4. La
nación santa, reino de sacerdotes.
Todo
hombre es religioso, por naturaleza. El hombre santo lo es perfectamente. De
ahí que en la práctica, es decir en cuanto virtud, la religión no difiera de la
santidad[1]. Esta, como acabamos de ver,
se ordena al culto: es su forma, su alma. Y el culto alcanza su máxima
expresión en el sacrificio, que es el momento de la perfecta religación
intencional[2]
de lo creado con el Creador.
La
obra entera del Verbo en el seno de la historia — creación, adoctrinamiento y
conducción de almas[3]
— converge hacia su propio sacrificio; y la pedagogía de la Ley, de que habla
el Apóstol[4],
muestra de un modo patente y dramático la paulatina depuración del concepto de
sacrificio, en el mensaje de los profetas; y la formación correlativa de una
conciencia sacerdotal cada vez más profunda y más amplia, cada vez más
semejante a la conciencia sacerdotal del Ungido de Dios. Es por eso muy justo
que sea Malaquías, autor de la última página de los vaticinios de Yahveh
(sello de los profetas, le llamó su pueblo), el encargado de anunciar,
junto a la maldición fulminada contra los sacerdotes que habían destruido el
pacto de Leví, la institución del sacrificio universal de la Nueva Alianza:
“Desde
el levante del sol hasta su ocaso, grande es mi nombre entre los pueblos; y en
todo lugar ha de sacrificarse y ha de ofrecerse a mi Nombre una oblación
inmaculada” (I, 11).
Ni
tanta limpidez ni alcance tan vasto eran concebibles en los días del Éxodo.
Las
prácticas cultuales de la Ley mosaica inauguran una espiritualización efectiva
del simbolismo religioso oriental[5];
pero aun conceden demasiado a los sentidos, imitando servilmente las
truculencias del ceremonial idolátrico. No podía ser de otro modo; lo reconocen
los mismos Padres de la Iglesia:
Para
atraer a quienes había elegido, dice san Juan Crisóstomo, Dios consintió
en que le honrasen mediante un culto muy parecido al de los idólatras,
contentándose con leves perfeccionamientos rituales que fueron elevando el
espíritu de los hombres, insensiblemente, hacia la concepción de ideas
religiosas más sublimes[6].
La
Sagrada Escritura, en textos como los que hemos de transcribir, demuestra cuán
insensible fue, por cierto, aquella elevación del espíritu religioso; cuánto
costó moverlo a transcender el éxtasis bobo de las humaredas y la sensualidad
de los degüellos.
Prescribía
el Levítico:
“Conducirá
al novillo a la entrada de la tienda de reunión ante Yahveh; impondrá su mano
sobre la cabeza del novillo, y degollará a este en presencia de Yahveh”[7].
“Los
ancianos de la comunidad pondrán sus manos sobre la cabeza del novillo ante
Yahveh y se inmolará el novillo en su presencia”[8].
“Si
presentare un cordero como ofrenda suya por el pecado, traerá una hembra sin
tacha; pondrá su mano sobre la cabeza de la víctima expiatoria, la degollará en
sacrificio por el pecado, donde se inmolan los holocaustos”[9].
Pero
el Decálogo, al mismo tiempo, enseñaba:
“Escucha,
Israel: Yahveh, nuestro Dios, es uno. Amarás a Yahveh, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”[10].
Constantemente,
el espíritu de la ley vela junto a su letra, recordando la preeminencia del
sacrificio interior sobre las ceremonias, deshaciendo los equívocos de la casuística,
rectificando los yerros, denunciando las perversiones, condenando la hipocresía,
la avaricia, y todos los vicios parasitarios del altar:
“Sacrificio
y ofrenda no quisiste; pero abriste mi oído [a tus inspiraciones]. Ni holocausto
ni ofrenda reclamaste. Hacer tu voluntad, Dios mío, me deleita; y tu ley está
en lo hondo de mis entrañas.[11]”
“¿Acaso
Yahveh se complace tanto en holocaustos y sacrificios, cuánto en que se
obedezca su voz?”.
“He
aquí que la obediencia vale más que el sacrificio; Y la docilidad vale más que
la grosura de los carneros”[12].
“Con
su ganado menor y sus vacadas irán a buscar a Yahveh; y no lo hallarán: retiróse
de ellos”[13].
“Vuestra
piedad es como nubecilla matinal; y como el rocío, desaparece temprano. Tal la
causa de haber golpeado recio por medio de los profetas; pues quiero misericordia
y no sacrificios; y más que los holocaustos, quiero el conocimiento de Dios”[14].
“En
verdad, Efraín ha multiplicado los altares, para pecar; pues que de los altares
toman ocasión sus pecados”[15].
“¿Con
qué me presentaré a Yahveh? ¿Con qué me inclinaré ante el Dios del cielo? ¿Por
ventura, me presentaré con holocaustos, en ofertorio de terneros añales? ¿Será
mayor su complacencia en miles de carneros, o preferirá miríadas de ríos de aceite?
¿Será bastante entregarle mi primogénito, a fin de expiar mi prevaricación?
¿Daré de mis entrañas el fruto por el pecado de mi alma? ¡Oh, varón! se te ha
indicado qué es lo bueno; qué es lo que Yahveh reclama de ti: no es otra cosa,
sino hacer justicia; amar la misericordia; y caminar con tu Dios, detenidamente”[16].
“¿De
qué me sirve la multitud de vuestros sacrificios?, dice Yahveh. Harto estoy de
holocaustos de carneros y de grasa de cebones; no me complazco en la sangre de
los novillos, corderos y machos cabríos.
No
puedo soportar vuestros novilunios, ni vuestros sábados, ni conmemoración alguna;
pues del ayuntamiento de crímenes y fiestas, sube hasta mí un sahumerio abominable”[17].
“Hay
quien inmola a un toro, y es como si matase a un hombre; hay quien sacrifica a
una oveja, y es como si estrangulase a un perro; hay quien ofrece, y su
oblación es como de sangre de cerdo; hay quien hace arder el incienso (delante
de mi altar), y es como si ensalzara a un ídolo”[18].
“Señor,
abre mis labios y anunciará mi boca tu alabanza. Porque no te complace el
sacrificio que te pueda ofrecer, ni el holocausto. Sólo te agrada el corazón
contrito, y nunca lo desdeñas. Sacrificio de espíritu contrito y corazón
contrito y humillado, Señor, nunca desprecias”[19].
“Añadid
vuestros holocaustos a vuestros sacrificios y comed la carie. Mas yo, no tanto
hablé a vuestros padres, ni les di orden alguna respecto de sacrificios y
holocaustos, el día que los saqué de Egipto, cuando les di este mandamiento, a
saber: Escuchad mi voz y seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo. Caminad
por donde os he mandado y alcanzaréis felicidad”[20].
El
hito inicial, el inmóvil y elevado punto de referencia de los pasajes que acabamos
de transcribir, y de otros muy similares que jalonan todo el Antiguo
Testamento, es la promesa de consagración y santificación pactada por Yahveh en
el Sinaí, con Moisés y con su pueblo:
“Si
escucháis mi voz atentamente y guardáis mi pacto, seréis entre todos los pueblos
mi propiedad peculiar; porque mía es toda la tierra, mas vosotros constituiréis
para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”[21].
Es
la promesa de una especial consagración (la voluntad de Dios de reservarse algo
para sí), en orden a constituir a todo un pueblo en sacerdote-rey de todas las
naciones de la tierra. Un reino de sacerdotes, una nación santa, destinada a
ejercer, colectivamente, un ministerio universal.
¡Qué
no hizo Yahveh para impedir que esa intención, esa ocurrencia tan suya, tan
exclusivamente divina, no se frustrara! Testimonio incontestable de la perenne
vigilia de su Espíritu junto a la letra de sus leyes, la Sagrada Escritura,
conservada con celo y tenacidad incomprensibles por el mismo pueblo transgresor,
es la crónica de los modos infinitos de paciencia y de enojo, de misericordia y
de justicia, que fueron necesarios para alcanzar una mínima realización de
aquel designio.
Mínima,
pero verdadera. Después de los textos alegados, y de todo lo que hemos venido
exponiendo acerca de religión, sacrificio y sacerdocio, y acerca de la índole sacerdotal
de la gracia santificante, aparece evidentemente inaceptable la exégesis que
atribuye un sentido puramente metafórico al reino de sacerdotes
prometido en el Éxodo. Menos razón aún (por referirse a mejor entidad y a mayor
evidencia) tienen los que adjudican el mismo sentido impropio al sacerdocio
real de que habla el apóstol san Pedro en la primera de sus dos cartas[22].
Los
justos formados en la Promesa y en la Ley fueron real y propiamente sacerdotes,
en fuerza de su virtud de religión y de su gracia esencialmente cultuales. Y el
pueblo que ellos integraban en unidad de origen y de fe, recibía con ellos, de
la santidad en ellos presente, el ser nación santa y reino de sacerdotes; a
despecho de la multitud de apostasías, y aunque sólo fuera de un modo
dispositivo y potencial.
Insistimos en recordar que las diferencias particulares dentro de aquel sacerdocio
común eran sólo de grado: los diferentes grados de perfección en que una misma
realidad unívoca era participada por todos (analogia inaequalitatis). En
cambio, entre el sacerdocio del simple bautizado, el de quienes han recibido el
sacramento de la confirmación, y el de los ministros del culto público de la
Iglesia, hay diferencias formales, correspondientes a tres caracteres
intrínsecos (no a tres designaciones nominales, ni a sólo tres investiduras
jurídicas) que confieren otros tantos modos de ser realmente sacerdotes. Todos
tres, junto a la forma singularísima del sacerdocio de la Madre de Dios,
constituyen participaciones de una misma suprema realidad, con la que guardan
relaciones de analogía (analogia proportionalitatis propriae), no de
univocidad ni de mera atribución. La realidad suprema así participada es el
sacerdocio eterno, el sacerdocio del Verbo hecho hombre.
Esperamos
conseguir que estas nociones, por ahora sucintas, alcancen hacia el final de
nuestro estudio una buena parte de la claridad que el misterio consiente a la
teología (encandilada siempre en su tarea de recoger briznas de luz y formar y
ceñir hacecillos de inteligibilidad, en la infinita era de una Luz que es de
suyo indivisible). Por de pronto, los rasgos esenciales del sacerdocio de
Nuestro Señor Jesucristo ya se perfilan, nos parece, con bastante nitidez.
Percíbese que su sacerdocio es el nuestro, el de la humanidad, totalmente asumido
y restaurado en la unidad de una persona única, la del Verbo, la del Hijo de
Dios. El Verbo increado, el Hijo de Dios, es sacerdote en cuanto es el Hijo
del hombre, el nuevo Adán. Mas no lo es a la manera de Adán, en estado de
incorrupción, gozo y justicia, sino a la manera de Abel, Abraham, y Melquisedek,
en estado de mortalidad, de contradicción y de juicio (Donec transeat iniquitas). Hasta que la iniquidad sea cosa
juzgada; y la muerte vencida definitivamente; y seamos un “reino de sacerdotes”
[Apoc. I, 6], en un Edén cerrado desde ahora a quienes “caminan sobre el
vientre y comen polvo todos los días de su vida” [Gén. 3, 14]; pero que aún se
deja escalar de improviso, en un instante [Lc. 23, 39-43], por los buenos ladrones).
Para
concluir el resumen de todo lo que hasta aquí se ha venido explicando, y compendiar
al mismo tiempo lo que habrá de explicarse después, consignemos dos distinciones
que siempre será necesario tener muy en cuenta.
Mientras
la economía de la gracia santificante, dentro y fuera del pueblo mesiánico, es
la tendencia religiosa de todos los hombres hacia la santidad sacerdotal de
Jesucristo, la economía de la encarnación es el advenimiento de esa misma santidad
al encuentro de todos los hombres. Y tal como lo indica san Pedro, cuando en sus
exhortaciones al Israel espiritual (I, 2, 4-10) argumenta con palabras
del Éxodo, de los Salmos, de Isaías y de Oseas, el encuentro del
Verbo con la humanidad es el que realiza plenamente la institución del reino de
sacerdotes incoado por los justos de Israel. (Que “no para sí mismos, sino para
vosotros administraban estas cosas que ahora [. . .] con avidez los ángeles
contemplan” [I Pedro, 1, 12]).
Lo
que en el pueblo de Yahveh fué peculiaridad, en la Iglesia de Dios, en el
Cuerpo místico del Verbo encarnado, es carácter. Aquella peculiaridad recibía
todo su ser de la observancia de formas cultuales exteriores y de signos
somáticos externos. Este carácter, en cambio, da su modo de ser al culto y a la
misma gracia, y permanece indeleble, aun sin ellos, más allá de la muerte. Para
perpetuar en el tiempo aquella peculiaridad, el pueblo de la Promesa exacerbaba
sus exclusivismos carnales de raza y de nación. Para cumplir con su misión universal
y ultraterrena, la Iglesia de Dios vindica ante los poderes de este mundo su derecho
a imponer el carácter de la filiación divina en la frente de los hijos de todas
las naciones, tribus, pueblos y lenguas (cf. Apoc. c. 7).
[1] Cf. Santo Tomás, Summa theol. II-II, 81, 8.
[2] La religación física perfecta sólo se da en la
encarnación del Verbo.
[3] “Todo lo crea, todo lo enseña y conduce el Verbo de Dios (Clemente de
Alejandría, Pedag., III, XII, 99, 2).
[4] Gal.
III, 24-25.
[5] Cf. De la Taille M, S.J., Esquisse
du mystère de la foi, Paris 1924, 64.
[6] Cf. PG 48, 879; 55, 247; Eusebio de Cesarea
(PG 22, 55); S. Jerónimo (PL 26, 375); Teodoreto (PG 83, 977); S.
Gregorio Naz. (36, 160).
[7] Levítico
4, 4.
[8] Ibid. 4, 15.
[9] Ibid. 4, 32-33.
[10] Deuteronomio 6, 4-5.
[11] Salmo 39
(Heb. 40), 7; ibid.
v. 9.
[12] I Samuel
15, 22.
[13] Oseas 5,
6.
[14] Ibid. 6, 5-6.
[15] Ibid. 8, 11.
[16] Miqueas
6, 6-8.
[17] Isaías
1, 11; ibid.
v. 13.
[18] Ibid. 66, 3.
[19] Salmo 50
(51), 17-19.
[20] Jeremías
7, 21-23.
[21] Éxodo
19, 16.
[22] I Pedro
2, 5; ibid. 2, 9.