora bien, quien dice sacrificio verdadero, dice sacerdocio. De modo que, en
cualquier evento, y en tanto Cristo fuera realmente hombre, podría no asumir la
condición de Víctima.; pero jamás podría ni querría sacudir de sus hombros la
estola sacerdotal.
Para
el autor de la Epístola a los Hebreos, la generación humana del Hijo de Dios y
su investidura pontificia son una misma realidad. Cristo es pontífice porque es
hombre; y es pontífice supremo porque es Dios. Ante el hecho previsto de la
culpa original, la voluntad salvífica del Creador confiere a este supremo
pontificado su actual carácter soteriológico; y comunica al hecho de la pasión
y la muerte del Hijo del hombre (inexcusables, por razón de su total
solidaridad con la historia del género humano) su precio expiatorio y su virtud
medicinal.
Así,
pues, la unión de la naturaleza humana de Jesús a la persona del Verbo de Dios
realiza, primordialmente, una elevación de la humanidad; la mayor que darse
pueda. Secundariamente, comporta un descendimiento de la divinidad; el mayor de
los abatimientos posibles; hasta la muerte; y muerte de cruz.
No
son nuestros delitos los que reclaman la gracia de unión, sino el libérrimo
amor del Autor de cielos y tierra. Mas toda vez que Dios ha resuelto escuchar
el De profundis que su misma bondad nos inspira, nuestra naturaleza no
puede subsistir en una de sus Personas sin que ésta descienda hasta las
profundidades de nuestra culpa.
Si
la asunción de nuestra naturaleza por el Verbo hubiese sido dada a una humanidad
inocente, en estado de justicia original, no se podría hablar de un
descendimiento de Dios, en sentido moral propio; porque todo el cambio se
habría producido del lado de la creatura. Mas fue dada al género humano en
estado de culpa; y de tal modo, que la segunda Persona divina, encarnada en una
naturaleza humana individual impecable, fué hecha pecado, conforme a la
tremenda definición del Apóstol, para que en el Verbo, así ajusticiado por
nosotros, todos los hombres fuéramos hechos justicia de Dios[5]. La causa de estos extremos no
es el amor del Creador a sus creaturas; es otro amor, inmensamente más misterioso:
es la especial dilección de Dios Padre a los hombres.
Pero
la humanidad del Verbo, que fué asunta así “propter nos homines et propter nostram
salutem” no
nos fué dada a fin de que seamos simplemente más perfectos. Nos fué dada
a fin de que ofrezcamos a Dios, por y con su Unigénito, el único sacrificio que
consagra entera y eternamente las creaturas al Creador.
Enteramente. El efecto formal de la
humanación del Hijo de Dios no es interponer la nube de su carne entre el Padre
y los hijos, sino manifestarlo a toda carne; hacer visible en el tiempo, a los
reyes y a sus pueblos, a los pastores y a sus rebaños, la epifanía de la
eternidad; hacer audible en este aire que respiramos, en el que nuestras mejores
y más bellas palabras empiezan y terminan, el Verbo substancial que está expresando
siempre el Bien mismo y la Belleza misma, sin antes ni después. “Todo lo que oí
de mi Padre os lo he dado a conocer. El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”[6].
Eternamente. La economía de la fe, por
muchos siglos que dure, es un instante en la eternidad de nuestro destino.
Y el juicio final será, precisamente, la encarnación desnuda, para dos mundos
sin fe: el mundo de los que no la quisieron recibir; y el mundo de los que la
habrán perdido ante la evidencia de toda verdad, que es el Cielo.
Entretanto,
mientras el Hijo del hombre no aparezca de pronto en el firmamento, como el
relámpago, cubriéndolo con sus fulguraciones desde un extremo hasta el otro[7], su humanidad seguirá siendo
para sus fieles un velo de decepción y de tristeza, al mismo tiempo que el más
proporcionado y el más amable medio de revelación. Algo así como esas brumas
otoñales que suben del río, y que al acumularse durante toda la mañana y
ocultarnos la forma espléndida del sol, nos permiten mirarlo de frente en pleno
mediodía.
No
puede ser de otro modo, dentro de una economía religiosa fundada en la fe;
tanto en el caso de una humanidad culpable, como en el de una humanidad
inocente. En el estado paradisíaco, la fe excluía las aflicciones purificatorias
que hoy acompañan su obscuridad; pero no la obscuridad misma, sin la cual
hubiera dejado de ser fe.
La
Iglesia, instituida por Cristo sobre la fe de Pedro, con la misión de enseñar
la Palabra y de infundir el Espíritu de Dios, es en sí misma un objeto de fe.
Objeto de fe que incluye y exige, para darse, la previa aceptación del lugar
que nos corresponde en su sacerdocio; y de la parte que en su sacrificio le
debemos a Dios. Es sólo el cuerpo del Ungido del Padre, su Cuerpo místico,
formado por millares de millares de almas y de cuerpos; y no es ni más ni menos
visible que su Cabeza; no es más ni menos fácil de reconocer en la gloria de
mármoles, y seda y oro y púrpura y clamor de trompetas argentinas del monte
Vaticano, que en el viento y el fuego prodigiosos y el don de lenguas de
Pentecostés. No es más ni menos creíble la Iglesia en la humillación y en el
cautiverio, que Jesús en el pesebre o en el pretorio. Su luz es la misma luz
obscura de Belén: aquella que con alternativas de mayor o menor diferencia en
las proporciones de honor y de ludibrio, anduvo varios años entre la plebe
odiada y la oligarquía exasperante de un arrabal del mundo de Augusto y de
Tiberio. Caminará otra vez en busca de la última, de la más cerrada de sus
noches. Y
entraremos con ella en el Día sin sombras del Señor, todos los que con ella en
este mundo hemos amado — y hemos querido hacer amar— la alegría melancólica de
sus domingos.
[1] Ibid. 1, 5.
Traducción: “No perdiendo la forma de Dios
sino recibiendo la de siervo”.
[3] La unión hipostática, el más estrecho vínculo posible de Dios con su obra,
funda la máxima virtud de religión y el culto más perfecto.
Nota del
Blog: está claro la
mente del autor con respecto al motivo de la Encarnación, alejándose de la
escuela de Santo Tomás. Si tuviéramos que elegir, sin dudas nos
quedaríamos con la tesis expuesta por Fr. A. Vallejo en este libro. Decimos
si tuviéramos que elegir, porque creemos que la cuestión “Si el Verbo
se hubiera encarnado si Adán no hubiera pecado”, está simplemente mal
planteada. Esta es la tesis que defiende el P. Basilio de San Pablo en
una ponencia súmamente interesante donde corta de raíz esta eterna discusión
entre tomistas y escotistas que parecería que simplemente estuvo mal planteada
desde el comienzo.
Más
adelante publicaremos este ensayo, llamado: “Si la remisión del Pecado
Original cae fuera o dentro de una economía reparadora” y publicado en la
XVII Semana Española de Teología.
[4] Contra esa nuestra tesis, y de todos los que no olvidan que religión,
sacerdocio y sacrificio son de ley natural, he aquí una salida típica de
quienes ponen al pecado en el centro de la especulación teológica: “No hay
repugnancia en considerar como posible la existencia de un Cristo que no fuera
formalmente sacerdote; en el caso, por ejemplo, de la encarnación realizada sin
fines redentores o sacrificales” (Monsegú
B, C. P., La problemática del sacerdocio en la actualidad, en
Revista española de teología, 57 (1954) 552).