Sabes,
mi amor, lo más duro que hay para el alma es sufrir, no digo para los otros
sino en los otros. Fué la más terrible agonía del Salvador. Por
debajo de la espantosa pasión visible de Cristo, más allá de esa procesión de
torturas y de ignominias de las cuales ya nos cuesta tanto formarnos una vaga
idea, estaba su compasión que nos hará falta la eternidad para
comprender —compasión desgarradora, absolutamente inefable—, que apagó
el sol e hizo tambalear las constelaciones, que le hizo sudar sangre antes de
su suplicio, que le hizo gritar su sed y pedir piedad a su Padre durante su
suplicio. De no haber existido esta compasión aterradora, la pasión física
hubiera sido quizás para Nuestro Señor sólo una larga borrachera de
voluptuosidad, aunque haya sido tan atroz que no podríamos soportar la visión
perfecta sin morir de espanto.
Considera
que Jesús sufría en su corazón con toda la ciencia de un Dios y que en su
corazón estaban todos los corazones humanos con todos sus dolores, desde Adán
hasta la consumación de los siglos.
¡Ah!
Sí, sufrir para los otros puede ser una gran alegría cuando se tiene el alma
generosa, pero sufrir en los otros, he aquí lo que se llama verdaderamente
sufrir.
Cuando
aquel junto a quien vas a rezar todos los domingos, cuando el admirable San
Vicente de Paul, no teniendo ningún otro medio de rescatar a un pobre
galeote pagaba con su persona, tomando sus cadenas en su lugar, ese héroe
cristiano debió experimentar una gran alegría, pero al mismo tiempo un dolor
muy grande, un dolor que sobrepasaba infinitamente esa alegría, cuando vio que
su sacrificio únicamente podía contar para un solo desgraciado, y que a su
alrededor una multitud de cautivos continuaría sufriendo. Juana, mi muy
querida consoladora, bien sabes lo que quiero decir cuando hablo de esos
cautivos.
(Cartas
a su Novia -7-XII-1889).