domingo, 10 de febrero de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, I Parte.


V. INSTAURACION DEL SACERDOCIO ETERNO

I. La plenitud del sacerdocio

Una nube de tinieblas en torno a la montaña trepidante; relámpagos y truenos sobre el llanto y la vociferación de las doce tribus espantadas; el toque de atención interminable, insoportable, cada vez más terrible, de una trompeta sobre la cumbre del monte; y por encima del tronar del cielo, del clamor de las multitudes y del clangor del ángel, la voz tonante de Yahveh. Así fué solemnizada la entrega del primer código divino para regimiento de la primera nación sacerdotal[1].
Nube más densa y mayor séquito de fulgores, clamores y prodigios se dieron - y aún son motivo de asombro y de fe - con la promulgación de la Nueva Alianza: concepción inmaculada, fecundidad, parto y maternidad divina de la Virgen; epifanía del Verbo hecho hombre; su predicación inaudita y su señorío sobre las leyes naturales; la vocación y elección de sus apóstoles; la institución de su Cuerpo y su Sangre y demás sacramentos; su pasión y muerte; su resurrección y ascensión; la misión de su Espíritu; la primavera carismática de su Iglesia, con los milagros que prolongan el ímpetu inicial de Pentecostés; la asunción de su Madre santísima; la muchedumbre de actos heroicos de sus primeros discípulos; y la extensión e influjo temporales de su evangelio, contra los más poderosos enemigos de su verdad y de su amor.
La Nueva Alianza transciende infinitamente el valor de la Antigua y aun el de la alianza de amistad entre Dios y el primer hombre[2]. Ya hemos dicho que sobre la religación obrada por la fe y la justicia originales descuella, incomparablemente más estrecha y adecuada, la que realiza la gracia de unión, gracia exclusiva de la humanidad de Jesús. Nadie más semejante a Dios, como que es la imagen substancial del Padre[3]. Nadie con más derecho a la prelacía absoluta, en la gloria y en el dolor, en el conocimiento del bien y del mal. Porque su santidad, la única absoluta, al mismo tiempo que lo separa del pecado y lo encumbra por encima de los cielos[4], lo identifica con los pecadores[5], en fuerza de un amor que transciende los modos de ser y llega al ser mismo de todas las cosas.

Único, eterno, divino, este ideal celeste, del cual los otros sacerdocios eran trasunto y sombra[6], es intransferible, inamisible y deificador.
Intransferible; porque no obstante la multiplicación indefinida de los ministros de su culto y la reiteración de su sacrificio en todo lugar, desde el levante del sol hasta su ocaso, siempre Cristo es la ofrenda y el oferente.
Inamisible; porque el pontífice único de este culto “entró de una vez para siempre en el santuario, consiguiendo una redención eterna”[7].
Deificador; porque ha instituido y perpetúa, en medio de nuestros afanes cuotidianos, la presencia corporal de Dios[8] y la comunicación sacramental de la vida divina, a fin de responder a las necesidades más íntimas e imperiosas de la persona humana, tal como es concretamente, y a las propias de cada estado y situación.
Dentro de la Nueva Alianza, no sólo recibimos la gracia santificante, que nos hace partícipes de la naturaleza divina, (en orden al culto y a la gloria del Dios Altísimo a quien servían los patriarcas de la Promesa, y de quien era sumo sacerdote Melquisedek), sino que se nos confiere al mismo tiempo una participación de la persona divina de Jesús, en orden al culto y a la gloria que el Padre eterno recibe de la eterna piedad de su Hijo. Así, sólo en la Nueva Alianza la religión realiza de la manera más perfecta posible en cuanto culto, el vinculum pietatis a que aspira, por esencia, la virtud de religión.
Esa específica parte nuestra en el ser y en la obra cultuales del Verbo encarnado es el efecto del carácter sacramental, de la fe en Dios inherente a ese carácter, que es la singularísima e irreemplazable fe cristiana.
El carácter sacramental, testimonio, en nosotros, de que Dios nos ama como a hijos y nos adopta en carácter de hijos, nos capacita para amarle como a Padre. Lo cual equivale a ser realmente hijos. “Mirad qué tal amor nos ha dado el Padre”, dice san Juan en la primera de sus epístolas, “que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos de verdad” (3, 1). Pero es menester que junto al sello de la adopción cristiana permanezca el mismo Cristo en nosotros, por medio de la fe. Al testimonio del Padre en nosotros, que es el carácter sacramental, debe responder nuestro testimonio, que son las obras de nuestra fe en Cristo, y la primera de todas el culto cristiano. “Y este es el testimonio”, añade el Evangelista, “que Dios nos dio vida eterna, y esta vida está en su Hijo; quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (5, 11-12).
Así como el carácter, allí donde la voluntad no pone óbice, trae consigo la fe, así la fe en el Hijo, la fe cristiana, incluye el deseo del carácter que nos hace hijos de Dios, que nos hace cristianos irrevocablemente. San Pablo señala esa dependencia mutua y esa causalidad común de la fe y del acuñamiento bautismales (del bautismo que nos configura con Cristo y nos infunde la fe; de la fe que nos mueve y conduce a recibir la perfecta filiación divina mediante la impresión del carácter sacramental), cuando escribe a los Gálatas: “Todos sois hijos de Dios, por la fe en Cristo Jesús. Pues cuantos en Cristo fuisteis bautizados, de Cristo fuisteis revestidos”[9].
Tal la razón del primer plano que la fe y los sacramentos ocupan en el régimen sacerdotal de la Nueva Alianza; y tal la última explicación de que los sacramentos de la Antigua no sean los nuestros, y de que la fe del pueblo mesiánico no sea exactamente nuestra fe, sino un esbozo de ella.
Mientras la carne del vástago de Abraham permaneció difusa en los flancos de su pueblo, y confuso el perfil de su fisonomía en los rostros de su linaje, la fe en su advenimiento fue muchos menos un saber que una esperanza. Mas, cuando el Hijo de Dios, preexistente de toda eternidad, “fue hecho hijo de Mujer”[10], su Bautista, vuelto de espaldas a la sombra y con el índice extendido hacia el esplendor de la gloria del Padre, señaló el comienzo de la fe experimental, de la fe que aprehende y abraza los misterios divinos, tangibles, al fin, en la Palabra única de la eternidad, aquí presente: “He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios”[11].
¡Yo lo he visto! La expectación de dos mil años se había concentrado en la voluntad de justicia, tensa y ardiente, de aquella Voz del desierto que era “más que profética”[12], por eso no es de imaginar cómo se reposó el alma cansada de Israel en su testimonio: “Lo he visto. Mi gozo me ha sido colmado”[13].
Ciertamente, la fe de Cristo (la que de Él se deriva; pues Él no tuvo fe, sino intuición de la divinidad, en cuya segunda persona subsiste su naturaleza humana), versa sobre materias obscuras, que sobrepujan nuestra aprehensión intelectual y transcienden las conclusiones de nuestro razonamiento; pero esos objetos de fe están delante y dentro de nosotros, dándose a nuestro entendimiento y estimulando el ejercicio de nuestra razón.
La obscuridad de lo que se ve a medias, de lo que en parte se posee, es muy diversa de la que envuelve las cosas prometidas, cuando aun no han sido dadas. La promesa trae indicios; la esperanza les comunica una cierta concretez; y así la nación elegida, peculiar entre todas las naciones, prevé y presiente en los sueños de los patriarcas, en la visión de los profetas, en las teofanías del desierto y de la montaña, en el simbolismo de las leyes rituales y en las mismas vicisitudes de su historia, la economía de la encarnación. Pero la sombra no es el cuerpo; el esbozo figurativo no es la realidad. El objeto de la promesa y de la esperanza, el Deseado de las naciones, no está en medio de las naciones anunciándoles: “el reino de Dios está en medio de vosotros”[14]. Y en esto consiste, precisamente lo específico de nuestra fe y lo esencial de nuestro sacerdocio: en que sabemos que el reino de Dios ya está en medio de los reinos  de la tierra, y dentro de cada una de las almas que tienen a Cristo por la fe y el carácter bautismales. Nuestra fe ya es el reino; su etapa obscura. Nuestra esperanza no es la de alcanzarlo, sino la de conservarlo y conocerlo. La fe de los hebreos es una fe que espera, y que desea saber. La fe de los cristianos es  una fe que sabe, y que  desea conocer: Fides quaerens intellectum, la llamaron sus más fieles doctores.
El sacerdocio del Verbo encarnado, es por eso el sacerdocio de la palabra que engendra sabiduría (la fe entra por el oído, dice san Pablo); y que genera presencia corporal de Dios. En el carácter y en el sacrificio; en aquél, para éste; y en ambos para la comunión con el Padre y el Hijo, en su mismo Espíritu:

“Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y nuestras manos tocaron, acerca del Verbo de la vida (y la vida se manifestó, y la hemos visto, y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna, la que estaba cabe el Padre, y se manifestó a nosotros), lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros, para que también vosotros participéis de nuestra comunión. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo”[15].

En las páginas del Nuevo Testamento, especialmente en las epístolas, abundan palabras como las que acabamos de transcribir. Y no se da en ninguno de sus mejores comentarios reflexión teológica alguna que pueda ilustrar mejor que ellas lo que hay de sabiduría, de experiencia mental, de intuición por contacto, en la fe cristiana. Redundantes, a causa de la exultación con que anuncian la buena nueva, entrecortadas, fuera de aliento, por la urgencia del amor que las inspira, hablan de la vida eterna palpable, encarnada, como de una presencia actual y permanente; e invitan a la comunión con el Padre y con el Verbo (a la comunidad de vida de los hijos con el Padre, junto al Hijo), no como a un bien que ha de dársenos sólo después del tiempo, sino como a una convivencia que ya es un hecho aquí, dentro del horizonte de nuestro mundo sensible, aunque sólo después haya de revelársenos plenamente.



[1] Ex. 19, 16-19.

[2] Alianza o pacto denomina Oseas al primer estado de Adán (6, 7)

[3] II Cor. 4, 4; Col. 1, 15; Heb. 1, 3.

[4] Heb. 7, 26.

[5] II Cor. 5, 21.

[6] Heb. 8, 5.

[7] Ibid. 9, 12.

[8] Col. 2, 9; Juan 14, 23; Mt. 18, 20.

[9] Gal. 3, 26-27.

[10] Gal. 4, 4.

[11] Juan 1, 29 y 34.

[12] Cf. Luc. 7, 26.

[13] Juan 3, 29.

[14] Lc. 17, 21.

[15] I Juan 1, 1-3.