V. INSTAURACION DEL SACERDOCIO
ETERNO
I.
La plenitud del sacerdocio
Una
nube de tinieblas en torno a la montaña trepidante; relámpagos y truenos sobre
el llanto y la vociferación de las doce tribus espantadas; el toque de atención
interminable, insoportable, cada vez más terrible, de una trompeta sobre la
cumbre del monte; y por encima del tronar del cielo, del clamor de las multitudes
y del clangor del ángel, la voz tonante de Yahveh. Así fué solemnizada la entrega
del primer código divino para regimiento de la primera nación sacerdotal[1].
Nube
más densa y mayor séquito de fulgores, clamores y prodigios se dieron - y aún
son motivo de asombro y de fe - con la promulgación de la Nueva Alianza:
concepción inmaculada, fecundidad, parto y maternidad divina de la Virgen;
epifanía del Verbo hecho hombre; su predicación inaudita y su señorío sobre las
leyes naturales; la vocación y elección de sus apóstoles; la institución de su
Cuerpo y su Sangre y demás sacramentos; su pasión y muerte; su resurrección y
ascensión; la misión de su Espíritu; la primavera carismática de su Iglesia,
con los milagros que prolongan el ímpetu inicial de Pentecostés; la asunción de
su Madre santísima; la muchedumbre de actos heroicos de sus primeros
discípulos; y la extensión e influjo temporales de su evangelio, contra los más
poderosos enemigos de su verdad y de su amor.
La
Nueva Alianza transciende infinitamente el valor de la Antigua y aun el de la
alianza de amistad entre Dios y el primer hombre[2]. Ya hemos dicho que sobre la
religación obrada por la fe y la justicia originales descuella, incomparablemente
más estrecha y adecuada, la que realiza la gracia de unión, gracia exclusiva de
la humanidad de Jesús. Nadie más semejante a Dios, como que es la imagen
substancial del Padre[3]. Nadie con más derecho a la
prelacía absoluta, en la gloria y en el dolor, en el conocimiento del bien y
del mal. Porque su santidad, la única absoluta, al mismo tiempo que lo separa
del pecado y lo encumbra por encima de los cielos[4], lo identifica con los pecadores[5], en fuerza de un amor que
transciende los modos de ser y llega al ser mismo de todas las cosas.
Único,
eterno, divino, este ideal celeste, del cual los otros
sacerdocios eran trasunto y sombra[6],
es intransferible, inamisible y deificador.
Intransferible; porque no obstante la
multiplicación indefinida de los ministros de su culto y la reiteración de su
sacrificio en todo lugar, desde el levante del sol hasta su ocaso,
siempre Cristo es la ofrenda y el oferente.
Inamisible; porque el pontífice único de
este culto “entró de una vez para siempre en el santuario, consiguiendo una redención
eterna”[7].
Deificador; porque ha instituido y
perpetúa, en medio de nuestros afanes cuotidianos, la presencia corporal de
Dios[8] y
la comunicación sacramental de la vida divina, a fin de responder a las necesidades
más íntimas e imperiosas de la persona humana, tal como es concretamente, y a
las propias de cada estado y situación.
Dentro
de la Nueva Alianza, no sólo recibimos la gracia santificante, que nos hace
partícipes de la naturaleza divina, (en orden al culto y a la gloria del Dios
Altísimo a quien servían los patriarcas de la Promesa, y de quien era sumo
sacerdote Melquisedek), sino que se nos confiere al mismo tiempo una
participación de la persona divina de Jesús, en orden al culto y a la gloria
que el Padre eterno recibe de la eterna piedad de su Hijo. Así, sólo en la
Nueva Alianza la religión realiza de la manera más perfecta posible en cuanto
culto, el vinculum
pietatis
a que aspira, por esencia, la virtud de religión.
Esa
específica parte nuestra en el ser y en la obra cultuales del Verbo encarnado
es el efecto del carácter sacramental, de la fe en Dios inherente a ese
carácter, que es la singularísima e irreemplazable fe cristiana.
El
carácter sacramental, testimonio, en nosotros, de que Dios nos ama como a hijos
y nos adopta en carácter de hijos, nos capacita para amarle como a
Padre. Lo cual equivale a ser realmente hijos. “Mirad qué tal amor nos ha dado
el Padre”, dice san Juan en la primera de sus epístolas, “que seamos llamados
hijos de Dios, y lo seamos de verdad” (3, 1). Pero es menester que junto al
sello de la adopción cristiana permanezca el mismo Cristo en nosotros, por
medio de la fe. Al testimonio del Padre en nosotros, que es el carácter sacramental,
debe responder nuestro testimonio, que son las obras de nuestra fe en Cristo, y
la primera de todas el culto cristiano. “Y este es el testimonio”, añade el
Evangelista, “que Dios nos dio vida eterna, y esta vida está en su Hijo; quien
tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida”
(5, 11-12).
Así
como el carácter, allí donde la voluntad no pone óbice, trae consigo la fe, así
la fe en el Hijo, la fe cristiana, incluye el deseo del carácter que nos hace
hijos de Dios, que nos hace cristianos irrevocablemente. San Pablo señala esa
dependencia mutua y esa causalidad común de la fe y del acuñamiento bautismales
(del bautismo que nos configura con Cristo y nos infunde la fe; de la fe que
nos mueve y conduce a recibir la perfecta filiación divina mediante la
impresión del carácter sacramental), cuando escribe a los Gálatas: “Todos sois
hijos de Dios, por la fe en Cristo Jesús. Pues cuantos en Cristo fuisteis
bautizados, de Cristo fuisteis revestidos”[9].
Tal la
razón del primer plano que la fe y los sacramentos ocupan en el régimen sacerdotal
de la Nueva Alianza; y tal la última explicación de que los sacramentos de la Antigua
no sean los nuestros, y de que la fe del pueblo mesiánico no sea exactamente
nuestra fe, sino un esbozo de ella.
Mientras
la carne del vástago de Abraham permaneció difusa en los flancos de su pueblo,
y confuso el perfil de su fisonomía en los rostros de su linaje, la fe en su
advenimiento fue muchos menos un saber que una esperanza. Mas, cuando el Hijo
de Dios, preexistente de toda eternidad, “fue hecho hijo de Mujer”[10],
su Bautista, vuelto de espaldas a la sombra y con el índice extendido hacia el
esplendor de la gloria del Padre, señaló el comienzo de la fe experimental, de
la fe que aprehende y abraza los misterios divinos, tangibles, al fin, en la
Palabra única de la eternidad, aquí presente: “He aquí el cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo. Yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es
el Hijo de Dios”[11].
¡Yo lo he visto! La expectación de dos mil años se había concentrado en la voluntad de
justicia, tensa y ardiente, de aquella Voz del desierto que era “más que profética”[12],
por eso no es de imaginar cómo se reposó el alma cansada de Israel en su
testimonio: “Lo he visto. Mi gozo me ha sido colmado”[13].
Ciertamente,
la fe de Cristo (la que de Él se deriva; pues Él no tuvo fe, sino intuición
de la divinidad, en cuya segunda persona subsiste su naturaleza humana), versa
sobre materias obscuras, que sobrepujan nuestra aprehensión intelectual y transcienden
las conclusiones de nuestro razonamiento; pero esos objetos de fe están delante
y dentro de nosotros, dándose a nuestro entendimiento y estimulando el
ejercicio de nuestra razón.
La
obscuridad de lo que se ve a medias, de lo que en parte se posee, es muy
diversa de la que envuelve las cosas prometidas, cuando aun no han sido dadas.
La promesa trae indicios; la esperanza les comunica una cierta concretez; y así
la nación elegida, peculiar entre todas las naciones, prevé y presiente en los
sueños de los patriarcas, en la visión de los profetas, en las teofanías del
desierto y de la montaña, en el simbolismo de las leyes rituales y en las
mismas vicisitudes de su historia, la economía de la encarnación. Pero la
sombra no es el cuerpo; el esbozo figurativo no es la realidad. El objeto de la
promesa y de la esperanza, el Deseado de las naciones, no está en medio de las
naciones anunciándoles: “el reino de Dios está en medio de vosotros”[14]. Y en esto consiste,
precisamente lo específico de nuestra fe y lo esencial de nuestro sacerdocio:
en que sabemos que el reino de Dios ya está en medio de los reinos de la tierra, y dentro de cada una de las almas
que tienen a Cristo por la fe y el carácter bautismales. Nuestra fe ya es el
reino; su etapa obscura. Nuestra esperanza no es la de alcanzarlo, sino la de
conservarlo y conocerlo. La fe de los hebreos es una fe que espera, y que desea
saber. La fe de los cristianos es una fe
que sabe, y que desea conocer: Fides quaerens intellectum, la llamaron sus más fieles doctores.
El
sacerdocio del Verbo encarnado, es por eso el sacerdocio de la palabra que engendra
sabiduría (la fe entra por el oído, dice san Pablo); y que genera presencia
corporal de Dios. En el carácter y en el sacrificio; en aquél, para éste; y
en ambos para la comunión con el Padre y el Hijo, en su mismo Espíritu:
“Lo
que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros
ojos, lo que contemplamos y nuestras manos tocaron, acerca del Verbo de la vida
(y la vida se manifestó, y la hemos visto, y damos testimonio, y os anunciamos
la vida eterna, la que estaba cabe el Padre, y se manifestó a nosotros), lo que
hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros, para que también
vosotros participéis de nuestra comunión. Y nuestra comunión es con el Padre y
con su Hijo Jesucristo”[15].
En las
páginas del Nuevo Testamento, especialmente en las epístolas, abundan palabras
como las que acabamos de transcribir. Y no se da en ninguno de sus mejores
comentarios reflexión teológica alguna que pueda ilustrar mejor que ellas lo
que hay de sabiduría, de experiencia mental, de intuición por contacto, en la
fe cristiana. Redundantes, a causa de la exultación con que anuncian la buena
nueva, entrecortadas, fuera de aliento, por la urgencia del amor que las
inspira, hablan de la vida eterna palpable, encarnada, como de una presencia
actual y permanente; e invitan a la comunión con el Padre y con el Verbo (a la
comunidad de vida de los hijos con el Padre, junto al Hijo), no como a un bien
que ha de dársenos sólo después del tiempo, sino como a una convivencia que ya
es un hecho aquí, dentro del horizonte de nuestro mundo sensible, aunque sólo
después haya de revelársenos plenamente.
[1] Ex. 19,
16-19.