L`original ICI (nombre XXVI).
Sin embargo, hemos sido hechos para ser santos. Si algo ha
sido escrito, ha sido ciertamente eso. La santidad nos es exigida de tal modo,
que es inherente a la natura humana que Dios la prejuzgue, por así decirlo, en
cada uno de nosotros por los sacramentos de su Iglesia, es decir por los signos
místicos que operan invisiblemente en las almas el comienzo de la Gloria. Sacramentum
nihil aliud nisi rem sacram, abditam atque occultam significat. Esta cosa
sacra y misteriosa de la que habla aquí el Concilio de Trento tiene como efecto
unir las almas a Dios. Ni la teología más trascendente tiene algo más
fuerte que esta afirmación.
Hay incluso tres sacramentos que imprimen carácter y cuya marca es
indeleble. Somos pues, virtualmente santos, columnas de gloria eterna. Un
cristiano puede renegar de su bautismo, excluir al Espíritu Santo de sus
pensamientos, rechazar, si es un mal sacerdote, la sucesión de los Apóstoles
conferida por la ordenación sacerdotal, puede condenarse para siempre; nada
será capaz de desunirlo, de separarlo de Dios, y es un misterio insondable de
terror que esta obstinación del Signo sacro persista hasta en los tormentos
infinitos de la condenación. ¡Es necesario decir que el infierno está poblado
de santos espantosos devenidos compañeros de espantosos ángeles!
Sea cual sea la malicia de unos y otros, tienen a Dios en ellos. De otra
forma no podrían subsistir, ni siquiera en el estado de la nada, ya que la
nada, inconcebible también sin Dios, es el reservorio eterno de la Creación.
Todo lo que Dios ha hecho es santo en una forma que solo Él puede explicar. El agua es santa,
las piedras son santas, las plantas y los animales son santos, el fuego es la
figura devoradora del Espíritu Santo. Toda su obra es santa. El único que no
quiere la santidad es el hombre, el más santo entre las creaturas. La juzga
ridícula e incluso ultrajante para su dignidad. Tal es, a veinte siglos de la
Redención, el resultado sensible y visible de la infidelidad de tantos
pastores, de la ceguera monstruosa procurada por aquellos que debieran ser la
luz del mundo y que apagaron toda luz.
Es muy cierto que jamás, como en época alguna, los hombres han estado
tan alejados de Dios, han sido tan despreciadores de la Santidad que demanda, y
jamás, por lo tanto fue tan manifiesta también la necesidad de ser santos. En
estos días apocalípticos, parece verdaderamente que nada nos separa de los
abismos eternos.
Fue dicho en La Salette que el antiguo Enemigo de los hombres será desencadenado
en nuestros tiempos; que abolirá la fe, incluso en las personas consagradas a
Dios, los cuales tomarán el espíritu de los malos ángeles… que todo orden y
justicia serán pisoteados… que la tierra será como un desierto… que los
demonios harán grandes prodigios en la tierra y en los aires… ¿La precisión desta profecía no es
incontestable?
La guerra actual, que no es más que un precursor, se lleva a cabo en la
tierra y sobre la tierra; se lleva a cabo bajo las aguas y en los aires,
por medios espantosos inimaginables hasta ahora. Destruye las cosas y los
hombres hasta tal punto que ya es difícil concebir sobrevivir de alguna manera.
Todos los sabios del mundo, químicos o mecánicos, están exclusivamente
encarnizados en la búsqueda del homicidio multitudinario por medio de la
destrucción, la sumersión, la deflagración o el envenenamiento. El mal tiene
aspectos tan netamente sobrenaturales que los materialistas más bajos están
forzados a confesar que lo que sucede es diabólico.
¿Cómo explicar pues, si no es por la acción diabólica misma, el rechazo
rabioso de la única puerta por la cual es posible librarse de un semejante infierno?
Este inconcebible rechazo de la Luz y de la Gloria se llama la sabiduría
humana. “No todos son llamados a la santidad”, dice un lugar común demoníaco.
¿A qué estás llamado si no, ¡oh miserable! y sobre todo en este momento? El
Maestro dijo que había que ser perfecto. Lo dijo de una manera imperativa,
absoluta, dando a entender que no hay medio de ser otra cosa y los que tienen
el deber de enseñar su Palabra, ofreciendo ellos mismos el ejemplo de la
perfección, no cesan de afirmar que la santidad no es necesaria, que una
pequeña medida de amor es más que suficiente para la salvación y que el
deseo de la vida sobrenatural es temeraria, cuando no una culpable presunción.
Aliquam partem, alegan ellos, envileciendo una expresión de la
Liturgia, una pequeña parte en el Paraíso, he aquí lo que nos basta. Dan a esta
retirada impía, a esta negación formal de la Promesa divina, un color de
humildad, omitiendo con astucia la continuación grandiosa de dos palabras
litúrgicas donde se precisa que la “parte” propuesta no es menor que “la
sociedad de los Apóstoles y los Mártires”.
Pero los espíritus flojos y los corazones mediocres nada pueden contra
la Palabra de Dios y el Estote perfecti del Sermón de la Montaña
continúa pesando sobre nosotros infinitamente más que todos los globos del
firmamento.
La santidad siempre ha sido exigida. Antiguamente se podía creer que era
demandada desde muy lejos, así como podía perimir un plazo incierto. Hoy se nos
presenta a nuestra puerta por medio de un mensajero despavorido y lleno de sangre.
Detrás de él, a algunos pasos, el pánico, el incendio, el saqueo, la tortura,
la desesperación, la más espantosa muerte…
¡Y no tenemos ni un minuto para escoger!