3.
La gracia santificante, gracia cultual
Los
hebreos fueron siempre aficionados a suplir la falta de espíritu con sobrecarga
de formas exteriores: la higuera estéril y frondosa de que habló Nuestro Señor.
Pero los justos de la Promesa, numerosos y grandes, celadores de la
esperanza de Israel en el infortunio de las derrotas y de los cautiverios,
sabían “volverse a Dios con todo el corazón y toda el alma, y obrar verdad en
su presencia” (Tobit 16, 6). De ahí que, para ellos, el paradigma de
los sacrificios fuera el que había revelado una más alta virtud y una más
abnegada consagración al Señor de la vida y de la muerte: el de Abraham
— “virtuosior et sacratior” — en el monte Moria; donde la voluntad del
oferente había coincidido del modo más heroico posible con la de Dios. Porque
mayor que el mérito de entregar la propia vida es el de dar al Creador la de un
hijo predilecto, única prenda de una infinita esperanza; y sobre todo, el de
darla sin vacilaciones, sin reproches, sin inquirir la causa oculta de aquel
mandato irracional.
Hubo,
pues, conciencia (ya veremos cuánta, en el próximo capítulo), de que los sacrificios
resultaban “Deo acceptissima ex devotione iustorum”[1].
Como también la hubo de que la inanidad de un sacerdocio formalista transmutaba
la Ley en vigor del pecado[2].
Establecido
el principio de la íntima relación que media entre sacrificio y santidad, una
cuestión surge, espontánea, a esta altura de nuestras reflexiones; a saber: ¿Es
nuestra santificación la finalidad propia del culto divino; o es más bien nuestra
santidad la que se ordena al culto?
La
respuesta se halla implícita en varios párrafos de los capítulos precedentes;
pero conviene explicarla. Porque hay sacrificios, como los de carácter
expiatorio, que parecen exigir se conteste con un sí rotundo a la primera parte
de la cuestión. Y porque un buen número de ceremonias y palabras que acompañan
a la acción sacrifical, en una y otra Ley, desempeña funciones de catarsis,
exclusivamente.
El
culto incluye una intención santificante; y de hecho produce estados propicios
a la santificación. Mas ya hemos dicho que el único motivo que da razón de ser
a todos los actos religiosos es la excelencia de Dios (cf. II, 1). Forma
eminente de justicia, que nos inclina habitualmente a dar a Dios lo que es
de Dios, la virtud de religión procura nuestra santidad como una de las
tantas cosas que se ordenan directa e inmediatamente al honor divino. Y puesto
que este honor (indirectamente, por desagravio, o directamente, en forma de
glorificación) es el fin que se proponen los fieles en cualquier ficción
cultual, no cabe duda de que en las relaciones que median entre la santidad y
el culto, siempre es aquélla la que se subordina a éste.
Ahora
bien, nuestra santidad es algo más que una de tantas cosas a ofrecer en honor
de Dios; es la única necesaria; es el alma misma del culto: su forma esencial.
Ella es, y sólo ella, la que comunica el buen olor y el buen sabor a los
sacrificios en que Dios se complace.
Luego,
la gracia santificante es por esencia cultual; y en cuanto ordenada al
sacrificio, es sacerdotal por esencia. Fue dada al primer hombre para hacerlo
idóneo a establecer la máxima religación posible del universo con su Creador;
le fue restituida (y en él a su prole, por amor de Jesucristo, el muy amado),
con miras a re-erigir el altar caído y a subsanar el sacrilegio, antes que para
medicina y elevación de las almas culpables. Y todo ello en vista de la final
institución del sacerdocio eterno; de cuyo mérito y virtud sacrificales toda gracia
recibe, antes y después de Cristo, su razón de ser.
[1] S. Tomás, Summa theol., III, 83, 4 ad 8.
[2] I Cor. 15,
56.