G. Doré |
En
cada alma -esto
lo escribo para ti, Isabel- hay un abismo de misterio. Cada uno de
nosotros lleva dentro de sí un abismo ignorado. Cuando las cosas que han estado
ocultas nos sean reveladas, según la promesa del Señor, habrá sorpresas inimaginables.
No sé qué cosas te han enseñado; pero demasiado sé las que han dejado de enseñarte.
Te han dicho que tienes un alma inmortal que debe salvarse; pero nadie te ha
dicho que esa alma es un abismo en el cual todos los mundos podrían ser absorbidos
y dentro del cual ha entrado el mismo Hijo de Dios, el Creador de todos los mundos;
y que esa alma es, en verdad, el sepulcro de Jesucristo, por cuyo rescate han dado
su vida en otra época multitudes de hombres. También te han dicho que Jesús ha
muerto por ti, por tu alma; pero ignoras que tienes no sólo el derecho sino la
obligación de suponer que de haber estado sola en el mundo, de haber sido tú la
única hija de Adán, la Segunda Persona Divina se hubiera encarnado, y se
hubiera hecho crucificar por ti, como lo hizo por millares de hijos de Adán. De
ahí que tú seas particular e inefablemente preciosa, pues el universo ha sido
creado para ti sola, el Paraíso, el Purgatorio y el Infierno, han sido
preparados para ti sola, y sólo por tu alma ha sido atravesado el corazón de la
Madre de Dios, la cual suplica por ti sola. Te han hablado, seguramente, de la
Comunión de los Santos, puesto que es un artículo de fe; pero han dejado de
explicarte esta verdad: perteneces a Jesucristo como un miembro esencial de su
Cuerpo divino, y eres por lo tanto no sólo partícipe de Dios, sino que estás en
cierto modo identificada con Dios mismo, y con Dios Redentor. Hay criaturas
humanas cuyo número desconoces, que deben ser socorridas o salvadas por ti,
Isabel.
La
Comunión de los Santos, antídoto o contrapeso de la dispersión de Babel, atestigua
una solidaridad humana tan divina, tan maravillosa, que un hombre cualquiera
está obligado a responder por todos los otros, en cualquier tiempo que viva,
haya vivido o esté destinado a vivir. El menor de nuestros actos repercute en
profundidades infinitas, e interesa a todos los vivos y a todos los difuntos,
de modo que en el conjunto de millares de hombres, cada uno de nosotros está
realmente solo delante de Dios. Tal es el abismo de nuestras almas y tal es su
misterio.
(CARTA A ISABEL JOLY.-1-1-1913).